Jose Mari Esparza Zabalegi
Editor
La navarridad, se entiende. En otras mensuras quizá sean más aparatosos, pero a pesar de su alargado “Navarrrísimo” electoral, lo cierto es que apenas se les ve. Y del mismo tamaño la tienen el resto de adscritos al régimen.
La razón de su pequeñez radica en que ellos mismos se automutilan. Los psicólogos lo definen como auto-odio étnico: una aversión a su propia raza o nacionalidad, un deseo irrefrenable de distanciarse de su identidad. Los expertos explican que el auto-odio étnico es lo que hace que en Sudáfrica una de cada tres mujeres negras blanqueen su piel con mil potingues. En Navarra, un porcentaje similar se esfuerza en quitarse de encima todo barniz que lo vincule a su identidad primigenia. Y cada día pintan un trozo de su ser para no parecerse en nada a sus hermanos, a la madre que les parió, al solar patrio. Autofobia, le dicen. Al mismo tiempo van intentando vestir, con ropas y rasgos extraños, un nuevo imaginario, un espantapájaros al que llaman prototipo navarro, especie de Michael Jackson vestido de pamplonica; una foralidad sin fueros; una tortilla sin huevos.