“Todo llega y todo pasa, pero lo nuestro es pasar… Pasa la vida”. Póngale usted música a la canción de Serrat basada en un poema de Antonio Machado.
Y es que la letra y melodía me viene a cuento tras una vivencia en estos días.
Vivo en Bilbao en un sexto piso de principios del siglo pasado. Cuando llegamos a vivir en ella en 1960 desde Donosti, en su cuarto piso, de 420 metros cuadrados, la habitaba una familia compuesta por un matrimonio con ocho hijos, dos tías y dos perros. Un familión.
Las tías solteronas llevaban a los críos al autobús del colegio, sacaban los perros a pasear, saludaban a todo el mundo y te los encontrabas a todas horas. Con el tiempo, y por ley natural, fallecieron y fueron los hijos los encargados de sacar a los minúsculos perritos a pasear. Pero los críos crecieron, el padre su jubiló, los perros se murieron y el silencio se hizo.
El padre, Don Plácido, era ingeniero y director de una importante compañía de electricidad. Solía poner en el balcón de su casa, cada 31 de diciembre durante el franquismo, la bandera española hasta que el general falleció. Iniciada la transición política y metido yo, su vecino, en harina del PNV de forma pública, me hacía grandes saludos y reverencias mientras sacaba a pasear su pedigrí vasco. Era un hombre amable, de bigote recortado, alto, de buena percha que en las reuniones de la Comunidad de Propietarios imponía sus criterios ya que vivía desde siempre en aquella casa, que era su castillo, por herencia familiar.
El caso es que los hijos se fueron casando y abandonando el viejo caserón lleno de antigüedades, armaduras y objetos valiosos quedaron sólo dos. Un mal día del año pasado la madre de familia, una mujer elegante y un poco altiva, falleció. A los seis meses, el padre de familia, Don Plácido, después de una enfermedad que lo fue consumiendo, murió el pasado mes de agosto.
Ayer vi en el balcón donde señoreaba la bandera española un letrero que ponía “Se vende”. Pronto desaparecerá. La casa se habrá vendido.
La vida de una familia se esfumará en la nada. No quedará huella de su paso por un piso que al venderse será divido en dos. El letrero del buzón de correos ya ha desaparecido.
Vivencias de estas le hacen a uno reflexionar sobre la velocidad con la que pasa la vida al comprobar que todo aquello que parecía incólume, inamovible, perpetuo, desaparece como un azucarillo en un vaso de agua.