El pasado “Alderdi Eguna”, paseando por la campa, me paró un veterano. Tras saludarme me dijo que había sido amigo de Pedro M. Urrutikoetxea, un gudari vasco represaliado, fallecido en Venezuela
y que tras haber sido el presidente de una importante compañía de seguros, ya retirado, nos hizo llegar un manuscrito para su edición. Se trataba de la narración de sus vivencias como gudari posteriormente encarcelado en el Fuerte San Cristóbal. Pudo rehacer su vida y tuvo dos hijos. A su hija, en recuerdo de toda aquella estancia en Pamplona le puso de nombre Iruña. El libro se llamaba “La Hora del Ultraje”. Es magnífico.
Otro gudari, de noventa años y del Batallón Abellaneda, asimismo me paró para decirme que a pesar de la flaqueza de sus piernas todavía seguía con ganas de pelea. Lamentaba que a sus compañeros, con los que no pudo Franco, les había ganado el tiempo.
En tiempos de la dictadura, el Gobierno Vasco en el exilio acordó que cada quince de octubre fuera el día del gudari. Se trataba de recordar cómo un infausto día como aquel en 1937 fueron seleccionados una serie de gudaris y milicianos y fusilados en Santoña. Del PNV, de STV, de la UGT, del PSE, comunistas… Entre ellos Ramón Azkue, ex burukide del BBB y jefe de Eusko Gudarostea, las milicias del PNV. Fue un fusilamiento simbólico y de escarmiento.
Este año hemos recordado en agosto el centenario del nacimiento del poeta Lauaxeta, que además dirigió en tiempo de guerra la revista “Gudari”.
Hoy se recuerda a Lauaxeta públicamente y eso está muy bien. En Mungia se le ha homenajeado y en Mungia la Fundación Sabino Arana tiene una exposición sobre él. Es de aplaudir, como ahora lo es de recordar que hace cincuenta años justos, fue en noviembre de 1955, el Delegado del Gobierno Vasco en Nueva York, Jesús de Galíndez quiso, desde la noche del silencio y la represión, acordarse de Lauaxeta y de todos los gudaris y un año antes de ser secuestrado, escribió esta poesía con título tan evocador. La dedicó a Lauaxeta y a todos los gudaris que cayeron por Euzkadi.
Se publicó en “Euzko Deya” de México. Hoy habría que dedicársela también a todos los gudaris cuya edad ha terminado por vencerles y cuyas esquelitas aparecen junto al cariño de su familia con el título más honroso de su vida: gudari.
Ahí va el recuerdo de Galíndez a Lauaxeta y a los gudaris:
Me oyes? No te asuste el silencio que baja de la montaña.
Tu grito sigue vibrando en las alturas y florece en las cascadas que fluyen hacia el mar. Tu sangre reverdeció en amapolas que despiertan cuando apunta el sol y tu himno truncado resuena en la niebla que los valles arropa y acaricia tu tumba.
No te asuste el silencio, el silencio de espera. Tú lo conoces, lo sentiste en la carne. El silencio fructífero que revienta en claveles. El silencio de la roca que resiste centurias; el silencio de la mina de hierro, y el silencio que los campos germina. El silencio tenso que rompiste cantando, el silencio que de gloria cubrió tu cadáver.
No te asuste el silencio del invierno que pasa. ¡Qué graznen los cuervos y croen los sapos! El viento disipará la carroña, y la lluvia barrerá sus manchones. Tu sangre será más roja que nunca cuando en banderas retoñe la primavera; tu alma florecerá en verdor de pradera y blancura de margaritas silvestres. El valle será tuyo y será nuestro, con dos cruces por tú y por Ella.
No te asuste el silencio que baja de la montaña. ¿La recuerdas? fue volcán, y tú fuiste lava. Los robles ya están retoñando, y las hogueras brillan cuando el Día llega; las hogueras que tú encendiste, y el plomo no pudo apagar. Los senderos del monte crepitan con pisada de corazones y latido de makilas; como antes tú, antes de reventar en flores.
No te asuste el silencio que marca tu tumba. Nadie se acerca a ese montículo, porque lo veneran. Tu lápida es una pared aún horadada, y tu epitafio los surcos sin trazar. Estás sólo, porque todos te acompañan. El pescador que zarpa en mar de ilusiones, y el labriego que ara en tierras sin granar. ¿Me oyes? Nuestro clamor es de martillos que gobiernan en el yunque de la fe, y están forjando las campanas que repiquen al amanecer.
No te asuste el silencio que empuja el sirimiri. Es el silencio de aquella mañana, de la última antes de caer; cuando viste nacer la aurora que nunca llegó al crepúsculo para ti; cuando oíste cantar los pájaros gorjeos de amor al rayar el día, y tu postrer estrofa entonaste a la Patria que madre y novia fue con letra de sangre y rimas de coraje entre las rocas del Gorbea al amanecer. Amanecer de jornada sin fin, que se prolonga en ese silencio de tu dormir.
No te asuste el silencio que baja de la montaña. Es el silencio que precedió a tu muerte, cara a cara con Ella. El silencio que rompiste gritando el grito que retumba en las alturas, grito que arrastrarán las nubes y el viento y grito que despertará los valles, el grito que clama desde tu tumba y florece en amapolas, el grito que se desploma en cascadas hacia el mar.
No te asuste el silencio que arrulla nuestros sueños. El silencio habla, el silencio clama. Susurra leyendas a los niños que juegan a tu vera, sabiendo que tú estás allí enterrado; no te tienen el miedo de los cementerios, te tienen el amor de los santuarios. Saben que fuiste clarín, y te admiran; sueñan ya en vibrar un día como tú, y en silencio germinan las semillas que tu corazón sembró al explotar, partido no por las balas, partido de dolor.
No te asuste el silencio de la noche sin luceros. Es el silencio de aquellas noches tras los combates de Artxanda, es el silencio del Sollube y el silencio del Jata, es el silencio de tu heroísmo y el silencio de tus ilusiones. ¡Gudari¡ no temas, tu espolón no quedó desierto ni las balas pudieron tu trompa quebrar.
No te asuste el silencio que baja de la montaña. La nieve cubrió sus cimas, fue el sudario de los héroes; el huracán sacudió sus bosques, fue el responso de los mártires.
Pasó el invierno, la montaña queda. Y tu tumba sin cruces florece en mil lauburus de esperanza.
No te asuste el silencio del ayer superado. Escucha el rumor que ya viene, de mendigoixales que serán gudaris Eres tú reverdecido en cachorros que se acercaron en tu recuerdo. Eres tú, tú mismo, en que cayó hace tantos años, y no murió porque en claveles se reprodujo. Los claveles de tu ikurriña, la ikurriña en lo alto del Gorbea. ¡Mírala¡ y que bien luce. Es la tuya.
No te asuste el silencio que aguarda en la montaña. Fue el silencio que cerró la descarga. Pero tu grito rebotó de roca en roca, tu irrintzi de final con victoria. Quien muere con gloria nunca muere, y sus sangre semilla de ejemplo será. ¡Gudari, despierta¡ la aurora llegó. Otra aurora sin crepúsculos, porque es aurora de esperanzas. La que soñaste al caer gritando, el grito que ya despertó los valles, el grito que rasgará los silencios, el de los Vascos que a la lucha van. Gudari, como aquella tarde, canta y grita con nosotros: ¡Gora Euzkadi Askatuta¡
Así recordaba Galíndez a Lauaxeta y a sus gudaris. Si al terminar de leerla no se ha emocionado, es usted una roca.