«A través de Alcibíades se entiende que la ambición es uno de los males de la democracia... Cuando se prefiere la lucha en favor de uno mismo a la gestión para terceros, el principio democrático queda viciado». Son palabras de una gran mujer y gran especialista en la antigüedad griega y, más particularmente, en el siglo de oro ateniense, Jacqueline de Romilly, en su precioso libro Alcibíades o los peligros de la ambición, que salió a la luz en 1996.
El siglo V a.C. fue, probablemente, el siglo más brillante que conozcamos, no ya de Atenas o de Grecia, sino de la civilización occidental. Se le podía llamar la era de Sócrates, de Aristóteles o de Platón, etc., pero se la conoce como «el siglo de Pericles».
Porque lo fue todo en Atenas. Pertenecía a la gran aristocracia, pero, en lugar de adherirse, como le tocaba, al partido oligárquico, se sumó al partido del pueblo y entró de lleno en la democratización, cada vez más profunda, de las instituciones atenienses, marcadas aún fuertemente por el poder de la aristocracia. Fue un gran estratega y un gran gobernante en todos los ramos de la gobernación. Nunca cayó en la «demagogia» en el sentido griego del término y pasó a la Historia como «hombre incorruptible».
Lo dio todo por Atenas. Fue un gran patriota, amado por el pueblo. Sus únicos enemigos fueron los ambiciosos y corruptos a quienes su gran capacidad política y el favor popular del que disfrutaba impedían la consecución de sus ambiciones personales.
Su sobrino Alcibíades fue el reverso de la moneda. Lo tenía todo: linaje, fortuna, prendas personales, inteligencia... Quiso ser como Pericles, pero frente a la modestia y al patriotismo de su tío no pudo ocultar su inaudito orgullo y su profunda ambición de mando. Su desprecio a la religión establecida le valió la pena de muerte, de la que se salvó huyendo a Esparta. Conspiró con los enemigos de Atenas, especialmente con Persia, para recuperar el poder.
Fue desterrado para terminar muerto por las flechas persas.
Para Romilly, Alcibíades es justamente el anti-Pericles. «Es la figura que antepone la ambición personal al interés común. En esto es exponente del análisis de Tucídides que muestra cómo los sucesores de Pericles, incapaces de imponerse por méritos como hiciera él, se vieron reducidos a la necesidad de halagar al pueblo y recurrir a las intrigas personales, nefastas para la colectividad».
Romilly sigue preguntándose sobre si la decadencia de Atenas contemporánea al período de Alcibíades presentaba alguna relación, y en qué consistía tal relación. ¿Un relevo generacional? ¿O se trataba de una degeneración más amplia del sentido cívico y de la moral en los comportamientos políticos? ¿Y esta decadencia era señal de una crisis de la democracia y su funcionamiento? Si, tal como sugiere la visión del momento, esta última hipótesis es la válida, la cuestión nos interesa sobremanera, e interesa a todo el que defiende la idea de democracia.
Jacqueline de Romilly no está hablando como una especialista del siglo de oro ateniense. Está comparando la decadencia que le siguió con la actual. Y está comparando «los protagonistas». Y lo dice: «En algunos momentos tenemos la impresión de que el célebre texto en el que Tucídides compara a Pericles con sus sucesores podría aplicarse al general De Gaulle y los suyos».
No da cabida un prólogo a la multitud de consideraciones, citas y comparaciones a que da pie la obra de Romilly. Está claro que la autora tenía un nombre que comparar a Pericles, el salvador y engrandecedor de Atenas, que era De Gaulle y su papel patriótico frente al Eje en los momentos de mayor abatimiento y deshonor de su patria a la que consiguió devolver su autoestima. Sobre todo frente a otro general, mariscal de Francia, héroe de la Primera Guerra Mundial y que murió por obra precisamente del general De Gaulle. Petain intentó salvar los restos de Francia, pero no sólo no fue bastante a los ojos de los patriotas franceses, sino que se le calificó y trató como a traidor.
Pero la comparación que hace Romilly de los políticos es entre los que lo dieron todo con un espíritu de servicio hacia su colectividad y los que pretendían tomarlo todo para sí en aras de su ambición personal. El que su Pericles contemporáneo fuera De Gaulle no ofrece duda. Pero ¿quién o quiénes fueron sus Alcibíades en la Francia presente? ¿Tal vez Mitterrand? ¿Un cínico ambicioso capaz de cualquier cosa y de cualquier vestimenta ideológica, con tal de acceder al poder y mantenerse en él?
Hay una cosa cierta, y es que los Alcibíades se dan en todos los tiempos y en todas panes, mientras que los Pericles son mucho más escasos y hay que buscarlos con candil, «a lo Diógenes».
Hoy, como siempre, la política, el «negocio» del poder pulula de logreros y escasea en desprendidos de interés propio, motivados por un ideal de servicio o de patriotismo.
¿Pone este panorama en peligro a la democracia? Cuando resulta general la ambición y se convierte en endémica, desde luego que sí. Este modo de practicar la política y de acaparar el poder lleva siempre a la mediocridad, a la esterilización, a la ramplonería y, desde luego, a la corrupción. El «negocio público» se convierte en privado, a lo Berlusconi. Y la «privatización de lo público», aun de la propia seguridad, o la de las grandes empresas del Estado, se convierte en coto de caza de unos pocos, situados en el poder o en sus aledaños, como sucede en España.
No se atisba, en el día de hoy, entre los dirigentes políticos, servatis servandis con los tiempos clásicos, ningún Pericles. Desde luego no lo es Bush (Norman Mailer acaba de decir: «Bush es el presidente más estúpido que hemos tenido, y se sirve de la estupidez como estrategia»). En cuanto a Aznar, le dejaremos piadosamente en aquello de neque nominetur. Estos y la mayoría de los gobernantes actuales son, en cuanto a su capacidad, su inteligencia y su habilidad, simples Alcibíades de bolsillo.
Bajando de la Atenas del siglo V a.C. al Bilbao a caballo entre el XIX y XX, que vivieron los personajes que aparecen en este libro, cuentan que en una tertulia de señoritos cínicos y ambiciosos, bilbaínos por supuesto, que lo mismo hablaban de literatura, de negocios o de política que iban, bien perfumados de brandy o de scotch, a orinar a los pies de la estatua del Sagrado Corazón, por entonces recientemente erigida, uno de los contertulios preguntó a otro, de los más cínicos por cierto, cuál era su ideario político. El interpelado, que era nada menos que José Félix de Lequerica, respondió: «Yo soy carguista». La respuesta suscitó la reacción airada del interpelante: «¿Cómo puedes decir tú que eres carlista?». A lo que Lequerica precisó: «¿Quién ha dicho carlista? Yo soy "carguista", de cargo». Y desde luego cumplió su ambición, porque ciertamente tuvo múltiples e importantes cargos con otro cínico, como fue el dictador Franco.
Alcibíades no era un mero carguista, sino un gran ambicioso que tenía todo lo que el mundo podía dar a un joven de alcurnia en aquella espléndida sociedad ateniense. Pero ambicionaba «todo el poder de la polis», sin que nadie se lo disputara.
Nuestros personajes, en cambio, son de «menor cuantía», pero tienen un gran interés didáctico y explicativo de una época absolutamente silenciada.
Dos diputados del PNV han hecho este trabajo. Hartos de que la historia empiece en 1975 y de su continua manipulación han decidido contar historias de estos vascos que a su vez fueron dos buenos nacionalistas españoles. Este dato en un mundo político ágrafo por naturaleza no es un hecho menor. El diputado Erkoreka no sólo indagó con profesionalidad y acierto fuentes nacionalistas cuyos trazos habían sido borrados, sino que llegó a ir a Etxalar, hablar con sus gentes y acudir al cementerio donde reposan todas las ambiciones. El viejo Aznar era un «superviviente» («El perillán» le llamó Indalecio Prieto desde su exilio) con las ideas que fuera preciso ostentar para sobrevivir. Cuando accedió al poder el Dictador, anduvo al filo de la navaja, de una navaja muy cerca de la yugular. Pero sobrevivió. Y tuvo la suerte de tropezar con un dictador nada dogmático, que temía a los consecuentes con sus principios, y gustaba de repescar gentes como Manuel Aznar, de azaroso pasado para el régimen imperante y cuyo único apoyo era el propio Franco. Como hace hoy su nieto, con los Piqué, Birulés... o la larga lista de vascos, como los ]uaristis, Azurmendis, etc., etc., o ese Mortadelo del periodismo, que tanto se acerca a él últimamente y ¡se llama Germán Yanque! En cambio Areilza era algo más. Era más parecido a Alcibíades, pero en edición de bolsillo. Cubrió todos los frentes del sistema pero tuvo la mala suerte de coincidir, en su edad de escalada, con un dictador ramplón pero tenaz y despiadado, cuya meta fue, literalmente, agarrar el poder y blindarlo, usando para ello cualquier medio, muy especialmente las bayonetas. Y al de Motrico se le fue la edad justo cuando tocaba el poder con la mano.
Por eso fue un fracasado. Porque el que apuesta todo por el poder y no lo consigue fracasa. En cambio, quien busca la justicia o la libertad y prosperidad de su pueblo, aunque no consiga su meta no fracasa, porque se ha esforzado en servir y no en servirse. El haberse empeñado siempre en un espíritu de servicio es siempre generoso y alto, y nunca un fracaso.
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No quiero pasar por alto las cosas que cuenta Anasagasti sobre mis encuentros con Areilza. No recuerdo tantos detalles como los que él trae a colación, porque no soy el único participante de aquel suceso, un tanto rocambolesco. Nada menos que una relación con ETA-m de la mano del Conde de Motrico, que decía actuar con conocimiento de Suárez y del Rey. Nunca he rehusado hablar con ETA, ni lo rehusaría ahora si fuera posible. Hoy, en criterio de La Moncloa, hablar con ETA es traición, cuando todo el mundo ha hablado con ETA, desde Suárez y Martín Villa, por intermediarios, o tal vez directamente, a Rosón con los poli-milis, hasta los socialistas en Argel y otros intentos. Y por supuesto los hombres del Sr. Aznar (sus tres mosqueteros Arriola, Zarzalejos y Fluxá, con dos de los máximos líderes de ETA en Zúrich). Pero Aznar no tuvo redaños para seguir por el camino emprendido. Alguien le disuadió y no fue, desde luego, sólo Mayor Oreja. Llegó a la persuasión de que, como decía Shlomo Ben Ami: «plantear una negociación supone división, disparidad de opiniones, enfrentamientos. En cambio la guerra une, a los de un lado y a los del otro». Por eso el problema vasco en general y ETA en particular ha favorecido y dado votos a un líder de encefalograma plano, hasta darle la mayoría en unos momentos de absoluta atonía y falta de liderato del PSOE. Cuando se planteó la entrevista con ETA y en el cruce de cartas que narra Anasagasti, aún era presidente de la Ejecutiva del PNV Juan Carlos Garaikoetxea, hombre muy cauto y hasta timorato en este tipo de lances. Calculaba más los riesgos que pudiera acarrearle una relación con ETA que los beneficios, muy importantes, que pudiera aportar el éxito de la empresa. Pero en cuanto salió de la Ejecutiva del PNV para ocupar la Presidencia del Gobierno, y ocupar yo aquélla, contesté a ETA comenzando con la trascripción completa de su propia denominación, la concreción de los puntos a tratar y remitente. Así, finalmente, tuvimos el encuentro en el bar del Golf de Biarritz. Ellos, Txomin, Antxon y Ternera, con sus pistolas y algún que otro guardián, cosa normal por otra parte. El objeto de la reunión era mi petición de que antes de responder a su exigencia de reconocimiento de la Alternativa KAS (nada menos que «reconocimiento público y consecuente»). Y, a diferencia de Garaikoetxea era un tanto lanzado y minimizaba el riesgo, sobre todo el descrédito personal que casi siempre se sigue de este tipo de iniciativas, que la posibilidad, aunque fuere mínima, de dar con algún tipo de salida a la situación de violencia. Aquello, como tantas veces, terminó en nada. A mi insistencia en saber exactamente el contenido de los puntos de la Alternativa KAS me respondió Antxon, por entonces jefe político de la organización: «El punto primero, que dice "Amnistía Total", significa estratégicamente "la liberación nacional y social de Euzkadi", y, tácticamente, la salida de todos los presos». Y le contesté: «o sea que para poder hablar de organización a organización con vosotros nos proponéis como condición mandar a casa al Lehendakari que acabamos de elegir y a todo el Parlamento Vasco y, por añadidura, denunciar el Estatuto de Gernika que acabamos de refrendar. ¿Es esto lo que nos exigís? Y me contestó Antxón: "Lo que os queremos decir es que vais por camino equivocado, y que si venís con nosotros ganamos"». Sin más terminamos la conversación y nos fuimos cada uno por su lado. No sin que Txomin, al despedirse, hiciera un aparte con mi compañero diciéndole: «Dile a ése (por mí) que no desista. Que lo que hoy no es posible lo puede ser dentro de seis meses». Ni seis meses ni seis años. Txomin murió. Se mató o le mataron. Yo lo sentí. Él quería sinceramente, creo yo, buscar una salida. No era culto, no era complicado y era entero, pero la idea de Europa le preocupaba, le impresionaba. Intuía que venía algo diferente. Los otros dos ya no son «generales». Antxon está en alguna cárcel española y Urrutikoetxea, todavía parlamentario de la Cámara de Gasteiz, se halla en paradero desconocido. En ETA se suceden nuevos generales. Y cuando se alcanza el generalato, no se está en actitud de acabar con la guerra, sino de ejercer el mando. El pasado abril estuvo Anasagasti en Chile en visita parlamentaria. Saludó a muchos viejos conocidos de nuestros tiempos democristianos. Y, cómo no, al veterano y entrañable lrureta, a quien en un país de tantos vascos, como Chile, todo el mundo le llama «el vasco lrureta», uno de los primeros espadas de la DC chilena. Una de las cosas que le dijo Irureta, con amargura, fue: «ahora ya no hay políticos vocacionales, sólo hay políticos profesionales». Es justamente como se definía a sí mismo Miquel Roca, «político profesional». No sin escándalo por nuestra parte, que nos sentíamos y éramos políticos vocacionales y sacrificados, y lo de profesional nos sonaba mal. Pienso que lo de profesional, en política, cabe aceptarlo según se entienda. Ser médico es una profesión de servicio. Pero si el cirujano busca su gran chalet, su yate o su limusina en cada vesícula que extirpa o en cada corazón que trasplanta, deja de lado lo vocacional y hasta lo profesional para convertirse en un logrero. Esto es lo que sucede en la política de modo generalizado. Está llena de «logreros» o, como decía Lequerica, de «carguistas» y entonces sí, va corrompiendo a cualquier sociedad. De ahí que este trabajo de dos diputados del PNV nos ilustran sobre una parte de nuestra historia reciente para que de verdad y con datos se conozca quiénes fueron Manuel Aznar y José María de Areilza. Ojalá a este trabajo le sucedan otros que ilustren sobre la fascinación que el pesebre madrileño ejerce en vascos que para medrar necesitan atacar a otros vascos y lograr con ello cargos, prebendas, puestos y canonjías en una Administración que necesita vascos domesticados al servicio de una «sana españolidad».
Xabier Arzalluz Antia