Cuando se dice, como se dice por ahí haciendo gala de un adanismo sublime, que todo surge ayer, hay que recordar que aquí, desde hace 111 años, los debates son siempre los mismos.
Uno de ellos es el de la soberanía popular.
En 1978 el borrador constitucional hablaba de que la soberanía reside en el pueblo español. Uno solo. Un estado unitario que contó con nuestras enmiendas a este artículo que era la madre del cordero, porque nosotros dijimos que la soberanía residía en los distintos pueblos que componen el estado siguiendo el concepto ascendente de abajo arriba. Nosotros hablamos de unión de voluntades y del concepto de solidaridad que debe presidir una relación de unos con los otros.
No lo logramos. Sólo se apuntó la patita de las nacionalidades y regiones sin decir lo que es una nacionalidad y lo que es una región. Ahora nacionalidades, y naciones lo quieren ser todas. Y, para cerrar lo de la única soberanía se puso ahí el artículo 8 de la constitución faro, guardián y sable de la defensa de esa unidad.
Lógicamente la existencia de un sentimiento nacional en Galicia, Euzkadi y Catalunya, naciones con lengua e historia propia y con el hecho diferencial de contar con partidos nacionalistas hizo que se arbitraran fórmulas para que existieran Grupos Parlamentarios jugando en el Bernabeu político de Madrid con objeto de quitarle gas a la presión periférica.
Pero ahora nos encontramos con una doble ofensiva.
Rodríguez Ibarra, Zaplana, Bono y Rajoy quieren quitarle a esos Grupos Parlamentarios la posibilidad de influir en la política del gobierno central y para ello hay que ir a un bipartidismo estatal sin pequeños partidos influyentes y en segundo lugar, y por parte del PP, se propicia una recogida de firmas en todo el estado para que el referéndum que se ha de hacer ante la aprobación del Estatut catalán no sólo se circunscriba a Catalunya sino que, como la soberanía reside en el pueblo español, se haga en todo el estado con objeto de que no prospere. Si a esto se le añade un poder judicial lleno de nacionalistas españoles que hoy promueven el juicio 18-98, mañana abortan la posibilidad de que Batasuna celebre su acto en el BEC y, otro día detienen en Madrid los papeles de Salamanca, mientras el Consejo General del Poder Judicial dictamina que el estatuto catalán es inconstitucional nos volvemos a encontrar con la España eterna, la de siempre, la que estaba ahí y que ahora, alborotada, no está por la labor de entender que hay otra manera de ordenar este enredo y que hay otras soberanías además de la única del pueblo español.
Y un apunte. Verle a María San Gil gritando como una posesa el en pleno de Azkoitia, nos ilustra de lo necesario que está el PP de hurgar, manosear, ensuciar, todo lo que tenga que ver con la violencia y el dolor de las víctimas. Sin atentados, sin asuntos conexos, en Euzkadi no tienen discurso y lo necesitan tanto que van como con la carpa de un circo donde fuera a montar el gran follón. No pueden vivir sin oponerse a algo tan lógico como, desde el respeto a las víctimas buscar la reinserción de los que han cometido un daño a otra persona.
Es la España eterna, la de Tejero, la de los reyes Católicos, la de la Inquisición y la de la Intolerancia. No hay más que ver la fotografía de María San Gil.
EL PP, UN PARTIDO METEDOR DE MIEDO Y LOS PARTIDOS DEL FUTURO
No me digan ustedes que el lunes 23 de enero, el ex ministro Ángel Acebes, desde la sede del Partido Popular no tenía la clásica pinto del chulo más chulo del barrio de Salamanca.
Valoraba despectivamente, después de la sorpresa inicial, el acuerdo que había tenido Zapatero con CiU, metiendo en el mismo saco de la anti-España a Zapatero, Otegui y Carod Rovira. Se notaba que estaba irritado y no se cortó un pelo en dejarle al dirigente catalán Josep Piqué desautorizado y a los pies de los caballos. Era la viva reencarnación de Aznar en estado puro.
El PP creyó que el frente que en enero le había abierto al PSOE con el Estatut, la OPA de Gas Natural y Salamanca le iba a salir muy mal a Zapatero y como han dicho que los dos ejes de su frontal oposición, la que mueve su electorado son los asuntos vinculados con la Nación, la única, y el Pacto Antiterrorista, pues todo este lío era bueno para su particular convento. De hecho, Zaplana, el ultra que calienta el ambiente, ya había dicho a mediados de enero que el PP aboga por una reforma electoral, en la línea de Rodríguez Ibarra, que acabe con la España provisional y por tanto con la perversión del actual sistema electoral que hace que los gobiernos centrales dependan de las minorías. No dijo eso cuando en 1996 nos necesitaron para que Aznar gobernara con CiU, CC y PNV.
El problema del PP es que si no hace tremendismo, si no dramatiza las situaciones, si no mueve el esqueleto del Cid, si no les dice a los militares que España está rompiéndose es que se queda sin discurso y con la gente en casa. Todo un cutrerío de política.
Y no debería ser así. Por eso fue grave la tibia respuesta del PP a la indisciplina militar de Mena y toda su tormenta posterior. Rajoy perdió una gran oportunidad para no aparecer como un ventajista que se aprovecha de una falta militar para sacar él rédito electoral. Como dirigente político de oposición puede criticar al PSOE y a Zapatero cuanto quiera pero ante un acto grave de desobediencia militar tenía que haber sido él el primero en recriminar la actitud de Mena y del capitán legionario y no haber hecho lo que hizo: aprovecharse del follón par hacer más antinacionalismo. Le faltaron reflejos democráticos para haber sido el más contundente en reclamar su cese, a pesar de que pueda estar de acuerdo con él en el fondo. Con ello hubiera mermado su impacto mediático y hubiera puesto firme a más de uno. No lo hizo, porque su hoja de ruta va por otros derroteros. Desde luego esta no es la democracia chilena que tiene arrestado al ex dictador Pinochet en un Santiago de Chile adornado con fotografías con Pinochet en camiseta, con sus gafas negras y con un cartel de identificación policial en el que pone “Feliz Año Nuevo”. Y lo será, porque todo el pinochetismo ha sido arrumbado, mientras aquí el franquismo goza de una estupenda salud.
Hablando en Madrid la semana pasada con una periodista a quien el virus del desasosiego le ha hecho mella me decía que “esto está peor que nunca”. Le contesté que todo lo contrario, que para mí estaba mejor que nunca. “Mira, aquí no se ha interiorizado la democracia y hay gentes que para decir que las cosas están bien hay que darles la razón en todo porque si se te ocurre reivindicar lo robado, hacer justicia con los muertos asesinados, discutir democráticamente las cosas o poner en cuestión el centralismo de Madrid es que te llaman de todo. La paz, es la paz de ellos, contada por ellos, hecho por ellos y aguantada por los demás y, eso, lógicamente es todo menos un sistema democrático”. De ahí que el PP haya puesto las bases de su Convención Nacional que se celebrará con el ecuador de la legislatura en marzo y significativamente con el décimo aniversario de la primera victoria en unas elecciones generales de Aznar basándolo todo en la “crisis nacional” que se vive y edificando su discurso de oposición en “Nación” y Pacto Antiterrorista. Magro cargamento para una sociedad viva y globalizada. Poco material político para llamar la atención de ahí que sólo echen mano de la unidad de España por un lado y de los coros y danzas de las autonomías por el otro.
Reflexionaba el ex presidente de Brasil, Fernando Henrique Cardoso sobre la crisis de los partidos diciendo cosas de interés que a todos nos tiene que mover a ponernos las pilas.
El brasileño dice que suele darse por sentado que los partidos son cruciales para la vida política moderna. Constituyen la base del sistema democrático representativo desde fines del siglo XIX. Sin embargo, sus perspectivas en las grandes democracias de hoy no parecen halagüeñas. Es más, es posible que algunas de esas poderosas máquinas políticas desaparezcan pronto.
La tierra bajo sus pies ya se está moviendo. Los partidos han fundado sus programas en divisiones ideológicas y de status que cada vez son menos importantes. Aunque la conciencia de clase sigue contando, las identidades étnicas, religiosas y sexuales tienen ya prioridad y representan afiliaciones que recorren de forma transversal los límites entre los partidos tradicionales. Las etiquetas de izquierda y derecha significan cada vez menos. Los ciudadanos tienen múltiples intereses, distintos sentimientos de pertenencia e identidades superpuestas. Algunas formaciones políticas han conseguido adaptarse.
Desplazamiento
Otros no serán tan afortunados. Existe un desplazamiento político unido a una fatiga creciente respecto de las formas tradicionales de representación. La gente ya no confía en los dirigentes políticos. Quieren más voz en los asuntos públicos y prefieren expresar sus intereses de manera directa o a través de grupos de presión, Internet y las ONG. Y, gracias a las comunicaciones modernas, los grupos cívicos pueden prescindir de los partidos para influir en la política. Estos ya no tienen el monopolio de la legitimidad. Pasó ya en la última campaña norteamericana.
Votar sigue siendo fundamental, pero para ello algunos dicen que no hacen falta estas organizaciones. Es más, cuanto más importante es el tema, más probabilidades hay de que gobiernos de lugares tan distintos como Suiza, Bolivia y California busquen la legitimidad a través de referendos. El rechazo a la Constitución Europea en Francia y los Países Bajos demuestra que los grandes partidos, muchas veces, tienen escasa capacidad de maniobra cuando se plantea un asunto directamente a la gente y ésta quiere castigar a su gobierno. Se encuentran en una coyuntura crítica: tienen que transformarse o se volverán irrelevantes. Para sobrevivir, deben elaborar agendas flexibles que no dependan de las tradicionales divisiones ideológicas y de clase. Necesitarán volver a capturar la imaginación del público. Y tendrán que aceptar que otros también merecen un sitio en la mesa política. Nadie vota por agradecimiento, sino por las ilusiones que un partido o un líder suscita en el ciudadano.
De ahí que si el PP sigue con el discurso viejo de Blas Piñar y no conecta con los deseos del ciudadano, lo va a tener cada vez peor.