El pasado lunes tres de marzo se presentó el libro Juan ajuriaguerra en el corazon, libro que compendia 76 testimonios sobre la personalidad de éste indudable referente del nacionalismo vasco cuyo treinta aniversario de su fallecimiento se conmemora el próximo mes de agosto.
Son 76 testimonios recogidos cuando falleció y enriquecidos en la actualidad. Están todos los Lehendakaris, burukides, parlamentarios, colaboradores de Ajuriaguerra y gentes que tuvieron la oportunidad de conocerle. Todo esto está enriquecido con fotografías y caricaturas inéditas.
El libro lo pueden adquirir en la librería KIRIKIÑO de Bilbao y en la sede de Sabin Etxea. Nosotros, cada día, vamos a reproducir una de las colaboraciones del libro. Esta es la número sesenta y dos: ELIAS RUIZ CEBERIO
MIS ENCUENTROS CON JUAN
Elías Ruiz Ceberio Abogado Aludiré tan sólo a dos de ellos, relacionados ambos con momentos nada ordinarios de mi existencia. El primer encuentro tuvo lugar en Fuenteovejuna; donde el Gobierno consideró oportuno enviarme a descansar en vísperas de la Nochebuena del 68. Un buen día, un día muy grato para mí, me parece que en enero del 69, apareció, Ajuriaguerra en Fuenteovejuna; para interesarse por mí, ofrecerme su ayuda y, en fin, para animarme, mostrando en todo momento, aquella represada expresividad que le caracterizaba y bajo la cual se adivinaba la lava de ternura que abrasaba sus entrañas. Ajuriaguerra había estado el día anterior, me parece, con Bandrés, en Purchena, y al despedirse de mí creo que se dirigió a Jarandilla para visitar a Castells. No habló mucho Ajuriaguerra en el encuentro al que vengo aludiendo. Lo suyo era observar, como correspondía a su condición sagacísima, y aguzar el oído, y también los ojos y, en fin captar lo que siempre queda flotando por encima o por debajo de las palabras. Lo suyo era escuchar y deslizar, de vez en cuando, algún comentario atinado. Charló, como digo, lo indispensable. Como se ha puesto de manifiesto por quienes le conocieron bien, era él un hombre de acción, un hombre que meditaba fría y, reposadamente sus determinaciones. Si había algo que no encajaba en su temperamento, amable siempre, pero donde había más de una veta coriácea, era la retórica. Esta y él eran incompatibles. Le agradecí, como no, el gesto, su gesto, el que se hubiera molestado en recorrer tantos kilómetros con la finalidad de visitarme y hacerme más soportable el exilio. Y aún más sí cabe porque el aproximarse en aquella época a un confinado no era una actividad exenta de ciertas molestias y complicaciones. No era imposible o especialmente dificultoso acceder a los lugares que como pequeños archipiélagos GULAG había elegido el Gobierno para que sirvieran de confinamiento a quienes, según su opinión, molestaban en las localidades donde tenían su residencia habitual. No cierto, pero flotaba siempre sobre los que llegaban al archipiélago, en calidad de viajeros, la sombra pesquisidora y omnisciente, o casi, de la Guardia Civil. Y es que llevaba ésta un control estricto de cuantos coches se acercaban a la ciudadela maldita, además de otros pormenores. Había que pasar, en ocasiones, como suele afirmarse, por ventanilla. Había que retratarse, y era incómodo. Y era aquel, sobre todo, un procedimiento apto para disuadir a posibles visitantes de iniciar el viaje, lo que contribuyó a que los apestados permaneciesen en una situación de relativo aislamiento. El segundo encuentro con Ajuriaguerra se produjo en Burgos, con motivo del jaleado proceso de diciembre del 70. Llegó Ajuriaguerra a la capital burgalesa con intención, lógica, de asistir al menos a alguna de las sesiones del que se preveía que iba a ser un larguísimo juicio. Y ocurría que si entrar en Fuenteovejuna, cuando tal localidad servía de cárcel abierta y urbana, era complicado, en cierto modo, penetrar la Sala del Consejo donde se desarrollaba el juicio constituía una empresa poco menos que insuperable, y es que, como ya se ha recordado, no sólo era exigua la capacidad de la sala, sino que además ocurría que una gran proporción de sus asientos eran ocupados por policías de paisano, interesados sin duda por conocer todo lo relativo al nacimiento de ETA, si bien uno de ellos, un policía menos aplicado, fue expulsado de ese recinto tan bien guardado por leer el periódico. Pues bien, una mañana, me parece, Ajuriaguerra consiguió entrar en aquella sala, poco menos que inaccesible, escoltado por Camiña y por mí, ambos revestidos de toga y tras indicarle al vigilante del portón principal que era un letrado o un pariente o no recuerdo ya qué. Eran las contradicciones típicas e increíbles de aquel régimen. El inigualable rigor confundido con la más inigualable ingenuidad. Pero continúo procurando no dejarme apresar por las divagaciones. Ajuriaguerra superados los sucesivos controles, logró un asiento entre el público y desde él siguió con la perspicacia que le era habitual cuanto ocurría en la sala aparentando sin embargo, y de una manera habitual, según revelaba su actitud, una cierta despreocupación por lo que allí acontecía. Estaba como le ocurría en ocasiones, como ausente, interiorizado, pero vigilante. Le estoy viendo aún desde mi estrado de defensor. Discreto, con las manos sosegadas, el gesto atento, las cejas, como siempre enmarañadas, empequeñeciéndole aún más, quizá, los ojos, ya pequeños de por si, vivísimos, ojos de halcón, como su perfil penetrante, ojos que él protegía, creo yo, en ocasiones con la pelambrera revuelta que les daba la sombra desde arriba para ocultar, pudorosamente acaso, ante su interlocutor la impresión que él o sus palabras le hubiesen causado. Ese conductor de hombres, ese buen conocedor de los hombres que fue Ajuriaguerra, nos ha dejado ya tras una vida llena de peripecias. Nos ha dejado él, pero nos ha dejado también el ejemplo de su carácter indomable, sutil e irreductible, su tesón, su perseverancia, su dureza en ocasiones; y sobre todo, si cabe mencionarlo por separado, su sentido del deber. He aquí la clave de ese hombre íntegro y singular que acaba de arrebatar la muerte. Como un Riviere, el conocido personaje de Saint-Exupery, si se me permite decirlo, alentaba en él, así lo creo, "el oscuro sentimiento de un deber, más grande que el de amar”, aunque Ajuriaguerra amaba, y mucho, a los que mandaba o a aquellos sobre quienes pretendía ejercer su influencia. Lo que ocurría es que no se le notaba. O se esforzaba por ocultarlo. Quizá imitaba a Riviere cuando aconsejaba a sus subordinados: “Amad a los que mandéis, pero sin decírselo”. Eso era fundamentalmente Ajuriaguerra, al menos para mí. Un carácter diamantino, un hombre honesto hasta el sacrificio, pundonoroso hasta el martirio, incapaz de desviarse un milímetro de lo que juzgaba la línea recta del cumplimiento de su deber. Un hombre, en fin, que amaba sobre todas las cosas a su tierra y a sus hombres. “Pero sin decírselo”, por lo menos demasiado.
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