Palacio del Senado, martes 15 de julio de 2.008.
Sr. Presidente, Señorías:
Estamos hoy aquí en plena canícula cumpliendo un requisito necesario que deberíamos haber realizado hace un mes. Pero el hecho de que lo hagamos ahora no hace más que demostrar una cierta galvana europea que le entró al Gobierno a diferencia del primer Tratado Constitucional donde buscó fuéramos los primeros en ratificar aquel texto. Queríamos enviar entonces una señal fuerte de europeísmo y lo hicimos y no sólo con un debate parlamentario, sino con un referendum constitucional.
Pero eran otros tiempos. Por eso hoy habilitamos el mes de julio para enviar con retraso ese mensaje que ojalá lo hubiéramos enviado hace un mes. No se hubiera modificado la postura irlandesa, pero habríamos hecho bien los deberes.
Y esto que nos ocurre a nosotros le está ocurriendo a muchos países de la Unión. Lo europeo está lejos, no es político, sino económico y comercial, y además se nos envía continuamente el mensaje de que no nos preocupemos porque nosotros en nuestras reuniones decidimos por vosotros. ¿Que Euro News era un proyecto de televisión europea? Pues nos salimos. Total para qué. No pasa nada.
Europa, hoy, ofrece una imagen contradictoria. Es una tierra de paz, democracia e imperio de la ley. Es asimismo una tierra de prosperidad; tiene una economía competitiva, una moneda fuerte, baja inflación y un nivel de vida de los más altos del mundo. Los europeos disfrutan de un grado considerable de protección social, educación barata y de gran calidad, estrictas normas ambientales e infraestructuras excelentes. Además, Europa posee una diversidad cultural incomparable y una gran belleza natural. Parece una especie de sueño utópico.
Con sus 500 millones de habitantes y el mayor mercado único del mundo, aunque no sea una verdadera unión a los ojos del mundo, es un gigante económico. Sin embargo, desde el punto de vista político, es un enano, una aceituna y no deja de encoger. Vivimos en un siglo de grandes Estados y, a medida que China, India, Estados Unidos y Japón continúen su ascenso, incluso las mayores potencias europeas pronto resultarán enclenques. Ya en la actualidad, los tres mayores miembros de la UE pueden sólo a duras penas compensar la pérdida de peso político de Europa, y mucho menos contener la marea. Sin una Unión Europea fuerte, esa tendencia no hará más que intensificarse.
El mundo fuera de Europa está cambiando a toda velocidad, y no va a esperar a unos europeos enredados en el angustioso proceso de conocerse a sí mismos. Las alternativas están claras: o mantienen el paso, o se quedarán atrás. En Estados Unidos, pese a la obsesión actual con Irak, va afianzándose una visión estratégica que define el siglo XXI, sobre todo, en función de la triada de China, India y EE.UU. El papel de Japón como aliado de los estadounidenses se da por descontado. La relación con Rusia se encuentra en algún punto entre una relación entre socios y una nueva rivalidad, pero, en cualquier caso, no se considera que Rusia constituya verdaderamente un desafío estratégico. Y desde ese punto de vista estratégico, sobre el resto –incluida Europa-, hay silencio.
Lo que más le preocupa a Estados Unidos es que, si bien Europa ya no crea problemas, su falta de unidad va a hacer que, a corto plazo, no tenga la voluntad o la capacidad de contribuir a resolver los problemas del mundo. La participación europea en los esfuerzos de la OTAN para estabilizar Afganistán ha reforzado aún más esa ambigüedad. Por un lado, el papel de Europa en Afganistán es algo que Estados Unidos valora y agradece, pero, por otro, ha dejado al descubierto la debilidad de los europeos y la limitada capacidad de la Alianza.
En definitiva, nadie pensó que Europa sería un éxito tan formidable hasta llegar a convertirse en la primera potencia económica y comercial del mundo con la característica añadida de que jamás ha habido en la sociedad humana una estructura internacional más democrática que la europea aunque el resultado obtenido en Irlanda deja a muchos perplejos porque algo se ha hecho muy mal, entre otras cosas el no prever que se puede hacer un referéndum, votar que NO y paralizar todo un proceso. Nosotros estamos seguros que si los irlandeses hubieran sabido que si prosperaba el NO y no les iba a salir gratis su voto, se hubieran preocupado, antes, de que el Tratado se hubiera negociado de otra manera y quizás sus gobernantes hubieran negociado en Lisboa de otra forma. Pero si votaban que NO, deberían haber sabido que su NO podría tener consecuencias negativas algo que hoy no tienen. Después de lo que ha supuesto la Unión Europea para Irlanda, de la noche al día, su NO les ha salido gratis, estando además seguros que muy pocos estados hubieran votado afirmativamente un tratado tan complejo si hubieran tenido la oportunidad de aprovechar el trasero de la Unión Europea para castigar a su gobierno doméstico.
Por tanto nosotros somos partidarios del Tratado de Lisboa, de más Europa y de que se hagan grandes esfuerzos para explicar las grandes decisiones y seguir el camino con Irlanda o sin ella, con Chequia o sin ella, con Polonia o sin ella, y sobre todo pidiendo una mayor pedagogía política porque el mensaje que reciben los ciudadanos europeos es tan simple como paternalista: “Confiad en nosotros. Sabemos cosas que vosotros ignoráis.”
¿Confiad en nosotros?.
¿Por qué hemos de hacerlo?.
Decía Bertolt Brech muy irónico pero con mucho sentido:
“Si los dirigentes ven claro y el pueblo se equivoca, lo que hace falta es cambiar de pueblo”.
Pero como de pueblo no podemos cambiar algo habrá que hacer para mejorar.
Lo primero a hacer es proseguir el proceso de ratificación del Tratado de Lisboa, porque todos los Estados miembros tienen el derecho y el deber de pronunciarse sobre el mismo. Una vez sepamos el número de Estados que lo suscriben, habrá que afrontar la gran decisión: El Tratado de Lisboa no entrará en vigor a 27, pero nada impide que aquellos que querían establecerlo como acuerdo vinculante lo hagan a 26, 25 o 24. ¿Qué hacer, pues, con el Tratado ahora vigente y con los países incapaces de seguir la marcha?. Dejar las normas actuales para todos, paralelamente a la aplicación de las nuevas para casi todos, u ofrecer a los rezagados la negociación de un acuerdo multilateral con los que sí han decidido seguir hacia delante. En los borradores de la Constitución Europea ya preveíamos un escenario como éste: ni jurídica ni políticamente es imposible y, racionalmente, es el más deseable.
De esta manera, no perderíamos todo lo ganado hasta la fecha tras más de cincuenta años de construcción europea, nadie quedaría aislado y, sobre todo, la Unión Europea no empezaría a oxidarse en un mundo que exige que los valores, los objetivos, los derechos, las políticas y las instituciones que contiene el Tratado de Lisboa, por herencia de la Constitución Europea, se apliquen en el día a día.
Sea como sea, el Consejo Europeo tiene que abrir el debate y los países pronunciarse con claridad. Podemos y sabemos estar juntos sin desperdiciar nada de lo conseguido. Pero no es obligatorio que todos vayamos a la misma velocidad o a igual altitud en todo momento. Por interés y por principio democrático, ¿cómo aceptar con resignación que un puñado de votos pueda parar lo que casi 500 millones de ciudadanas y ciudadanos han decidido poner en marcha?
Termino con una petición al Gobierno.
Hemos dejado pasar inadvertidamente el sesenta aniversario de la creación del Movimiento Europeo en La Haya. De aquella iniciativa, de aquella antorcha que se encendió con carbón, puesto sobre el acero, nacieron los Consejos Federales de los Estados que forma Europa.
El del Estado español se creo en 1949, el año que viene sesenta años, en la sede de la Delegación vasca de París, bajo la presidencia de D. Salvador de Madariaga.
En España, gobernaba la caverna, una dictadura férrea y antieuropea. No dejen pasar fecha tan redonda una vez más para hacer pedagogía política. Los proyectos además de números, necesitan poesía para, de vez en cuando, poder soñar con ellos, y no pase lo que ha ocurrido con Irlanda.
Muchas gracias.
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