Por : Josep María Sória
El que fue ministro de Industria de la II República y político cenetista, Joan Peiró i Belis, fue ejecutado por el ejército de Franco en Paterna el 24 de julio de 1942, tres años después de finalizada la Guerra Civil. Una condena a muerte tan irregular e injusta que motivó la protesta airada de personajes del llamado Glorioso Movimiento Nacional, como el ministro de Exteriores, Ramón Serrano Súñer, cuñado de Franco, o el intelectual falangista Luys Santamarina.
Una condena a muerte y ejecución que el historiador, abogado y político Josep Benet, desaparecido el pasado 24 de marzo, recuperó para realizar la monografía “Joan Peiró, afusellat”, un libro que, editado por Edicions 62, llega esta semana a las librerías. La obra póstuma de Benet, al que la muerte sorprendió cuando procedía a una última y escrupulosa revisión -como era su costumbre-, ha sido concluida por su colaborador Josep Poca Gaya, y es un recorrido por el último tramo de la vida de Joan Peiró (Barcelona 1887-Paterna 1942). Desde que salió con su familia de Mataró, en 1939, camino del exilio, hasta el día de su ejecución, después de ser detenido en Francia por el ejército nazi.
De nada le valió ante el tribunal militar a Joan Peiró ni su conocida moderación -fundó junto con Ángel Pestaña el grupo de los Trentistas, que se enfrentaron duramente al radicalismo de la Fai- ni el hecho de que durante la Guerra Civil salvara la vida de muchas personas perseguidas por las patrullas, entre los que se encontraban militares alzados contra la República, jueces, sacerdotes, falangistas, monárquicos, empresarios o gente simplemente de derechas. Personas que, en algunos casos, hicieron llegar el testimonio, personal o por escrito, ante el tribunal que lo condenó a muerte.
Destaca, por ejemplo, el del citado Luys Santamarina, que, vestido con la camisa vieja y el pecho cargado de condecoraciones, puso tanto énfasis en la defensa de Peiró desde su condición de falangista que, cuenta Benet, fue interrumpido por el presidente para recordarle al testigo que "el Movimiento y la guerra no las hizo Falange, sino el ejército".
De nada le valió tampoco a Peiró la defensa del alférez Luis Serrano Díaz que, en una actuación que Benet ensalza por su brillantez y decisión, mantuvo con el presidente del tribunal, el coronel Federico Loygorri, un durísimo enfrentamiento dialéctico exigiendo los derechos del acusado. Tan apasionado que hizo exclamar a Loygorri: "¡Tiene usted razón, Serrano! Yo levanto primero una estatua a este hombre en la plaza del Caudillo por todo el bien que ha hecho a mucha gente, y luego le fusilo por haber sido ministro de la República...". Un enfrentamiento que le llevaría a abandonar el ejército y a irse a vivir a Venezuela, igual que sintomáticamente hizo el capitán Ramón Colubí, el militar defensor del presidente Lluís Companys en 1940. Serrano dejó escrito, después, que "sólo una fuerza poderosa y oculta quería el sacrificio" de Peiró, en clara referencia al general Franco, al que el autor califica de criminal de guerra
Josep Benet documenta también que Joan Peiró hubiese podido salvarse del pelotón de ejecución si hubiese accedido a colaborar en la construcción de los sindicatos del régimen, tal como hicieron otros cenetistas. En una carta que uno de estos colaboracionistas escribió a la esposa y a las hijas de Peiró en el exilio, se decía que “Juan está en la cárcel porque quiere; si no fuera tan tozudo estaría en libertad, en vuestra compañía, y ocupando una buena posición". Eso es precisamente lo que le pidió el franquismo a Peiró para salvar su vida: que renegara de su pasado. No lo hizo y murió ante el pelotón de ejecución gritando, con voz poderosa: "¡Soldados! ¡Esta es la justicia de Franco!". Para que quedara constancia.
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