En todos los países hay notables diferencias en el carácter y, en general, en su actitud frente a la vida, entre los habitantes de una u otra comarca. Entre los vascos, la diferencia que más se aprecia es la que existe entre los hombres que viven de la tierra y los que viven del mar; entre labradores y pescadores.
El labrador es silencioso, y el pescador, gritón; el labrador es muy cauto en el decir, rumia mucho sus pensamientos antes de condensarlos en palabras, y casi siempre es certero en sus juicios; el pescador habla con más ligereza y ofrece la simpatía de no conceder demasiada importancia a lo que dice, un poco por hablar, sin ningún ánimo de fijar sentencias. Aquél, que vive de la tierra, sabe que todo deja huella; éste, por vivir siempre en el mar, sabe que hasta la estela que van dejando las lanchas y los vaporcitos acaba por borrarse; el labrador debe de tener la idea de que sus palabras quedan escritas, en tanto que el pescador debe de pensar que, en el agua, lo mismo da hacer cruces que circunferencias, puesto que nada subsistirá.
El labrador, solamente va a la taberna los domingos, más que a beber, a reunirse con los labradores de las cercanías para hablar de cosechas, de abonos y de ganados. El pescador cuando no está en la mar, está o tomando el sol en el puerto, si no tiene dinero, o en la taberna, discutiendo a gritos, en un ambiente de humo barato, asuntos de los que no entiende nada y que nada le importan, aunque por los tonos de las voces y por los puñetazos en las mesas parezca que están resolviendo su porvenir.
El labrador es previsor, ahorrador, cauto; el pescador es de mano horadada y no siente preocupación alguna por los días que van a venir. Es muy raro un labrador en dificultades de economía doméstica, y bastante corriente el pescador que tiene que vivir de fiado. Ello se debe, seguramente, a los diferentes modos de ganarse la vida. La de aquél, con esto también a las resultas de sequías, lluvias excesivas, heladas o granizo, tiene cauces más seguros. La del pescador es mucho más azarosa, y mucho más irregulares los beneficios de sus trabajos. Por eso, aburridos de que de nada sirven las previsiones cuando la mar se empeña en estar enfurecida durante días o semanas, o cuando la pesca se aleja a parajes extraños, los pescadores han abandonado la preocupación del mañana, y viven un poco a lo que cada día les depare.
En el caserío, el jefe de la familia, el que dice siempre la última palabra, es el marido; en el caserío se vive en régimen monárquico. En los puertos pesqueros, la que gobierna la casa, resuelve los problemas domésticos y procura la educación de los hijos, es la mujer; y cuando el marido está en casa, aquello es un poco de república democrática, en que todos opinan.
Como hombres de trabajo, tan duros y afanosos, son unos como otros. La tierra del país vasco, rugosa, accidentada, agria, es ingrata, en general para, quienes viven de ella; se requiere un trabajo abrumador constante, sin cejar jamás, para vivir con alguna holgura en los caseríos. Y el mar de los vascos es duro, violento, y a menudo se enfurece y se traga muchas vidas. Sin embargo, ni el labrador se acobarda ante la ingratitud del suelo, sino que se enardece y trabaja con más ahínco, ni el pescador tiene miedo a la mar. En eso, en su callada valentía de todos los días -las demás valentías no valen nada-, y en su ánimo para el trabajo, son iguales los hombres que viven de la tierra y los que viven del mar.
Sin embargo, también aquí, en el trabajo, hay una diferencia: en tanto que el pescador, no sabe más que su oficio, el labrador sabe de todo un poco: es, además de labrador, algo carpintero, algo albañil, algo herrero; sabe hacer una escalera, una mesa, una chimenea, un tabique y hasta un crío, si no es muy grande. El pescador sabe todo su oficio, desde empatar pitas hasta conocer dónde puede hallarse la pesca; pero nada más.
Otra diferencia aún: en los caseríos, a cada cual se le conoce por su nombre; en los puertos de pescadores, a nadie se le conoce por el suyo, sino por algún apodo que, generalmente, pasa de padres a hijos. ¡Y qué apodos, algunos!. Al oído les diría a ustedes pero aquí, no me atrevo…
Pero, dejando de lado consideraciones de alguna consistencia y meditación, no hay sino ver jugar al mus a unos y a otros para apreciar inmediatamente la gran diferencia que los separa: el labrador se conforma con unos naipes nada más que regulares para comenzar el juego; generalmente no envida, y se conforma con levantar al final de la jugada tres o cuatro alubias; pero si envida, arriesga dos o tres tantos, medita mucho antes de aceptar el envite del contrario, y casi nunca se juega todo a una carta. Al pescador le gusta tener cuatro reyes, o duplos buenos, o treinta y una de mano; envida los tantos por docenas, acepta los envites rápidamente y con energía, y los órdagos con miradas desafiantes son corrientes en una partida de mus entre pescadores.
Lo que dice Olivares 'Tellagorri', es cierto, aunque también él tenga apodo.
En el jeltzale Erkoreka se puede ver la conducta psicosocial del pescador, por eso puede traernos amenas sorpresas.
Es mejor que no haya sido de Arratia. No habría nada que hacer.
Donatien
Publicado por: Donatien Martinez-Labegerie | 12/08/2009 en 08:19 a.m.
Perfecto, ya sabemos algo mas !
Publicado por: Pesca Con Mosca | 02/20/2013 en 03:11 a.m.