Todos los ricos suelen tener las mismas cosas, con el fin de procurarse la felicidad; un palacio con mucha servidumbre, un yate con marineros, dos o tres automóviles con sus chóferes, una amiguita con su pisito, etc., etc. Todos lo mismo. Y cuando los pobres sueñan en ser ricos, sueñan en las mismas cosas: el palacio, el yate, los automóviles, etc., etc. Ninguno, ni los ricos, ni los pobres que sueñan con serlo, han caído en la cuenta de que no es posible vivir bien teniendo esas cosas.
Juan Bautista Gandiaga tiene mucho menos, y vive feliz.
Juan Bachi, mi buen amigo -si me permite que le llame así- aparte sus sesenta años, su estatura nada más que mediante, su cuerpo bastante seco, su cara afilada de color entre rojo y moreno, cruzada de hondas arrugas, su nariz prominente, sus ojillos vivos, su pelo cano y su barbita en punta, que se recorta de tarde en tarde a punta de tijera, tiene en su pueblo de la tierra vasca, no lejos del mar, una casa muy modesta, pequeña, vieja, de una sola planta, agachada, pegada al suelo, con un patio de losas desiguales y una parra que tiene los mismos años que la casa y muchos más que Juan Bachi: con una huerta en la que, además de unos cuantos perales, hay una higuera que da fresca sombra en el verano, y en su rincón un laurel, al que los atardeceres lluviosos suele ir un chindor que canta muy dulcemente, aunque con alguna tristeza. Junto a la puerta de entrada a la casa, colgando de un clavo sujeto en la pared, suele verse cuando no hace mal tiempo una pequeña jaula en la que vive, libre y feliz, como Juan Bachi en la suya, un jilguero bonito que de cuando en cuando obsequia a su dueño con unos arpegios, redobles y firulíes que son una verdadera filigrana.
Tiene una mujer que se preocupa de hacerle la vida casera un poco agradable, aunque es, quizá, algo habladora, cosa que carece, en absoluto, de importancia.
Tiene tres o cuatro amigos viejos, inteligentes, buenos, vagos como él, desinteresados, muy escépticos, algo cínicos, que nada hablan en serio y mucho menos con énfasis.
Tiene un hermoso acordeón, y aunque sería exagerado decir que es un virtuoso tampoco puede asegurarse que lo hace mal. Por lo demás no lo toca sino para acompañarse en su canto. No es un concertista.
Tiene un traje muy deteriorado, que lo usa para estar en casa; otro, un poco más pasable, aunque también muy traído y llevado, con el que va a la taberna o a pasear; y otro negro, en mejor uso, que se lo pone para ir a misa mayor los domingos, a comulgar el día Jueves Santo y a los entierros de los vecinos.
Tiene, no lejos de casa -más cerca de lo que su mujer quisiera- una taberna a la que va por las mañanas a beberse un vaso de vino blanco, y por las tardes dos vasos de vino tinto, y a veces a comerse una buena cazuela tabernaria y a charlar con sus amigos, en sobremesas interminables y felices, de cosas bastante intrascendentes.
Y, en fin, tiene un carácter bondadoso, jovial y optimista, pero al que no le falta cierta energía, como demostró cuando se negó a que en su casa instalasen teléfono, cuando echó de la puerta con cajas destempladas a un viajante muy acicalado y bastante tontuelo que quería venderle un aparato de radio, y cuando rechazó resueltamente la idea de su mujer, que quería traer a casa alumbrado eléctrico, con todo el lío de cordones, bombillas, pantallas, contadores, plomos y empleados de la compañía de electricidad, tan groseros y tan sucios. Juan Bachi sigue fiel a la vela, hincada en su reluciente candelero de bronce.
Y con eso, con su casa modesta en lugar del palacio, con sus dos piernas que no le flaquean en lugar del automóvil, con su bote jibionero en vez del yate, y con su mujer un poco habladora, eso sí, en lugar de la amiguita. Juan Bachi vive feliz.
¿Y cómo vive?. Juan Bachi hace muchas cosas, a ninguna de las cuales puede llamarse trabajo. Limpia la jaula del jilguero y le pone el alpiste y el agua, poda los perales, arranca algunos puerros, pinta una contraventana, escribe una larga y graciosa carta a alguno de sus amigos al que vive en Bermeo, o al de Portugalete, o al de Plencia; va a la taberna, pesca por los alrededores del pueblo, baja a la ribera a pescar, toca el acordeón, murmura levemente de los vecinos, en cuyo entretenimiento, tan honesto como saludable, suele acompañarle muy a gusto su mujer... En fin, todas esas pequeñas cosas.
Para los que sueñan con grandezas, ya sé que todo eso no es nada. Por ejemplo, hay gentes que quisieran ir en el exprés azul a Milán, a oír en la Scala al tenor de moda, o en un lujoso trasatlántico a Nueva York, para escuchar a la Orquesta Sinfónica de Filadelfia. ¡Bah, bah, bah! Juan Bachi, que también es aficionado a la música, tiene a este respecto, entretenimientos mucho más sencillos y mucho más deleitosos. Así, las tardes de invierno, después de dormir la siesta, coge su acordeón, se sienta al lado del fuego y comienza a cantar, sin pretensiones, a media voz, unas canciones de su tierra, que unas veces son sentimentales y otras algo pícaras, que de todo tiene que haber en la viña del Señor. Cuando está de buen humor, su mujer, que de chica cantaba bastante mal como tiple en el coro de la iglesia, suele sentarse en una sillita baja al lado de Juan Bachi, y le acompaña llevando la voz aguda. Al cabo de haber cantado seis u ocho canciones, la mujer, después de decir sonriendo: "¡Ay ene, qué mundo éste!", se vuelve a sus trajines, y Juan Bachi deja el acordeón en su sitio, abre los cajones de una cómoda donde guarda esos cuarenta o cincuenta libros que hay que tener, de Dickens, de Baroja, de Lin Yutang, de Shelley, de Chesterton, saca uno cualquiera, “La tienda de antigüedades”, “La importancia de vivir”, “La leyenda de Juan de Alzate”, “Los candores del Padre Broyn”, cualquiera, vuelve al lado del fuego y se pone a leer, arrellanando en su viejo butacón.
Cuando Juan Bachi quiere cambiar de aires, suele escribir una carta, y pocos días después se va del pueblo, a pasar una semana con su amigo de Bermeo, o con el de Plencia, o con el de Marquina. Unos meses después, él les trae a su casa, y pasea con ellos por el campo, y les lleva a la taberna, donde los presenta a los tres o cuatro amigos que tiene en el pueblo, y se comunican unos a otros noticias del país, cosas, sucesos; pero, ya digo, sin conceder a nada demasiada importancia.
Ya ven ustedes cómo, con qué poco, se puede vivir feliz. No teniendo nada, la vida es triste; pero teniendo mucho, también, a menos que uno sea un poco tonto.
EUZKO DEYA DE MÉXICO
1 de Junio de 1944
Juan Batxi sí que sabía. Ya lo escribió Seneca también.
Pero se puede vivir también simultaneamente ese otro tipo de cosas. Uno puede vivir junto a la chimenea de falso fuego eléctrico contemplando las placas de hielo nevadas descender por el Danubio tras los viejos árboles desohajados distinguibles entre la cerrada nevada de grandes copos por la manana sabiendo que determinadas horas después se hallará en tuxido en un concierto de salón de gala mundano e internacional con varias potenciales amiguitas.
Juan Batxi sabía más que Seneca porque tenía libros que no habían sido escritos en la época de Cristo, y quienes vivimos en la era del reactor e internet aún más que él.
D
Publicado por: Donatien Martinez-Labegerie | 01/30/2010 en 10:13 a.m.
los americanos lo llaman "Downshifting"
Publicado por: Asier | 01/30/2010 en 10:07 p.m.
que? como?!!! Vivir como Juan Bachi? tan aburrido? bueno para mi supongo, hay gente tan CAMPECHANA pero tan CAMPECHANA (Lastima que no pueda agrandar las mayúsculas un poco mas) que se conforma con eso JUAN BACHI DEBIO HABER SIDO UN PUTON CONFORMISTA,- es cierto hay pobres lavanderas tortilleras con un salario minimo y viven felices y otros empresarios multimillonarios con mansiones que viven un infierno...Yo prefiero equilibrar las dos cosas la felicidad de la tortillera con la vida del empresario es fff FORMIDABLE."
Publicado por: NAQUEVER | 05/30/2011 en 03:38 a.m.
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Publicado por: concejal tierra del fuego | 07/26/2012 en 10:25 a.m.