(Revisando unos viejos papeles me he encontrado con estas cuartillas escritas en Bilbao en otoño de 1936. ¡Qué viejas se han hecho en ocho años!. Las titulé entonces “Lo que destrozan las sirenas”, y las mando hoy a la imprenta sin variar punto ni coma, para no quitar nada de la primera impresión a esta "estampa" de aquel Bilbao de entonces, que vivía bajo el silbar de las sirenas, y por cuyos tejados, calles y plazas pasaban con demasiada frecuencia las sombras de los aviones enemigos).
Es un placer pasear por las calles de Bilbao, en las primeras horas del día, cuando este viejo sol de otoño está aún tan bajo que apenas dora los tejados y las copas de los árboles.
En una calle veo larga cola de gentes que esperan, quizá desde hace varias horas, la apertura de una tienda de ultramarinos, en la que se da, en cantidades racionadas, algunos alimentos.
Hay en la cola mujeres con capazos, chicas jóvenes, niños, hombres que matan el tiempo leyendo un periódico de la víspera. ... La cola es un barullo de conversaciones a gritos y de discusiones sobre el puesto que cada cual debe ocupar. Un guardia de orden público interviene de cuando en cuando para arreglar cuestiones; y si en alguna ocasión se pone serio, las mujeres le alegran la cara con unas cuantas bromas. Se ríen todos, se retira el guardia y vuelven las discusiones y las chanzas. Bilbao acepta las molestias y los peligros de la guerra sin enfadarse demasiado.
Un anciano que está en la cola le dice a una muchacha que tiene delante
-Cuando la carlistada comíamos ratas y nunca tuvimos mal humor.
-¿Ratas?. ¡Puf, qué asco!. Cállese, cállese.
-No haga usted demasiados ascos. iQuién sabe si tendrá usted que salir alguna noche, con el gato en los brazos a cazar ratas por las alcantarillas.
-Antes me muero de hambre.
Se alzó la persiana metálica de la tienda de ultramarinos, y en la puerta apareció un dependiente, recién peinado, con su raya impecable, frotándose las manos.
-¡Vamos, dormilón! -le gritan las primeras mujeres de la cola-. Así ya te conservarás tan guapo.
En este momento comienza a oírse un ruido incierto, como de motor de automóvil.
-¿Eh? -se preguntan las gentes de la cola, mirando al cielo.
-¡Fueeeeiiii...!
-¡La sirena, la sirena!. Ya no hay duda. Todas las sirenas de la ciudad silban con toda su fuerza.
-Esperen, esperen un poco -dice el dependiente, que ha perdido un poco el color-. Por ahora no es más que "alarma”.
El sonido, después de haberse sostenido un rato en toda su intensidad, empieza a descender y va apagándose poco a poco.
-A ver, a ver ahora. Callarse.
Sonó otra vez la sirena. Ello significaba "peligro". Los aviones enemigos debían estar muy cerca.
La cola, que se había formado en varias horas, se deshace en un momento. Corren a todos a los refugios; las mujeres llaman a los niños a gritos; las viejas arrastran los pies musitando rezos, la muchacha que no quería comer ratas corre ágilmente, sin miedo a que se le vean sus bien torneadas pantorrillas; el anciano que había recordado la última guerra carlista se quita las gafas, dobla el periódico que estaba leyendo y lo guarda calmosamente en el bolsillo; se oye por el cielo el ruido que hacen los motores de los aviones; el dependiente mira hacia arriba y comenta:
-No se les ve todavía. No apurase, no apurarse.
Y se mete enseguida en la tienda, bajando la persiana y desapareciendo.
El viejo de las ratas entra en el primer portal que encuentra, un portal de lujo, con mármoles, maceteros y ascensor. El portero, con su librea verde botella y sus galones dorados, le recibe con mala cara:
-Poca gente cabe aquí, ¿eh? –le dice.
Seguramente, era partidario de Franco y de los señores; y aquella mal vestida, como el viejo de las ratas, le causa cierta repugnancia.
Empiezan a bajar también los vecinos de los pisos, apresuradamente, con caras de miedo, escaleras abajo, camino del sótano.
-¡Ay Dios mío!- gime una señora, que llega muy sofocada-. Están ahí, ahí mismo. Los he visto desde la ventana. ¡Por Dios que va a ser esto!. ¿Será como la vez anterior?.
-No se apure, doña María, no se apure. Todavía vendrán días peores. Somos tercos y… - la anima el portero.
A un niño enfermo lo trae su padre envuelto en una manta, y una anciana baja las escaleras apoyada en los brazos de dos criadas.
En el sótano no hay más luz que la de una débil bombilla que cuelga del techo. Huele a humedad.
-Pero esto ¿ya es seguro?.
-Sí –dice un chico-. Esta casa es de cemento. Únicamente, si se mete una bomba por el patio, volamos todos.
-¡Por Dios, no digas eso!. –le corta doña María.
Entra entonces un señor muy peripuesto. La mayoría de las personas que han bajado de los pisos no ha tenido tiempo más que para echarse de la cama y cubrirse con alguna bata o abrigo. Pero don Lucas viene impecable, completamente vestido, con abrigo y bastón, calado el sombrero, bien afeitado, el alfiler en la corbata.
-Buenos días a todos -dice al entrar-. Hoy empieza pronto el movimiento, ¿eh?. ¡Caramba!, ¡Caramba!.
Enciende un cigarrillo, que cala en su boquilla de ámbar, y se fija más detenidamente en los que están allí, particularmente en las señoras. Ahora se descubre y se dirige a una mujer que está a poca distancia de él.
-Hola, Luisita. Perdóneme. No la había reconocido. ¿Qué tal?. ¿Ha estado usted mala?.
-¡Oh, no! -contesta Luisita-. Quizá por el susto tengo mala cara. ¡Qué sobresaltos!.
-¡Pobre Luisita!. Don Lucas la conocía preparada, espléndida, arrogante como una fragata, fresca y lozana. Y ahora…
Luisita agradece en aquel momento a la bombilla que cuelga del techo, su luz débil. Pero ni esa media luz la salva del desastre. Metidos los pies en unas babuchas sin tacón; las piernas, sin medias; el cuerpo cubierto con una bata; sin arreglarse el pelo; sin retocarse ni pintarse la cara, Luisita, con su treintena es un desastre.
Aquellos pies que don Lucas había visto en la calle, metidos en unos zapatitos de charol, más pequeños que los mismos pies, y con su tacón alto, le parecían ahora planos, grandes, aplastados, sin ninguna gracia; aquella línea correcta de la pantorrilla, bajo la tersa media de seda, había desaparecido: aquella arrogante avanzada que recogía en la calle las miradas de todos los milicianos, es una total decadencia; aquella cara, con rosas en las mejillas, sombras en las ojeras, negro en los ojos, una desolación; y aquella sabia y graciosa ordenación de los cabellos, aquellos caracoles rubios de pelo, que parecía le subían por la nuca, son ahora una maraña que ella procura inútilmente arreglar con las puntas de los dedos. Pero lo que más desilusiona a don Lucas es la boca. Aquellos carnosos labios rojos, estallantes de sangre, estaban ahora descoloridos, agrietados, secos…
Asoma el portero por la puerta del sótano su cabeza llena de galones.
-Pueden ustedes salir. Están tocando "vuelta a la normalidad".
-Adiós, don Lucas; voy de prisa; tengo frío; buenos días señores -dice Luisita, y arrebujada en su bata de flores, arrastrando las babuchas, sale del sótano, sube al portal y desaparece escaleras arriba, sin esperar al ascensor.
-¿Han tirado alguna bomba?- pregunta don Lucas al portero.
-No, no. Han pasado de largo. Esta vez no ha habido víctimas.
Pero don Lucas no piensa así.
-¡Pobre Luisita!. La aviación -va diciéndose, mientras enciende otro cigarrillo- reduce a escombros muchas cosas, aunque no tire bombas.
EUZKO DEYA DE MÉXICO
15 de octubre de 1944
Comentarios