Por Pablo de Iboa
De las muchas cosas interesantes que se dijeron de Larrañaga, el sacerdote, destacaremos en estas breves líneas su definición de "hombre de letras". Tantas y tan bellas se han dado que parecía difícil añadir nada nuevo. Y, sin embargo, Larrañaga supo hacerlo con fortuna con sólo proyectar luz sobre una faceta que rara vez hemos visto considerada en estos casos: la de la generosidad. No basta el ingenio, no es suficiente la erudición. El docto, el humanista encerrado en su torre de marfil, agudamente aquejado de narcisismo intelectual; el avaro de sus conocimientos, el que los crea o atesora para sí solo, para su particular deleite nunca será, pese a la riqueza de ellos, un cabal hombre de letras. Tan cierto es que no hay bien perfecto si no lo comunicamos.
Esto lo sintió y practicó bien Larrañaga y de ahí su grandeza. No fue el suyo, por cierto, un espíritu mezquino de sus dones, avaro de sus tesoros, replegado en el goce de sus conocimientos. Por naturaleza e instinto, fue generoso, lo fue también por su profesión, obediente al precepto paulino: "Quien tiene ciencia, dé ciencia..." Estudió a las estrellas y al sapo, a la rosa y al gusano, al hombre y a la sociedad: los temas más diversos fueron cebo para su insaciable curiosidad científica y este estudio prendió en su espíritu una luz que ya no había de apagarse más. Vivió Larrañaga en una sociedad pobre aún en conocimientos, en el seno de una patria naciente, Uruguay, en la que todo o casi todo estaba por hacer: Universidad, escuelas especiales, bibliotecas... De todo ésto carecía el país y a remediar tanta orfandad había de acudir Larrañaga con su vasta ciencia y su celo infatigable. El que fue en su época el hombre más sabio del Río de la Plata, pudo por esto mismo y por su patriotismo acendrado ser el más eficaz colaborador del prócer Artigas. Bien lo comprendió éste, a la vista de los esfuerzos de Larrañaga, al dar su célebre consigna: "Sean los orientales tan ilustrados como valientes". Sentía bien el Precursor el valor del mito de Minerva naciendo de la cabeza de Júpiter, armada de todas armas.
En una conferencia escuchamos a quien le estudiaba y veía en Larrañaga, fundador de la cultura uruguaya, al patriota y al demócrata. Todas estas facetas de su espíritu tienen seguramente la misma raíz. Había en Larrañaga una mente lúcida, pero había mucho más: esa luz se había hecho calor y ese calor energía en un proceso generativo de belleza, verdad y bien y ello le llevaba volcarse, en una total entrega, al progreso y bienestar de sus conciudadanos de su dignificación y elevación: ello condujo a este ejemplar sacerdote a ser el ardoroso demócrata que en él admiramos.
Pero cuando llegamos a esta consideración, un afluente de emociones nos sacude ya que en este aspecto de Larrañaga el que, tal vez, más reciamente acusa su filiación vasca. Aquí vemos a plena luz al vástago del pequeño pueblo vasco, que resolvió, sin duda mejor que otro alguno, el difícil problema de dar a Dios y al César su justo tributo, en una armonía de libertad. Es el pueblo del que, fruto auténtico, genuino e inconfundible, nació aquel Padre Vitoria que supo enfrentarse a Emperador y Papa en defensa de los derechos de la gente americana. Pero no sucumbamos a la tentación de fáciles citas. Huelga hacerlas a la vista de aquel clero vasco sensible y humanista que es nuestro orgullo porque él se ganó el respeto y simpatía de todos los hombres dignos, creyentes o incrédulos, con su adhesión heroica a la causa del pueblo y su cruenta inmolación en los altares de la libertad cuando aquellos territorios trabajaron por la independencia de España. En todo acto de independencia americana había siempre un vasco. Como Larrañaga.
Eso es verdad, también Simón Bolívar era Vasco, pese a quién le pese. Al Gorila Chávez le pesa mucho. Le pesa todo lo que venga del Homo Sapiens. Él se quedó en el Homo Comunistis.
Christian Jota.
Publicado por: Christian Johansen | 07/29/2010 en 10:45 a.m.