POR: Mitxel Unzueta (*)
En estas últimas fechas, Cataluña ha venido ocupando páginas centrales de la política. El pasado 26 de noviembre, doce periódicos de Cataluña publicaron una editorial conjunta, expresando su preocupación por el hecho de que, desde hace ya tres años, el Estatut de Autonomía aprobado por el Parlamento Catalán y ratificado en referéndum por los catalanes, sigue sobre la mesa del Tribunal Constitucional, bloqueado e incapaz de adoptar una decisión apoyada en una mayoría convincente de éste.
Más recientemente, un significativo número de ayuntamientos catalanes, ha celebrado consultas democráticas acerca de una posible declaración de independencia.
Con ser importantes ambas cuestiones, me refiero ahora a la problemática constitucional que subyace en torno a la situación del Estatuto de Cataluña, en el Tribunal Constitucional, cuyas consecuencias, a corto plazo, son más graves.
El editorial, comedido en sus expresiones, pone de relieve la "preocupación", "un creciente hartazgo de tener que soportar la mirada airada de quienes siguen percibiendo la identidad catalana (instituciones, estructura económica, idioma y tradición cultural) como el defecto de fabricación que impide a España alcanzar una soñada e imposible uniformidad".
Con un sentido de responsabilidad que trasciende del ámbito estrictamente catalán, advierte: "No nos confundamos, el dilema real es avance o retroceso; aceptación de la madurez democrática de una España plural, o el bloqueo de ésta. No están en juego este o aquel artículo, está en juego la propia dinámica constitucional".
Las respuestas desde los ámbitos llamados nacionales no han pasado desapercibidas. Salvo alguna excepción, han sido duras y llenas de descalificaciones hacia lo catalán.
Pero no es a esto a lo que me quiero referir.
Cualquiera que sea la forma en que termine el problema del Estatut, hay que empezar por asumir que con el desmoronamiento del prestigio del Tribunal Constitucional, se ha generado una crisis de legitimidades por el anómalo tratamiento de la cuestión que, de hecho, supone la afloración de una crisis constitucional hasta hoy más o menos latente.
El Estatuto de Cataluña, al igual que el vasco y a diferencia de otros Estatutos, es una de las piezas verdaderamente clave de la estructura del Estado y, por supuesto, de la propia Cataluña. Por esa dimensión, como advierte el editorial, ya no hay duda de que lo que está en juego es saber si es o no verdad que una España plural puede o no convivir en una democracia efectiva o; si por el contrario, los problemas de la plurinacionalidad sólo se pueden resolver convirtiendo la Constitución en una jaula.
No se puede pasarse por alto el hecho de que el actual Estatuto de Cataluña, a diferencia del precedente, representa la voluntad de Cataluña, emanada de su Parlamento, expresión legítima del cuerpo político de Cataluña. No puede olvidarse que, además de haber sido refrendado por el pueblo catalán, ha soportado una serie de mutilaciones ("cepillado", en expresión cruel y sarcástica de Alfonso Guerra al que, sin embargo, debemos agradecérsela, porque representa, en lenguaje llano, el talante que emana del nacionalismo español), a través del debate en el Congreso y el Senado, alcanzando así la condición de un pacto político constitutivo del Estado. Pacto que, por referirse a la plenitud de una Nación, integrada en el Estado, trasciende de la letra de la Constitución para situarse en un plano diferente, que debe ser acogido por aquélla si realmente quiere ser algo vivo.
Ante la circunstancia surgida por la situación del Tribunal Constitucional, dada su gravedad, Cataluña tiene derecho a rechazar el reproche que se le ha hecho de no respetar las reglas del juego del Estado de derecho por expresar sus preocupaciones, mediante los editoriales comentados, reproche que resulta un sarcasmo cuando, como es el caso, procede precisamente de quienes llevan años incumpliendo la obligación legal de renovar los miembros del Tribunal Constitucional, una vez vencidos los plazos para los que fueron designados aquellos.
Cataluña tiene derecho a censurar duramente las maniobras de los partidos políticos nacionales que, mediante un increíble juego de recusaciones, tratan de privar de voto a los miembros del Tribunal Constitucional, cuyas opiniones sospechan pueden ser contrarias a sus intereses. ¿Puede llamarse a esto, "Estado de derecho"?.
Cataluña tiene derecho a decir ¡basta! y rechazar que sus derechos sean definidos por un Tribunal, resquebrajado por las peleas políticas de los partidos nacionales, convertido en una instancia política y en el que, sobre doce componentes, solo unos pocos ocupan su asiento teniendo vigentes sus respectivos mandatos. Causa asombro que haya quienes puedan afirmar que una situación así representa el Estado de Derecho, que debe ser respetado.
Cualquiera que sea el final de este episodio será malo, porque la crisis constitucional estará servida y Cataluña, agraviada en su dignidad. Ocurrirá así, aunque la sentencia que se pronuncie sea del agrado de Cataluña. No sólo es el fondo, sino también la forma, lo que provoca la gravedad del caso.
Que se haya llegado a una situación así, solo es explicable si se tiene en cuenta cuáles han sido, históricamente, los comportamientos de los poderes del Estado hacia los catalanes. Sus demandas de respeto a la catalanidad, han venido recibiendo, generalmente, las respuestas autoritarias que todos conocemos. La sagrada violencia de Estado se ha aplicado con generosidad.
La historia nos enseña que el problema no radica en los catalanes, aunque hayan reclamado, durante siglos, que se respete su identidad diferenciada. El problema radica -no nos engañemos- en el nacionalismo español, cuya forma de entender la unidad nacional, exige e impone, de una u otra forma, la difuminación de la catalanidad diferenciada. Estamos, al igual que en el caso vasco, ante una colisión de proyectos y sentimientos de identidad nacional, en la que uno de los proyectos exige la subordinación de los otros, no por haberlo acordado así entre ellos sino porque ésa es su voluntad asimiladora. Para conseguirlo se recurre a los mecanismos que haga falta, eso sí, bajo el manto del Estado de derecho. Se podrían recoger aquí infinidad de episodios que confirmarían lo dicho. Entre los que me vienen a la memoria, no resisto referirme a uno de ellos.
El personaje que traigo a colación es el filósofo madrileño Ortega y Gasset. En 1932, se aprobó el primer Estatuto de Autonomía de Cataluña. Ortega y Gasset era diputado y pronunció un discurso oponiéndose a la aprobación de aquel Estatuto. Hizo dos afirmaciones que vienen a cuento. Dijo que "el problema de Cataluña no se puede resolver" y, también, que este problema "sólo se puede conllevar". Conllevar es tanto como soportar y sólo se soportan las desgracias y las maldades. Es decir, lo que estaba diciendo es que hay que soportar indulgentemente a los catalanes que, obviamente, son los causantes de las contrariedades. Hay que tenerles sujetos; nada de autonomía.
Es posible que las nuevas generaciones sepan muy poco de Ortega y Gasset y que su discurso del año 1932 en el Congreso esté olvidado. Pero este tipo de ideas permanecen porque ésa es la sustancia del nacionalismo español y, al igual que las capas tectónicas de la tierra, está ahí, se mueve y provoca terremotos. Esencia que, utilizando términos de Salvador Madariaga -otro personaje de la época-, radica en la mesiánica pretensión de que "la fuerza que aduce bajo todos estos cambios formales es la atracción histórica de la unidad inherente a España, que tira de todas las naciones españolas hacia un centro predestinado: Castilla".
Y así, con el dogma irrefutable de la "fuerza magnética del centro de la península", claro está, impuesto desde ese centro místico, se ha venido yugulando cualquier voz que pretendiera expresar una opinión diferente.
Hay que reconocer que desde 1979, catalanes y vascos poseen sendos Estatutos de Autonomía, pero también hay que aceptar que dentro de esta nueva realidad están las tensiones y desencuentros que sistemáticamente han acompañado a su desarrollo. Desencuentros que, casi siempre, por no decir siempre, tienen su origen en el empeño de los partidos nacionales de aprovechar cualquier coyuntura para dar una interpretación restrictiva a la autonomía. De aquí el descrédito del sistema autonómico surgido en la transición.
Si se respetan las reglas de la democracia, no hay poder humano, constitucional o constituyente, que pueda obligar a los catalanes a renunciar al pleno desarrollo de su identidad. Un proyecto de vida de los catalanes, democráticamente expresado, como es el caso, tiene que encontrar cauces y no barreras y la Constitución tiene que estar abierta a estas demandas legítimas, fruto de la evolución de los tiempos. Ortega y Gasset faltó a la justicia con las afirmaciones realizadas, ya que aquélla no es otra cosa que dar a cada uno lo suyo. El recíproco respecto no está reñido ni con la justicia, ni con la solidaridad, ni con el entendimiento entre los seres humanos.
Los problemas del ensamblaje de las plurinacionalidades son complejos, pero no son insolubles. Lo más difícil es vencer las resistencias y prejuicios. El nacionalismo en España no escapa a esta regla. El día que éstos desaparezcan, dejará de ser un problema. Ese día, para bien de todos, los partidos nacionales, -es decir, la España oficial-, habrán comprendido que no les corresponde en exclusiva el monopolio de la interpretación de la Constitución.
El problema catalán, como el vasco, se podrán resolver al día siguiente del momento en el que nacionalismo español reconozca que los nacionalismos catalán y vasco existen, son tan legítimos como él mismo y, en términos históricos y porcentuales, cuentan con unas bases sociales más democráticas por encima de las descalificaciones que reciben. Así de claro.
(*) Abogado
Todo esto está muy bien, pero el tribunal especial de orden público espanol ha dictado un acto jurídico, un auto, en que el que proscribe de modo excepcional -por ser quienes son los convocantes y por la finalidad ideológica de la convocatoria- el derecho de reunión y el de manifestación en Bilbao en relación y dos convocatorias de la sociedad civil.
Eso se llama FASCISMO. El nombre de ese tipo de Estado es el siguiente: Estado de Excepción. O lo que es lo mismo: Estado Fascista.
Cuando un Estado es fascista confeso -el Auto del órgano jurisdiccional, un órgano especial en sí, la "Audiencia Nacional", sita en una plaza de Madrid en cuyo centro hay un busto de Zenon Somodevilla Bengoetxea (como en Hervías y en cierto rincón de la Plaza del Principe de Bergara, conocida como "el Espolón" de Logrono), llega a hablar de "EL TERRORISMO VASCO"-, no existe un régimen legítimo, pues está basado en un ordenamiento jurídico ILÍCITO.
Ante lo cual, toda protesta constituye una demostración estrictamente cívica, y yo diría que obligada.
Las consecuencias derivadas de esas protestas cívicas callejeras, genuinamente políticas, de vindicación de derchos civiles vejados y violados por el régimen ilícito impuestos, incluídos los resultados de disturbios con perjuicios hacia bienes y hacia personas, sean estas quienes sean, son responsibilidad única de los causantes de la injusticia: el órgano jurisdiccional -presidido por un tal Andreu- y la administración ejecutora de su instrucción, esto es, el gobierno de la "autonomía" espanola para las Vascongadas y en concreto su policía, la cipayería de nombre "Ertzaintza".
Publicado por: Donatien Martinez-Labegerie | 08/25/2010 en 10:18 a.m.
Sobre el final.
Yo dudo mucho que sea posible que el nacionalismo español reconozca la legitimidad politica y respeto necesario al nacionalismo catalán y vasco. Me temo que la solución no es posible.
Publicado por: takolo3 | 08/25/2010 en 10:23 a.m.
En concreto el acto judicial dictado, confesión de parte, testimonio de fascismo confeso, y por tanto ilícito, y por consiguiente NULO de pleno derecho, ha sido firmado por el togado ultra Velasco, y no Andreu como he escrito más arriba.
Matxinada !!!
Publicado por: Donatien Martinez-Labegerie | 08/25/2010 en 04:23 p.m.
El nacionalismo Vasco es legítimo, no el catalán. Me remito a la definición y parentesco entre nación y etnias.
Christian Jota.
Publicado por: Christian Johansen | 08/25/2010 en 10:26 p.m.
Menuda bobada Christian..... Mira la objetiva definicion de nacionalismo en el encarta de Ms.... No busques en la RAE, que son muy palurditos ultra-españolistas.
El nacionalismo catalan está justificado por su cultura y lengua.
na·tion·al·ism
noun
Definition:
1. desire for political independence: the desire to achieve political independence, especially by a country under foreign control or by a people with a separate identity and culture but no state of their own
2. patriotism: proud loyalty and devotion to a nation
3. excessive devotion to nation: excessive or fanatical devotion to a nation and its interests, often associated with a belief that one country is superior to all others
Publicado por: takolo3 | 08/26/2010 en 09:47 a.m.
Takolo3 o Donatien, la misma persona y un solo majedero.
Publicado por: Lucas | 08/26/2010 en 01:26 p.m.
Takolo, la palabra nacionalismo también incluye etnia. Por lo que reafirmo que un vasco vasco tiene derecho a reivindicar el nacionalismo. No un catalán. Tampoco los no-vascos que dicen serlo, éstos se engloban dentro de la misma etnia.
Christian Jota.
Publicado por: Christian Johansen | 08/26/2010 en 02:27 p.m.