Por Juan Bonilla
ERNESTO GIMÉNEZ CABALLERO
Hace poco me compré el vídeo de la entrevista que Joaquín Soler le hizo a Giménez Caballero en su programa A fondo. Es un espectáculo digno de verse: un anciano delgado y espléndidamente conservado, con una chaqueta a cuadros que en la época de la entrevista debía ser estridente y ahora pasaría por anticuadísima, con un discurso que a veces se atropellaba de tantas cosas como quería contener, pronunciado en voz clara y firme, tajante y, por decirlo así, victoriosa, nos presentaba un resumen de una vida, la suya, que parecía inventada por un novelista excesivo.
El anciano hablaba de revoluciones: había liderado o empujado con sus afanes una revolución vanguardista en las Artes y las Letras, una revolución fascista en la política, y aún, a su edad, decía tener guardada una próxima revolución de la que, lamentablemente, no quedó tiempo para hablar. La figura de Giménez Caballero, tantas veces calificada de siniestra, necesitaba sin duda de una revisión paciente que fuera tanto ajena a la hagiografía (habría que diseñar a un hagiógrafo excesivo para llevar a cabo esa tarea que ya emprendió el propio Giménez Caballero en sus Memorias de un dictador) como al mero desprecio (y no son pocos aún quienes ponen cara de náusea cada vez que sale a relucir su nombre).
La tentación de transformar su vida en material de ficción es por lo demás ilusa: si en vez de existir Giménez Caballero no hubiese sido más que un personaje inventado por un novelista, a ese novelista le hubiera caído el chaparrón crítico acusándolo de exagerado e inverosímil. Así pues Giménez Caballero merecía sin duda que alguien se prestara a examinar su vida y su obra sin dejarse cegar ni por la devoción ni por el asco. Su vida daba sin duda para una de esas biografías de modelo británico que tardan en leerse prácticamente lo mismo que el biografiado tardó en vivir las aventuras que nos cuentan.
Enrique Selva ha sabido sortear el peligro de hundir su proyecto de estudio sobre Giménez Caballero apilando datos y anécdotas que hubieran convertido su obra en una de esas inacabables biografías que se remontan a los primeros que llevaron el apellido del biografiado. En vez de eso, fija la importancia de Giménez Caballero como gestor y propulsor de las vanguardias y lo coloca en su sitio como creador de una serie de libros sin los que la vanguardia española no sería lo que es. Entre esos libros hay que destacar principalmente su genial intento de hermanar la crítica literaria y las artes plásticas en Carteles, un precioso volumen que contenía reseñas escritas con esa prosa veloz, elástica y gritona de Giménez Caballero, y unas magníficas ilustraciones en las que el autor trataba de fijar la obra de algunos poetas mediante collages (consiguiendo alguno verdaderamente hermoso).
Esa etapa vanguardista de un Giménez Caballero incansable y de inagotable curiosidad por todo lo nuevo, es, por decirlo así, la parte simpática de su biografía. Fundó el Cine Club de Madrid, fundó La Gaceta Literaria donde dio acogida a los nuevos valores de la literatura española que empezaban a despuntar, sin hacer distingos por razones políticas, escribió “Yo, inspector de alcantarillas”, un libro de relatos surrealistas que no es ni mucho menos insignificante, publicó Julepe de Menta, donde hay algunos artículos muy divertidos. En fin, no paró de hacer cosas, de meterse en líos. Pero su visita a Roma pone fin a esa etapa simpática, y da salida a sus afanes políticos. Circuito Imperial iniciará su alejamiento de la literatura y su ingreso en la ansiedad de convertirse en el ideólogo de la que él mismo bautizaría como revolución fascista.
Con algo de grandilocuencia desteñida, Giménez Caballero se enorgullecería de proclamar que su libro Genio de España, publicado en el año 1932, fue prácticamente el acicate imprescindible para que aquí pasara lo que pasara, o sea, que corríamos el peligro de bolcheviquizarnos y que debíamos volver al seno materno, a Roma, a la catolicidad, a la idolatría y la necesidad del líder. Aunque escribió un libro sobre Azaña, era evidente que Azaña no podía ser el líder al que conmovieran los exabruptos y la bombástica de la prosa de Giménez Caballero.
Cuando llegó la Guerra Civil, yo no sé si Giménez Caballero pensó que su literatura política tenía por fin el reflejo que se merecía en la realidad, pero lo que sí es cierto es que llegó a confiar en que los mandos militares fascistas le agradeciesen más y mejor sus inexpugnables andanadas en favor de la guerra, la Victoria, la Unidad de España y el nacimiento de una nueva era.
Pero a Franco y a sus secuaces, alguien como Giménez Caballero debía parecerles una especie de bufón de la corte al que había que tranquilizar con encomiendas menores. Quitárselo de encima o darle tareas que le hiciesen creer lo importante que era para la causa. Lo cierto es que Giménez Caballero no pudo por menos que decepcionarse del tratamiento recibido, sobre todo después de que su espeluznante idea de casar a una Primo de Rivera con Hitler para fundar el imperio germano-español, naufragase. Le quedaba pues al escritor un largo crepúsculo en el que fue perdiendo altavoces -aunque se buscó bien la vida como embajador y escribiendo libros torpes de amor a patrias varias, Andalucía, Portugal, Argentina, Cataluña, contagiados todos ellos de un españolismo enfermo- y sus ideas se le fueron corrompiendo más y más hasta acabar siendo canceladas por la marginación en la que aún está, y de la que, con fundamentos y una estrategia sensata de estudioso que tiene el rigor por bandera, Enrique Selva trata de sacarle.
Y la verdad es que Giménez Caballero merece la pena. Basta ojear sus crepusculares Retratos Españoles, prologados por Pere Gimferrer, para darse cuenta del nervio de su prosa, de su originalidad y su valentía de estilo. Que la época antipática y fascista pese sobre su figura más que la simpática y vanguardista, es cosa que afrenta a la literatura. Sí, le escribió discursos a militares asesinos; sí, mantuvo teorías delirantes y delicuescentes a las que no les importaba mancharse de sangre; pero antes de eso, protagonizó un capítulo indispensable de nuestra historia literaria alentando un equipo de vanguardistas en el que figuraban Guillermo de Torre, Rafael Alberti, Federico García Lorca o César María Arconada.
Las últimas frases del espléndido libro sobre Ernesto Giménez Caballero de Enrique Selva, publicado por la editorial Pre-Textos, es, en cualquier caso, definitiva y muy ajustada no sólo a lo que ha deparado la figura de Giménez Caballero hasta ahora, sino, probablemente, también a lo que le espera: “Nada tiene de extraño que en el último tramo de su vida manifestara su deseo de una muerte violenta, consciente del desfase que mediaba entre su lejana defunción intelectual, sus frustraciones políticas y su prolongada supervivencia física. Pese a sus desplantes de sabor vanguardista y a su capacidad siempre renovada de entusiasmo ante las cosas, le debía resultar insoportable la transigencia con las miserias de un mundo tan alejado de sus ensueños heroicos. Patético destino el de Ernesto Giménez Caballero”.
Miren, miren,lo que están descubriendo los catalibanes de su historia, como que todos los personajes del pasado dicen que eran catalanes, segun han probado sus historiadores de tres al cuarto; vean, vean:
-Cristóbal Colón era catalán.
-Leonardo da Vinci era catalán.
-El patriarca Abraham era catalán, del pueblo de Vilaur.
Os juro que esto parece más un artículo en ARABATIK de Takolo3, que la cruda realidad. Nada más y nada menos que lo afirma un catedrático de la Universidad Pompeu Fabra... ¡Qué descojone!
¡Lo que hay que ver señores! No hace falta escribir en ARABATIK para ser un necio...
Publicado por: Uno de Barcelona. | 01/23/2013 en 06:50 a.m.
Un fascista aunque sea muy listo, muy culto y muy original, da el mismo asco o más que un fascista cazurro.
Publicado por: Vasco malo | 01/23/2013 en 07:42 a.m.
Aplíquese ,mi comentario anterior al que dice ser de Barcelona y dentro del capítulo de fascistss necios.Gracias.
Publicado por: Vasco malo | 01/23/2013 en 10:41 a.m.