El teórico autonomismo de la clase política española se basa en la perversión de los principios de solidaridad, igualdad y no discriminación. Dicho de otro modo: con el actual sistema, las aspiraciones de uno se tienen que conceder a sus diecisiete vecinos, porque si no, no vale; si no, habría diferencias, y las diferencias son malas, por mucho que las consagre la Constitución. Así que, en realidad, no hablamos de autonomismo, sino de peixet, de migajas de poder graciosamente concedidas por el Estado, que se reserva la garantía de que ninguna comunidad autónoma se desmadre intentando autogobernarse en serio.