Por: Iñigo Balboa
Aquí entendemos la política como el leal servicio al bien público y nacional. El político profesional, se vale en todas partes del poder fundado en coerción jurídica, coacción policíaca y fuerza militar para alcanzar sus fines. En aplicación concreta de ese medio específicamente político ¿vale igual ética que en las cotidianas relaciones humanas? Maquiavelo fue el primero que valientemente lo negó: en política, el fin santifica los medios. Lo grave es que en nuestro mundo no hay consenso acerca de la eticidad del fin. La definen creencias ideológicas divergentes y contradictorias. Los antiguos dioses de la “polis” que le fijaban al hombre leyes no discutibles, se han ido. Nos han dejado solos.
¿Y qué hay de la ética del cristianismo? Los que más citan el Sermón de la Montaña, no parecen saber que con su ética, no se puede jugar. “No es un cochero al que se puede ordenar que pare, para salir a gusto y volver a entrar” (Max Weber). De no aceptarse esta ética total e incondicionalmente, termina en trivialidad e hipocresía. Aquel joven del Evangelio que “se alejó triste de Jesús porque era muy rico”, comprendió lo radical e irreversible que era ese “da a los pobres cuanto tienes y sígueme”. El político dirá con razón que esa absoluta ética evangélica es una locura; no tiene sentido que la practiquen un par de tontos; y no todos a la vez, en beneficio de todos. La ética política no tiene nada de sublime. Pero es pedestremente sabia cuando despoja al rico de su exceso de dinero a fuerza de imposición tributaria, con miras al bien común y a la justicia social. Otra norma absoluta de la ética evangélica es no resistir al mal. “A quien te golpea una mejilla, ofrécele también la otra”. Aunque no tenga derecho de pegarte. Sin duda, una ética que ofende la decencia y dignidad personal -con excepción de los pocos santos que hay en el mundo. En un Francisco de Asís y en el mismo Jesús de Nazaret esta actitud ética es auténtica; es superioridad humana que confiere al sujeto una inmensa dignidad. Pero para el político semejante ética es inadmisible. Su oficio le exige oponerse al mal; sentirse responsable de la violencia ilegal, de su propagación y sus consecuencias.
Según la severa ética evangélica, el cristiano no podría participar militantemente en huelgas, protestas callejeras y motines. Los teólogos de la liberación y revolución olvidan que el arma del cristiano se llama paz y pacifismo. Miles de Testigos de Jehová prefirieron morir de hambre y miseria en los campos de concentración de Hitler, a tomar en sus manos un fusil. Son héroes anónimos que merecen más admiración, que los generales que derraman la sangre de sus soldados “hasta la última gota”. El político dirá otra vez con razón que lo admirable no siempre es imitable.
Lo cierto es que hay dos tipos de éticas difícilmente conciliables. La ética evangélica es “actitudinal”. Las éticas de este tipo se asientan en principios absolutos que rigen incondi-cionalmente la eticidad personal y nada tienen que ver con las concretas consecuencias sociales y políticas de las decisiones que inspiran. De no hacerse sectaria, la ética actitudinal mantiene viva la llama de los altos ideales y perennes utopías de perfección personal y social. Pero su aplicación en política sería irracional, irresponsable, hasta inmoral. La única ética política practicable es la del otro tipo, al que Max Weber llama “ética de responsabilidad”. En su mirilla están las consecuencias de las medidas y decisiones políticas. Su ejercicio es riesgoso. Será la historia la que juzga los aciertos y errores y la responsabilidad política.
El gran sociólogo Max Weber cita tres virtudes que caracterizan al político de raza: pasión, responsabilidad y ojo de buen cubero. La pasión es su demonio interior; entrega integral a una causa sociopolítica nacional. Es ésta la que traza los parámetros concretos de su responsabilidad. El ojo de buen cubero lo capacita para ser sensata y exitosamente responsable. Tener ojo de buen cubero significa saberse distanciar lo suficiente de las cosas y casos para medir serenamente el alcance de decisiones y actuaciones y la posibilidad de que produzcan efectos indeseables. El enemigo mortal del político es la vanidad. Porque le impide distanciarse sabiamente de la situación y emoción del presente; y lo que es más grave, de sí mismo, de sus impulsos, de sus concupiscencias. Es entonces cuando la acción política se toma personalista, demagógica y corrupta. (Max Weber, “Vocación y Profesión del Político”, 1919).
¿Iñigo Balboa? ¿El del Capitán Alatriste?
Publicado por: Ramon | 03/28/2013 en 08:28 a.m.