Por: Javier Marías
Les ruego que reconozcan sinceramente que, como me pasaba a mí, hasta hace muy poco no le habían dedicado un pensamiento a la Ley del Indulto ni a su aplicación en España. En lo que a mí respecta, suponía que era algo excepcional y que siempre se explicaba o argumentaba, al menos si alguien solicitaba al Gobierno argumentos o explicaciones de por qué se perdonaba la pena -es decir, se eximía de cumplirla- a un reo condenado, a alguien cuya culpa había sido demostrada en juicio. Me imaginaba que habría tres, cinco, diez indultos al año, algo así -no había prestado atención, ya lo confieso-, y que vendrían dictados por fundadas razones: la pésima salud o la avanzada edad de un preso, su terrible situación familiar, su claro arrepentimiento o su rehabilitación indudable, su falta de peligrosidad, la certeza de que no reincidiría. O bien su trayectoria anterior a la comisión del delito: hay personas tan útiles a la sociedad que su caída en una tentación, o su metedora de pata, o su momentánea flaqueza, no deberían pesar más que un largo historial de probidad y buen servicio. Por así expresarlo, el encarcelamiento de un individuo en conjunto honrado y benéfico, por un error o mala decisión no muy graves, puede no compensar, si se pierde más con su exclusión de lo que se gana con su castigo.
