Por: Ángel Martínez González-Tablas*
En medio de la crispación que domina todo lo que concierne al tema vasco, lo que sigue, al plantear la posibilidad de afirmación de identidades nacionales, en un tiempo en el que la mundialización es un rasgo fuerte de la realidad, es una invitación a tomar distancia, reflexionando por itinerarios alejados del fragor del debate inmediato, sin referencia a derechos históricos, cuestiones éticas o coyuntura política.
En primer lugar, el proceso de globalización, a la vez que genera ascenso de la dimensión mundial, tiende a producir una profunda recomposición de todos los espacios inferiores -desde los bloques regionales a los Estados, las comunidades no constituidas en Estados y los ámbitos locales-. En todos ellos aparecen nuevas restricciones y también oportunidades, que no se limitan a la mera repetición de procesos históricos previos. Tenemos ante nosotros un futuro en el que la posición relativa de los espacios mundial, regional, estatal, comunitario y local no está ni rígidamente predeterminada, ni tiene por qué combinarse de forma homogénea en todos los lugares del mundo. Ni avanzamos hacia una ineluctable uniformidad de ámbito global -que convertiría en meros anacronismos a las agrupaciones sociales basadas en relaciones de proximidad- ni se identifican con el progreso y la liberación cualesquiera afirmaciones de colectivos que no han alcanzado hasta hoy forma estatal.
La conservación, reproducción y fortalecimiento de la propia identidad de las sociedades -tanto la de las que la tienen plenamente reconocida en el plano político como las que quieran tenerla o aspiren a desarrollarla- no es algo espontáneamente otorgado por el curso de los acontecimientos, ya que laten en éste pulsiones de dilución para las comunidades existentes y también posibilidades de afirmación de las mismas o de surgimiento de variantes que hoy no existen.
Los Estados tienden a perder la centralidad y exclusividad que tuvieron en los países avanzados en la época moderna. Sin embargo, deducir que estamos ante su extinción u obsolescencia es a todas luces apriorístico. Los Estados han tenido un fuerte protagonismo en la configuración del proceso de globalización contemporáneo y nada hace pensar que este proceso pueda prescindir de ellos en las próximas décadas. Lo cual no empece el reconocer que los hoy existentes son meros productos históricos y por tanto contingentes y perecederos.
Nos adentramos, pues, en una senda de compleja combinatoria de identidades, que será funcional y enriquecedora allí donde primen las complementariedades, disfuncional y empobrecedora donde dominen la fricción, el antagonismo y la exclusión -exclusivismo excluyente en el que mi afirmación implica tu negación y viceversa-.
En segundo lugar, se trata de un proceso en el que la dimensión temporal es determinante, una transformación de largo alcance, que acentúa la incertidumbre. Sin embargo, es muy común que algunos de los que sistemáticamente recurren a argumentos formulados en términos de sujetos y tiempo históricos, paradójicamente, tienden a identificar esos procesos sociales, de gestación secular, con la escala de su tiempo personal. Además, el ritmo a que puedan concretarse estas hipotéticas posibilidades no va a venir determinado por acciones internas, por intensas y extremas que sean. Vivimos un mundo cada vez más interrelacionado. La reconfiguración de los espacios no va a estar definida por dinámicas aisladas. Estamos ante un proceso abierto que nadie, por mucho que lo desee, puede cerrar, un proceso con unos tiempos de gestación no forzables con acciones unilaterales. La evolución contextual específica influirá. Las trayectorias requerirán la confluencia de otras evoluciones en muchos ámbitos. Los entornos concretos tienen que ser tenidos en cuenta. En nuestro caso, por ejemplo, las condiciones específicas del ámbito europeo tienden a ser determinantes.
Resulta poco lúcido y puede llegar a ser enormemente costoso no ser conscientes de esta realidad. Determinados esfuerzos resultan sencillamente absurdos, por extemporáneos, si pretenden forzar un decurso histórico que tiene otro ritmo o si socavan las condiciones necesarias para el logro de sus propios objetivos. No van a llegar antes, ni con más profundidad, los que se apresuren. Luchar por llegar a tiempo y estar entre los mejor colocados en la móvil línea de salida, sin renunciar a nada que pueda ayudar a conseguirlo, parece racional en términos de estricta eficacia. Si pudiéramos hacer abstracción de la dimensión ética y se tratara de alcanzar un objetivo inmediato, se entendería incluso extremar los medios, hasta el punto de que cualquier coste podría estar justificado, por conflictivo o elevado que pudiera parecer. Pero si se trata de participar en un proceso de largo alcance, de generaciones, es poco sensato (consideraciones éticas aparte) apresurarse como si estuviéramos viviendo el único momento de la verdad, el ahora o nunca. No se corren igual una carrera de cien metros y una maratón.
En tercer lugar, lo que conocemos de la globalización en curso permite afirmar que las sociedades que van a tener más posibilidades de ver fortalecida y reconocida su identidad son las que mejor consigan resolver una difícil tricotomía. La primera exigencia es conservar y desarrollar los rasgos diferenciales, los que permiten que las sociedades se reconozcan a sí mismas y se relacionen con las demás desde su propia identidad. Es cierto que no llegarán a optar a las posibilidades que tenderá a abrir el futuro las comunidades que, cuando la oportunidad de afirmarse surja, no existan con entidad suficiente, porque previamente se hayan diluido, por lo que es lógico que lo primero sea sobrevivir. Es una exigencia que no debe ser interpretada de forma excluyente; la afirmación identitaria precisa, para existir de forma significativa, ser sustancial (no marginal o folclórica), pero puede perfectamente ser mestiza, compleja.
Segunda exigencia. Las sociedades que aspiren a desarrollarse en un entorno globalizante necesitarán fortalecer su cohesión interna, porque las que estén desarticuladas difícilmente serán capaces de sobrevivir al contacto con la mundialización. Esa cohesión inevitablemente tendrá que ser pluridimensional, es decir, social, cultural, institucional, económica... Hay que ser conscientes de que el proceso de globalización que hoy conocemos tiende a corroer y a desintegrar todo lo que carece de una sólida trama de interdependencias, está internamente desvertebrado o aquejado de fisuras, de querellas internas, de contradicciones antagónicas, de falta de proyecto o de propósito compartido. De nuevo conviene subrayar que cohesión y homogeneidad no son términos idénticos, la primera (cualidad de las cosas cuyas partes están fuertemente unidas) puede construirse sobre el respeto de las diferencias, mientras que la segunda (conjunto formado por cosas del mismo género o muy semejantes) exige su desaparición. Es una problemática que, con concreciones distintas, se les plantea a todos: Europa, España, Cataluña, por citar algunos ejemplos; todos esos espacios sociales tienen en su seno diferencias y también afinidades; resolver satisfactoriamente la exigencia de cohesión interna es imprescindible para llegar a existir de forma duradera, sin que sea solución negar las diferencias o intentar sojuzgarlas o hacerlas desaparecer a través de la violencia.
Tercera exigencia. Ninguna sociedad podrá vivir cerrada sobre sí misma, por lo que se convierte en esencial conseguir una buena relación con el entorno, una relación que no sea percibida por éste como agresiva y que, a la vez, sea para la sociedad particular funcional y compatible con su propia pervivencia; a la postre, una relación pacífica y enriquecedora. La problemática de la inserción de las sociedades particulares en una realidad cuya dimensión global adquiere creciente entidad es una de las grandes cuestiones de nuestro tiempo, con la que tienen que enfrentarse los países, grandes o pequeños. Un desafío apenas comprendido, que se vive de forma desigual. La globalización posibilita y niega, integra y excluye, impulsa y frena según las características de los espacios sociales y su forma de inserción en los procesos globales.
En cuarto lugar, algunas sociedades pueden ver comprometida su propia viabilidad. En este contexto, suscitan perplejidad las posiciones de quienes quieren encerrar el devenir histórico en la cristalización sublimada de lo existente (los Estados constituidos) y también las de los que pretenden forzar el tiempo histórico (defensores de sociedades que tratan de mejorar su perfil propio y relativo dentro del concierto mundial), convirtiendo en una opción agonística y urgente lo que inevitablemente está llamado a tener una indeterminada y larga gestación. Lo razonable es tratar de colocarse en las condiciones que mejor permitan captar las oportunidades que abra el futuro, que no serán la reproducción mimética de lo heredado, ni estarán hechas exclusivamente de nuevas versiones de los viejos Estados, en un juego de todo o nada.
Puede haber intentos de afirmación que objetivamente resulten suicidas, ya que su formulación y su práctica socavan, por ignorancia o falta de lucidez, las condiciones necesarias para la propia existencia de lo que pretenden. Deténganse por un momento a pensar quienes, a fuer de buscar la profundización de su perfil diferencial, hacen estallar en mil pedazos las bases sobre las que tiene que asentarse la imprescindible cohesión interna; compárese su estrategia con la de quienes avanzan aparentemente más despacio, pero buscan consolidar la identidad diferencial sin que sea a costa de la cohesión.
También las sociedades ya constituidas en forma de Estados se enfrentan a un desafío, porque la problemática expuesta afecta no solamente a los que buscan mejorar su identidad y reconocimiento internacional, sino también a los que teniéndolos quieren conservarlos; nadie está asentado en un derecho que le garantice continuidad si no desarrolla sus rasgos diferenciales, ni asienta su cohesión interna, ni logra una inserción positiva en los procesos globales. Esta interpelación se dirige a quienes pretenden conservar lo que tienen, limitándose a negar lo que perciben como amenazas disgregadoras, pero se olvidan de desarrollar creativa y tolerantemente las vinculaciones que, sin asfixiar a los demás, pueden unir, justificar un proyecto compartido de futuro.
España, Cataluña, País Vasco, Galicia son algunas de las realidades sociales que, en el contexto europeo, participan en el juego abierto de evolución indeterminada que estamos comentando. Naciones, nacionalidades, pueblos con una historia, un presente, un futuro sobre los que puede afirmarse que, si no quieren pagar un precio creciente al proceso de globalización, están abocados a encontrarse, a establecer una articulación positiva entre sí -exigentes en los términos de su convivencia, ajenos a formulaciones fetichistas, activos en Europa, abiertos al mundo-. A partir de ahí, los itinerarios podrán ser diferentes, sin que pueda decirse que, en el muy largo plazo, una solución sea mejor que la otra, ni más acorde con lo que podemos prever del futuro. Tal vez, unos serán capaces de leer, y resolver con métodos adecuados, la triple exigencia de rasgos diferenciales, cohesión interna e inserción positiva en la mundialización, mientras otros, en cambio, serán incapaces de entenderlo, de convertir en práctica social y política la comprensión de que ése es el terreno en el que se dilucida el futuro. Serán los primeros los que consigan que su propuesta prevalezca, por alto que sea el esfuerzo, la notoriedad y el dolor que lleguen a generar los obtusos.
*Ángel Martínez González-Tablas es catedrático de Economía Internacional y Desarrollo y autor de Economía política de la globalización.
El País (08.11.2000)
Los nacionalismos, en general, son una peste surgida de un movimiento absolutamente ridículo; el romanticismo.
Mantener semejante antigualla, que es como bailar la danza de la lluvia o sacar a San Isidro cuando hay sequía, es una ridiculez y una estupidez que, a la postre, resulta encima peligrosa, como se ha comprobado inúmeras veces en la historia de la humanidad.
Lo único que mantiene a los nacionalismos es la ignorancia, el romanticismo de la juventud (esto es lo único invariable) y el subvencionismo, que en el caso de Cataluña alcanza cotas estratosféricas.
Ya va siendo hora de dejar de lado tribalismos ridículos como los de Primo de Rivera o los racismos peligrosos como los de Sabino Arana y de adoptar pensamientos ciudadanistas, en los que la raza, el apellido o el sentimiento tribalista o nacional no tengan importancia.
Es un bonito sueño. Para vosotros, una fea pesadilla. Lástima que en este país -España- tan dado a los frotamientos ideológicos sea una minoritaria opción. Hoy, como en los tiempos de Napoleón.
Publicado por: joseba | 06/27/2013 en 10:35 a.m.
Joseba,
¿Por qué en lugar de darnos ese consejo no lo adopta primero para Vd.?
Yo estoy de acuerdo básicamente con lo que dice del "ciudadanismo" -aunque no puedo evitar ser un romántico empedernido al que le gustan las corridas de toros, Wagner o Brahms, y francamente, no veo en qué se opone a ser un ciudadano-, pero, por qué entonces no se desprende Vd. de ese profundo tribalismo anticatalán y antivasco? Si no cree en las tribus, ¿por qué ve tribus donde no las hay?
En definitiva, ¿cómo vamos a creerle si desprende un aroma embriagador rojigualdo por todos sus poros?
Publicado por: Dnatien Martinez-Labegerie | 06/27/2013 en 11:25 a.m.
No sé cómo se puede ser antivasco siendo vasco. Es como ser rubio y odiar a los rubios.
Lo que os sucede a vosotros es que necesitáis ver demonios para justificaros en vuestras ideas. Que son tan tontas como un coche sin ruedas.
Publicado por: iñigo | 06/28/2013 en 07:11 p.m.