Gabriel Albiac
En enero de 1924, una joven estudiante judía llega a la Universidad de Marburgo. Viene de una familia acomodada de Königsberg. Tiene dieciocho años. Sus compañeros de curso hablan de su belleza y de su fulgurante talento. Lee con toda corrección en latín y en griego. La pequeña buhardilla en la cual se instala la recién llegada Hannah Arendt pasa muy pronto a ser el lugar que concita todas las tertulias.
Apenas desembarcada, pide entrevista con el profesor Rudolf Bultmann, que se dedica al comentario de los clásicos griegos en su seminario. Lejos de pedir la venia para integrarse en él, la joven recién llegada pone condiciones: sólo se unirá al grupo de trabajo de Bultmann, si éste le garantiza que no se hará en él ningún tipo de «comentario antisemita».
A Bultmann debió hacerle gracia la insolencia de la jovencita y le aseguró que ambos «saldrían bien de aquella situación». Por lo que sabemos de aquellas primeras semanas, la joven Arendt deslumbró casi instantáneamente al Marburgo universitario. La buhardilla que compartía con su doméstico ratón iba muy pronto a ver las furtivas visitas de un personaje muy distinto.
Martin Heidegger impera ya en Marburgo. No es todavía el filósofo oficial del nazismo en que se convertirá antes de un decenio. Pero suscita en sus estudiantes algo que va mucho más allá del solo discipulado: un fervor. La joven Arendt ha oído hablar ya en Berlín de aquel fenómeno que auguraba un renacer frontal de la filosofía en torno a aquel profesor brillante y enrevesado. «El rumor -escribirá años más tarde- era muy sencillo: el pensamiento ha cobrado vida otra vez, los tesoros de la formación acerca del pasado, creídos en forma muerta, se convierten de nuevo en palabra viva, poniéndose de manifiesto que dicen cosas totalmente distintas de lo que con desconfianza se había supuesto. Hay un maestro; quizás es posible aprender a pensar…».
Y, a partir de febrero de 1924, el maestro hace de la buhardilla de la joven judía su segundo hogar. Estrictamente clandestino: es la blindada condición que impone a su amante. Porque la debilidad del maestro es la de ser respetable. El maestro tiene dos hijos y está casado con una tal Elfriede, que siempre irá mucho más lejos que él en entusiasmo hitleriano y en militancia nazi. Y que, a diferencia de él, profesará un antisemitismo fóbico, rayano en el delirio, hasta el final de sus días. El Martin Heidegger treintañero se sabe ya llamado a ser ese «maestro de Alemania» que resonará en los versos tenebrosos del Paul Celande Todesfuge («la muerte es un maestro de Alemania»). Ser y tiempo viene de camino. Un día habrá de ser -él no duda de su providencial destino- rector y espíritu de las universidades de una Alemania abocada al imperio y al crimen.
Cualquier publicidad de sus debilidades con una joven judía -por talentosa que fuera- sería catastrófica para sus aspiraciones. En un vertiginoso bucle de ironía histórica, Elfriede, en el curso de una fiesta universitaria, propone a uno de los estudiantes de Martin Heidegger que acepte el carnet de las juventudes nacionalsocialistas. El joven -provocando su consternación- le explica que él es judío. Se llama Günther Stern (años más tarde, cambiará su apellido por el de Anders). Y será el primer marido de Hannah Arendt. Arendt dejará caer sobre el matrimonio Heidegger una observación desdeñosa y asesina: «Alianza entre chusma y élite», tal vez la definición más estricta de lo que es el nazismo.
El profesor de Marburgo da con una componenda confortable para no perturbar su estudioso sosiego: enviar a su discípula y amante a Heidelberg. Allí, el aún amigo Karl Jaspers podrá hacerse cargo de la dirección de su tesis sobre San Agustín. Y -mucho más importante- el maestro podrá seguir visitándola a escondidas, con menos riesgo de ser descubierto. Es una decisión mezquina. Como casi todas las decisiones personales de Martin Heidegger. Pero eso permite a Arendt abrir su horizonte de pensamiento. En Jaspers encontrará una inteligencia, quizá no tan poderosa como la del de Marburgo, pero incomparablemente más compasiva.
En 1929, tiene lugar el matrimonio de Arendt y Stern. Defiende su tesis sobre el amor en San Agustín, prepara su libro sobre Rahel Varnhagen, lee a Marx y a Trotsky… El ascenso de la avalancha nazi la lleva a retornar sobre su condición judía. En el verano de 1933 es detenida brevemente por la Gestapo. Toma la decisión de huir. Y, desde París, contribuye a la defensa de los judíos perseguidos en Alemania: «Si te atacan como judío, debes defenderte como judío», escribe a Günther Gaus. Son los años del exilio militante alemán en París: los años últimos, en los cuales Walter Benjamín-con quien Hannah mantendrá una amistad entrañable- elabora sus notas para el inacabado Pasajes y da forma definitiva a sus póstumas Tesis de filosofía de la historia, puede que la más grande reflexión sobre el marxismo en el siglo veinte. Pero tampoco París era ya seguro. Es detenida en 1940. Emprende la huida nuevamente: Lisboa, primero; finalmente, Nueva York y un nuevo mundo. Benjamín perecerá en el camino.
Y allí, en los Estados Unidos comienza la gran Arendt. Librada del peso de la jerga heideggeriana -no del recuerdo del hombre al cual, de un modo paradójico y oscuro seguirá amando siempre-, liberada del academicismo muerto. Hannah Arendt rechaza, a partir de ese día, ser llamada «filósofa». Ella hace -cuenta a todos cuantos la entrevistan- «teoría política». Es otra cosa. Puede que en su memoria filosofía y nazismo estuvieran demasiado amalgamadas en el nombre de Heidegger, a quien sin embargo hizo lo que pudo por ayudar cuando todos, tras la caída de Hitler, lo abandonaron.
Y llegan los trabajos descomunales. Los orígenes del totalitarismo, en primer lugar, que es hasta hoy la reflexión más rigurosa sobre los monstruos de entreguerras de los cuales surgió la más atroz matanza de la historia, La condición humana, de 1958, On Revolution en 1963… Su reportaje sobre el juicio en Israel del último verdugo del nazismo, Adolf Eichmann, la convertirá en objeto de polémica mayor: Eichmann en Jerusalén es un libro brillante y paradójico. Marcado por la grandeza de quien quiere mirar el horror sin que la lucidez se pierda. Aun cuando en esa lucidez puedan abrirse paso destellos ambiguos que, sobre todo, Gershom Scholem criticará amistosamente.
Murió en 1975, en Nueva York. Dejó una obra grande. Vivió una vida generosa. Y libre.
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