Hubo un tiempo en el que España, de repente, descubrió su imagen reflejada en la piel transparente y tibia de sus turistas. Corrían años de vértigo. Los índices de crecimiento galopaban cerca del 14%, la inflación se desbocaba y alguno hubo que de la impresión de las cifras, el sol y las bañistas acabó por confundirlo todo: las cicatrices con los miedos, las esperanzas con las heridas. Plan de estabilización, los lopeces, desarrollismo, tecnócratas... Hasta el diccionario hacía juegos malabares para entender lo nuevo y, lo más importante, para entenderse entre lo viejo. Pues bien, fue entonces, cuando el personaje ideado por Mingote aconsejaba aquello de «Vote a Gundisalvo... A usted que más le da»; fue entonces cuando el democristiano Joaquín Ruiz-Giménez, entre las grietas de un régimen en proceso de lenta demolición, inventó una revista de nombre Cuadernos para el diálogo. Fue en octubre de 1963. Es decir, hace ya 50 años. Pues bien, por aquello del irresistible encanto de los números redondos, la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) reunió en su sede madrileña a algunos de los protagonistas de aquel tiempo y, lo más importante, de aquellas letras.
Juan Pablo Fusi, en su papel de historiador, fue el primero en tomar la palabra para explicar someramente la «razón de ser” (como rezaba el editorial del primer número de la publicación) de aquellos cuadernos. «Su importancia reside en que sirvió como teoría de la democracia en España, propició el surgimiento de una nueva generación de políticos y, además, valió como educación política para las nuevas generaciones», dijo pintar el panorama casi exacto de una época inestable, conflictiva y voraz; un tiempo quizá, lejana o cercanamente, parecido a éste que pisamos. Aunque sólo sea en la necesidad de reinventarse. Eso o morir.
Acto seguido, un vídeo recorría la voz de algunos de los protagonistas. Desde Ignacio Camuñas a Elías Díaz pasando por Raúl Morodo, José María Gil-Robles, Juan Antonio Ortega, Cristina Almeida, Manuel Jiménez de Parga o José Luis Sampredo. Y en todos ellos se hizo patente y presente lo que significó una publicación empeñada en crear un espacio nuevo en un tiempo viejo; un lugar que acabó por convertirse en «escuela de convivencia», «superación de la fractura entre las dos Españas», «prefiguración de la Transición» y «parlamento de papel». Todo en uno, todo en cada una de las expresiones utilizadas por sus protagonistas.
El catedrático de derecho constitucional Óscar Alzaga insistió en cómo la revista forjó buena parte de la hasta entonces inédita «cultura democrática de nuestra sociedad». A su lado, el jurista Carlos María Brú Purón colocó a Cuadernos cómo el mejor ejemplo donde «el optimismo de la voluntad» se materializó merced «a la autenticidad del diálogo». «Sin Ruiz-Giménez», añadió Ignacio Camuñas, «no habría existido la Transición tal y como la hemos co¬nocido. No sé si mejor o peor, pero indudablemente habría sido distinta». Manuela Carmena, una de las pocas mujeres luminosas de un tipo de hombres fundamentalmente grises, prefirió centrarse en su intervención en todas «las mayorías oscuras» que permitieron el camino hacia la democracia y que también tuvieron en la revista de marras su escuela y su cobijo. Y el ex ministro Juan Antonio Ortega tuvo a bien centrarse en la segunda parte que dio nombre a la cabecera: «Para el diálogo». «Lo que se vivió entonces es lo mismo que vemos ahora en las sesiones de control del Parlamento o en los debates de televisión... Pero todo lo contrario». Pues eso.
Para el final quedó el análisis del papel jugado entonces y ahora por, precisamente, el papel. Y aquí, ni el presidente de Unidad Editorial, Antonio Fernández-Galiano, ni el consejero delegado de Prisa, Juan Luis Cebrián, se mostraron lejanamente optimistas. De alguna manera, Cuadernos desapareció porque nuevos periódicos pasaron a tomar el relevo. Ahora, es la sociedad entera la que vive la crisis que se refleja en la propia crisis del papel. Nada que ver, en definitiva, con aquel tiempo en el que España empezó a descubrirse en la necesidad de empezar de cero. O quizá sí. Al fin y al cabo, todas las crisis empiezan probablemente en el mismo sitio: en la obligación de salir de ellas. Eso o morir.
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