Hace 50 años, Visconti inmortalizó en el cine la novela hasta convertirla en metáfora de la Historia
JUAN BONILLA
El Gatopardo -que es un tipo de leopardo, aunque hicieron bien en traducir mal, es uno de esos casos donde el error es un acierto- es de esas raras obras literarias que consiguen acuñar un término que se emplea lejos de la literatura, en otra disciplina: por culpa de o gracias a la novela de Lampedusa, se conoce en ciencias políticas como gatopardismo -o lampedusismo- el arte de cambiarlo todo para que todo siga igual (lo que la escuela elitista considera más que suficiente, pues al fin y al cabo es optimista y cree que el mero hecho de que cambien cosas, rostros, nombres en las tarjetas de visita de la Autoridad Competente ya es un paso, y la escuela estructuralista, pesimista al fin y al cabo, considera como clara demostración de que da igual el qué mande, que si no se cambian las estructuras, no hay nada que hacer).
La novela de Lampedusa, potenciada por su versión cinematográfica a cargo de Visconti, narra el fin de una época, la del -aparente- hundimiento de una clase, la aristocracia, que ve cómo de manera imparable una nueva clase emergente, compuesta por la burguesía y los burócratas, se hace con las riendas de la nueva situación política propiciada por Garibaldi al unificar Italia.
Como se sabe, fue rechazada por dos importantes editoriales italianas (Einaudi y Mondadori) y sólo pudo publicarse, en Feltrinelli, cuando el autor ya había muerto. A pesar de su indiscutible maestría, molestó a todos los sectores que se vieron retratados en ella: lo tacharon de reaccionario quienes vieron en ella una crítica a la unificación italiana que trajo consigo la supresión de privilegios para los nobles, y los reaccionarios la atacaron por hacer ver que nobles y burgueses, con la excusa del patriotismo, no estaban interesados en otra cosa que, precisamente, mantener incólumes sus privilegios.
A la izquierda más radical no le gustó nada que Lampedusa le extirpara al campesinado siciliano su conciencia de clase y lo dibujase como un conjunto de melancólicos esclavos que en la hora de la liberación añoran las cadenas. Lo bueno de haber obtenido tan acérrimas críticas ideológicas es que potencia la certeza de que, en efecto, Lampedusa no escribió su novela ni para unos ni para otros. No en vano era un gran seguidor de Stendhal, a quien dedicó un precioso libro, y estaba convencido de que una novela debía ser antes que nada un espejo colocado a lo largo del camino del periodo que se había propuesto retratar.
Para hacer su retrato, Lampedusa se sirve del príncipe de Salina, el aristócrata que ve en el horizonte el final de una época y el comienzo de otra representada por su sobrino arribista y el nuevo alcalde del pueblo donde tiene su villa veraniega, un prestamista que se ha hecho millonario y ha invertido su riqueza en su carrera política a sabiendas de que la política es hacer negocios por otros medios. Por otra parte, con ese telón de fondo, se van irguiendo las historias de amor que dan a la novela su encantadora pátina romántica: la del sobrino del príncipe de Salina con la hija de éste, y, al ser rechazado, la del mismo personaje con la hija del alcalde, una muchacha de espléndida belleza a la que el noble conquista no sólo por disfrutarla sino también porque es perfecta puerta de acceso al negocio que más le interesa: la política.
Todos son ambiciosos en la novela: el sobrino del príncipe -que es el autor de la famosa frase en que se sustenta el gatopardismo o lampedusismo-, el alcalde -que quiere enlazarse familiarmente con el príncipe mediante su hija para callarle la boca a los campesinos que saben de su origen humilde-, la hija del alcalde -que no soporta sus orígenes humildes-. Una vez casados el sobrino y la hija del alcalde, la novela es devorada por la melancolía del príncipe de Salina: esa boda es el verdadero final de una época regido por la nobleza, lo que venga será otra cosa, dominada por los intereses de la inmediatez.
Y así es, en efecto, sin que ello quite la razón a la memorable frase que fija el fenómeno del gatopardismo: va a cambiar todo, en efecto, pero será sólo para que todo siga exactamente igual. Ciertamente es fácil ver que la simpatía del autor por el príncipe de Salina, a quien le reserva un final amargo en una habitación de hotel, le salva de la mediocridad ambiental y del afán de poder que le rodea. Para determinar su nobleza, ni siquiera consiente en aceptar un cargo de senador honorífico en el nuevo Parlamento porque eso sería traicionar a los Borbones, y está convencido de que los Saboya no saben nada de Sicilia. Pero es la simpatía que se siente por los derrotados que ni siquiera son -o quieren ser- conscientes de la propia culpa, pues allá donde se ostenta poder, el que lo ostenta, lo primero que tiene que saber es que hay en algún sitio alguien que está esperando a arrebatárselo, y que llegará el día en que deje de tenerlo.
Importa destacar en El Gatopardo el modo magistral en que, en efecto, las cosas van moviéndose como un perfecto simulacro que, con la excusa de estar haciendo Historia, lo único que se propone es, no tanto que las cosas se queden como estaban, sino más bien no cambien tanto como podrían haber cambiado, una vez que el poder pasa de unas manos a otras, aunque los que lo padecen sigan siendo los mismos.
Tal vez Lampedusa no hubiera soñado ni por un momento un destino para su novela como el que le aguardaba, que algún politólogo buscase rastros de lampedusismo en todos los cambios de Régimen de la Historia, o que elitistas y estructuralistas se peleasen acerca de si el hecho de que cambien las élites es suficiente para que se pueda hablar de un cambio de Régimen o si mientras no cambie la estructura, que difícilmente puede cambiar, nada habrá cambiado porque lo único que cambia es el simulacro que se produce sobre esas estructuras.
Es evidente que cualquiera se apuntaría a las tesis elitistas... siempre que perteneciese a esa élite que logra echar por la borda a los que había antes. Y también, dolorosamente evidente, que no hay más remedio que apuntarse a las tesis estructuralistas si nos toca militar en el sector de población que apenas va a notar que allá arriba, en las alturas del poder, se ha producido un cambio, o se ha producido un nuevo simulacro gracias al cual dicen que ha habido un cambio, aunque no haya cambiado casi nada (por supuesto esto es una exageración, siempre cambian algunas cosas, pequeñas, importantes, absolutamente insuficientes). A pesar de su melancólico personaje principal, lo que dota de verdadera efervescencia narrativa a la novela de Lampedusa, es precisamente la capacidad para ilustrar con demorados hechos su frase más conocida y memorable.
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