Pablo Antoñana
Sé que me repito, lo mismo que los maestros de escuela repiten hasta el hartazgo la tabla de multiplicar, los curas de misa y olla en ese otro pulpito ya no de balconcillo ornado de flores, hojas y floripondios de mayólica, se repiten explicando el in-descifrable misterio de la Santísima Trinidad. Y León Salvador, sacamuelas o charlatán, se repetía, vendiendo relojes Ropstock con tic, tac, de diapasón, a tres pesetas ejemplar, relojes que siguieron dando tic-tacs por muchos años en bolsillos de chaleco de campesino colgados de cordoncillo de trabar zapatos. Convencían a su audiencia, en fervoroso corro devoto, por las ferias y fiestas en honor del santo que hizo, no se sabía muy bien cuándo y cómo, milagros y otros prodigios. Los políticos, suplantadores de los maestros de escuela, los curas de aldea y los sacamuelas, también se repiten y también tienen audiencia devota y fiel que entregan su voluntad en el papelito del voto, y con ello el «haz de mí lo que quieras», como entrega de virgen desflorada, y sin recibir pago alguno.
Es que encuentro entre lo recopilado antes algo para estas ondarras y que si no dije y puse en limpio, pude haberlo dicho. En su día lo robé, o me apropié de lo hallado en la mochila de Alfonso Castelao, como hace cualquier escritor que se precie, pues nada hay nuevo bajo el sol, o en latín eclesiástico, «nihil novum sub solem». Castelao, peregrino, ácido, con el bisturí de su pluma en la mano, entró como nadie en su pueblo, el suyo, hurgó en sus heridas viejas, y lejos de embalsamarlas puso en ellas la sal y el vinagre como mismo pretendió hacer Don Miguel de Unamuno en el discurso de su docencia.
Repasando sus escritos constato que Castelao no ha muerto. Está vivo en sus escritos, y lo peor es que cuanto escribió, dijo y dibujó, a veces telegráficamente, con lapidario acierto, sigue en pie, y el paso del tiempo sólo nos muestra que el tiempo poco borra, poco lima, poco alivia. Sigue lo mismo, igual a sí mismo, y releerlo causa pena y tristeza. Estamos en el mismo sitio. En el mismo que también dejó Fray Marcos da Pórtela con su "Catecismo do labrego", 1889, cuánto saber, cuánta burla implacable, tan vivo hoy como en su día, que bien pudo conocer Alfonso Rodríguez Castelao.
Expurgo lo más hiriente y actual de Castelao. Siempre hablan campesinos, en el "Catecismo", también con el peso de su sorna cachazuda a la espalda y el desamparo en la conciencia doliente. Escojo entre sus «dibuxos». Un campesino a otro: -«Te digo que el juez sabe mucho, mucho». -«¿Y es honrado, honrado?». -«Te digo que los votos de los hombres no sirven para nada». La dueña de la casa de putas: «Tengo mucha parroquia porque soy discreta, pues aquí viene el gobernador, el presidente de la Diputación y el de la Audiencia». Un viejo a otro viejo: «¿Y ahora a quién hemos de recurrir para librarnos de la justicia?» Otro campesino se queja: «La ley está contra nosotros y sin embargo no somos malos». «Qué ruin era el cacique, pero qué listo». «Me mataron el hijo en Marruecos y todavía no sé por qué hay guerra». «¿Ya sabrá el rey que los ministros juran en falso?» -«Los diputados ganan cuatro mil reales cada mes. Si no hiciesen otro mal». «No estudies, hazte político, llegarás a ser ministro de Instrucción».
2.- Dejo a Castelao y cojo la ondarra de otro asunto ya escrito: A la gente común, pueblo llano pero no sano, le apasiona el fútbol por la simplicidad de sus reglas. Nació con la aristocracia inglesa, se introdujo por los ingenieros ingleses en las campas de Volantín, Bilbao, se hizo cosa de gente pobre, que cosía sus propios balones, llevaban a hombros los palos de la portería, y como un hábito frailuno, eran propietarios de sus botas y camiseta. Un deporte dislate. Usar tan sólo los pies para darle diestras y expertas patadas a una pelota en ejercicio circense, devolviéndole al pie una función perdida, la prensil, cuando trepaba por los árboles como el macaco y ahora reivindica con ese brutal gesto. Excluidos los otros miembros del cuerpo humano, manos y codos, al ejercer tal gimnasia, más no la cabeza, que parecía cumplir oficio de pensar y aquí es excepción. Curioso. Juego infantil, ingenuo, que tiene aturdido al personal. Será por eso que es tan mimado por quien tiene la sartén del mango.
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