IMÁGENES DE UN MUNDO IDÍLICO (I)
Por: José Miguel de Azaola
Tal y como estaba previsto la sentencia del Tribunal Constitucional del 29 de marzo último sigue trayendo cola. Tras de haber propuesto la retirada de todos los recursos interpuestos por las autoridades de nuestra comunidad autónoma y todavía pendientes de sentencia ante dicho Tribunal, el presidente del órgano supremo del PNV acaba de sugerir la conveniencia de restablecer el llamado pase foral y, concretando su punto de vista, ha escrito en un artículo lo siguiente: «Ahí va una propuesta concreta: cambio el actual régimen autonómico por tres cosas, por el régimen fiscal y el régimen militar imperantes en Euskalherria hasta 1876, hasta ayer como quien dice, acompañados por la institución del pase foral» (Deia, 3 de junio de 1990).
El interés de estas palabras no radica en el hecho de que la propuesta vaya a ser o no aceptada; todos sabemos -y el proponente, el primero- que no tiene ningún porvenir. Ni tampoco en el hecho de que su aceptación implicaría la desaparición de la comunidad autónoma (pieza esencialísima de lo que el articulista llama «actual régimen autonómico»; ni en el de que en ella se hable de Euskalherria, cuando es sabido que en 1870 Navarra tenía desde hacía siete lustros un régimen privativo muy diferente del de las provincias Vascongadas, que son, evidentemente, la única porción de Vasconia a la que tal propuesta se refiere. El interés está en su forma idílica de presentar al público de nuestros días la antigua institución del pase foral, así como, en el mismo trabajo, otras facetas de la vieja foralidad.
Pues escribe luego que «eran los propios vascos quienes se reservaban el derecho de examinar en cada caso si el poder real se tomaba más atribuciones que las pactadas» (o sea, si las decisiones regias eran o no contrarias al Fuero). La verdad es que el único derecho que se reservaban los vizcaínos (por lo menos desde 1452), los guipuzcoanos (al parecer desde 1473) y los alaveses (formalmente desde 1703; en la práctica, y aunque no sistemáticamente, desde algún tiempo antes) era el de suspender la aplicación de las decisiones que les parecían estar en contradicción con el Fuero respectivo. Hecho lo cual solía elevarse a la Corona, o a la autoridad de que había emanado la decisión cuya aplicación se había suspendido, una instancia exponiendo la razón de su incumplimiento (el cual, según los casos, era total o tan sólo parcial) y pidiendo que se examinase la cuestión para mejor resolver sobre ella. Como tales instancias iban a menudo muy bien fundamentadas, el Gobierno de la Corona o los cuerpos asesores y judiciales de ella dependientes (el Consejo de Castilla, la Cancillería de Valladolid: esta última venía a ser el tribunal supremo de las tres provincias Vascongadas) las acogían favorablemente y, expresa o tácitamente, se conformaba la mayoría de las veces con el parecer de la provincia; pero en muchas ocasiones todo dependía de las interpretaciones de la ley, o de la doctrina política en boga (más o menos favorable a los principios absolutistas), o del mero interés coyuntural de los ministros de la Corona, amén de las circunstancias políticas y de la condición personal (más bien servil o más bien firme y gallarda) de las autoridades de la provincia y la mayor energía o mayor blandura del corregidor (representante permanente de la Corona en Vizcaya y en Guipúzcoa; en Álava no lo había); y así, según los casos, la decisión vetada acababa cumpliéndose unas veces sí y otras no, o se cumplía nominalmente y se incumplía en la realidad, o se cumplía contra viento y marea, sin más explicaciones, sólo porque el Rey lo quiere o por lo delicado y urgente de una situación de emergencia, ante la cual la representación de la provincia se inclinaba con mayor o menor disgusto, o mayor o menor resignación.
La obtención del pase foral (llamado en Guipúzcoa uso foral) era requisito indispensable para que se aplicasen en las Vascongadas las leyes, reglamentos, decisiones u órdenes, los nombramientos de personal y hasta las sentencias y otras decisiones judiciales cualesquiera procedentes del exterior de cada una de las tres provincias. Esto, que sería impracticable en un Estado moderno, puede hacerse (con el mismo resultado) invirtiendo los términos; o sea, reconociendo a la autoridad local la potestad no ya de denegar el pase o uso a determinada norma o decisión, sino la de recurrir contra ésta si estima que es contraria al sistema foral vigente: en otros términos y actualizando la cuestión, a la Constitución y al Estatuto. Y esto es lo que ocurre, de hecho, con los recursos al Tribunal Constitucional.
Por eso el competente foralista Adrián Celaya, miembro hoy del Consejo General del Poder Judicial (dignidad para la que, por cierto, lo propuso el PNV, al cual Celaya nunca ha estado, que yo sepa, afiliado; pero con el que mantiene buenas relaciones), bastante antes de ocupar ese cargo, en su aportación a las Jornadas de estudios sobre la actualización de los derechos históricos vascos (San Sebastián, 1985), después de recordarnos oportunamente (pues hay verdades, y hasta evidencias, que se olvidan de puro sabidas) que «los Fueros son una fórmula de Gobierno muy compleja, que mantiene un equilibrio difícil y a cada paso tiene que adaptarse y acomodarse a las circunstancias nuevas. Lejos de ser normas inamovibles, llevan en sí mismas un dinamismo que les permite acomodarse a todas las situaciones», y encarándose con la situación legal que dimana de la vigente Constitución, de 1978 y de su disposición adicional primera que establece el respeto y el amparo de los regímenes ferales, escribe lo siguiente: «La Constitución -es una versión moderna de la foralidad, que ya no puede revestirse de esquemas medievales. Ofrece la garantía de su letra escrita y el uso foral se sustituye por el recurso de inconstitucionalidad». E, insistiendo en esto más adelante, «el Estatuto no elimina las tensiones con el poder central que siempre resultarán inevitables, sobre todo en los primeros tiempos. (...) No existe la garantía del pase o uso foral, pero quizá sea más ventajosa la del recurso de inconstitucionalidad que nunca terminará en una decisión adoptada por la fuerza». (Páginas 34,40 y 44 del volumen aparecido en 1986 con el mismo título que las Jornadas.)
En mi libro El País Vasco (1988) hice mía esta tesis de Celaya, señalando, sin embargo, que, para ser satisfactorio, el actual sistema de recursos de inconstitucionalidad debiera reconocer a las comunidades autónomas (mediante una fórmula a la vez realista y equitativa, nada difícil de encontrar) el derecho, que reconoce al poder central, de oponer veto suspensivo durante seis meses (solamente prorrogables por decisión judicial) cuando recurre contra cualquier invasión de su esfera de competencia. Con ello las comunidades se hallarían en pie de igualdad con las instituciones centrales y renacería, además, el antiguo efecto del pase o uso foral como veto suspensivo (pues no era otra cosa) en tanto dictamina el Tribunal Constitucional. En Navarra, por cierto, el veto era absoluto cuando se denegaba la llamada allí sobrecarta (instituida en 1561), ya que la decisión última correspondía al virrey y al Consejo Real; pero como uno y otro eran de libre designación regia, su tendencia a complacer a la Corona exigía constante vigilancia por parte de la Diputación (emanación, esta última, de las Cortes del Reino). En principio y antes de votar subsidios al Tesoro regio, las Cortes navarras podían exigir la reparación de los contrafueros pendientes de ser subsanados; pero, en la práctica, este requisito se incumplía muy a menudo.
La realidad histórica del pase foral no era, como puede verse, ni mucho más ni mucho menos brillante que la hoy un tanto decepcionante (aunque, por ahora, no catastrófica) del recurso de inconstitucionalidad, teóricamente tan atractivo y tan propio de un Estado moderno; pero sometido a las flaquezas y limitaciones humanas que, en todo tiempo, empañan lo mismo las mitificadas imágenes del pretérito que las ilusiones doradas del porvenir. El presente es, siempre, áspero, ingrato, defectuoso, inflexible y coriáceo. Lo malo es que, salvo en sueños, no podemos vivir ni en el futuro ni en el pasado.
12 de Junio, 1990
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