El escritor y premio Nobel de la Paz en 1986 Elie Wiesel tuvo el privilegio de recoger en un libro las reflexiones de un personaje histórico, que ha vivido como protagonista importantes pasajes de los últimos 50 años: el presidente francés, François Mitterrand. "Cuando concluye el mandato y va culminando la tarea, y cuando, con la edad, se acerca el horizonte, suele plantearse la necesidad de agrupar los pensamientos dispersos y de ordenar la propia vida al filo de la escritura. Llegado a este punto, yo también siento la necesidad de expresar, en palabras que llevo demasiado tiempo conteniendo, lo que me importa". Así habla Mitterrand a Wiesel, judío nacido en Rumania en 1928, nacionalizado norteamericano. Ofrecemos un extracto de François Mitterrand, memoria a dos voces, que EL PAÍS-Aguilar publicó.
ELIE WIESEL
El poder fascina... ¿Por qué se le busca? ¿Qué aporta? ¿Cuáles son sus metas, sus trampas? ¿Cómo lo definiría usted?
Respuesta. Con la definición del diccionario. Uno retiene ahí lo esencial, el hecho de que el poder asume y reviste mil formas distintas. Afecta al individuo en su vida privada, en el seno mismo de la estructura familiar. Está presente en toda comunidad, desde el pueblo hasta la megalópolis; se manifiesta en la nación; pero es también parte del pensamiento, a través de la enseñanza, de la escritura, de las artes... Se trata siempre de la facultad otorgada a un individuo, o a un grupo de individuos, de comunicar su voluntad y sus concepciones a un conjunto más vasto, de orientar asimismo el destino de una colectividad.
P. ¿Implica, de algún modo, la superioridad y el dominio de un individuo sobre otros?
R. Yo diría más bien que hace falta un don particular para ejercer el poder. Pero ¿es eso acaso señal de una superioridad? ¿En lo que se refiere a la vida cotidiana y al rumbo de las sociedades, tal vez? Mas el que ejerce el poder no es forzosamente mejor que el resto. Es, simplemente, más apto que los otros a la hora de desempeñar dicha función. Es una cuestión de capacidades.
P. ¿Qué es lo que convierte en poderoso a un hombre con poder?
R. Como ya le he dicho, en el caso de la escritura, de la enseñanza, del arte, podemos hablar de unos dones particulares en el caso de ciertos creadores capaces de expresar, en un momento dado, el sentimiento, las oscuras necesidades de una nación. Si nos referimos a la organización de la sociedad, el hombre poderoso es aquel que ostenta los mecanismos de mando: el Estado, la Administración. Aquel que ha recibido el beneplácito de los electores en un sistema democrático.
P. ¿Cree que el poder de un artista, de un Goethe o de un Goya, por ejemplo, puede compararse al poder de un presidente?
R. Son formas distintas de poder. La más noble, si es que queremos establecer una jerarquía en ese terreno, es la consistente en disponer de un poder gracias a la sola fuerza de la propia creatividad, de la propia inteligencia. Y luego tenemos, más evidente, y reconocido de inmediato, el poder económico, político o social.
P. Sí, conocemos ese poder.
R. El poder de los taumaturgos, de los líderes de opinión, es misterioso. En la Edad Media, gentes como Vincent, Ferrier, Abélard o Bernard podían arrastrar a las masas. Luego, mucho después, hemos tenido a Gambetta, Jaurés, Lenin.
P. ¿No conlleva el poder en sí mismo una parte de ilusión?
R. El poder político no se basa en la ilusión creada, sino en la esperanza que encarna y que puede, desde luego, ser ilusoria. En cuanto a la ilusión del poder, se trata de una noción filosófica. Está claro que todo poder es ridículo si lo comparamos con el destino del individuo. Pero hay algo seguro: cuando es posible separar a gentes que se quieren o destruir a un pueblo es que ese poder no es ilusorio. Creo que el poder es siempre temible. Quien lo ostenta debe, si no sentir miedo, sí al menos permanecer extraordinariamente vigilante acerca de la naturaleza y el alcance de su propio papel. Si es inteligente buscará contrapoderes. Cuando se ostenta el peso del poder, se trata de organizarse para soportar sus excesos. Ésa es la razón por la cual la filosofía política se ha orientado poco a poco hacia una concepción al uso democrático. Separar los poderes, a fin de controlarlos mejor. Descentralizar para distribuirlos mejor. Las organizaciones sindicales representan igualmente, en el terreno económico y social, un importante contrapoder. Del mismo modo que en el arte hay que romper, cada cierto tiempo, con los conformismos y los academicismos, y cederle el paso a nuevas escuelas que provoquen, de repente, una ruptura en los modos expresivos, en los estilos.
P. ¿Cuál es, entonces, el auténtico poder?
R. La respuesta nos la da la historia. Pienso en esos grandes agitadores, como Étienne Marcel o Espartaco, que fueron vencidos por el poder. Y en otros, como Lenin, que se hicieron con él. También Cristo fue considerado por las instancias políticas un agitador. Le costó la muerte. Su revancha fue póstuma. Y de su persona y de sus enseñanzas nació la Iglesia, cuyo poder no fue precisamente escaso. ¡Por parte de un pequeño agitador provinciano, en fin, no estaba mal! Se creía que había perdido, y finalmente ganó. (...)
El limite del poder
P. ¿Cree usted que el poder político necesite hoy de contrapoderes?
R. Absolutamente. Si una sociedad necesita de un poder real, necesita al tiempo de contrapoderes tendentes a limitar, no a destruir, los actos de ese poder. Todo hombre va siempre hasta el límite de ese poder, ya sea éste legislativo, ejecutivo, judicial o periodístico. Hay, pues, que hallar celadores, alcanzar un justo equilibrio.
P. Sus escritos sobre el Stalag me llenaron de emoción. Hablaba en concreto de un hombre, un carpintero de Turingia, que de repente se transformó en su amo.
R. Como ya hemos hablado, durante un momento de mi vida fui un prisionero de guerra. Fui, salvando las distancias, como esos esclavos cuyos músculos eran sopesados en un mercado. El carpintero, sin que por ello me considerase exactamente un esclavo, me escogió entre otros muchos. Y para decir la verdad, no me fue muy desagradable el hecho de ser conducido cada mañana, entre guardianes armados, a un taller oliente a madera y a serrín, un local que resonaba por el ruido de las máquinas. Como mi bisabuelo había sido comerciante maderero, tenía todo aquello impreso en la retina, grabado en los oídos. El carpintero tenía enormes lápices, largos y planos, lápices que usan los artesanos para fijar sus medidas y dibujar las piezas por recortar. Era un buen tipo; a sus ojos, yo era más un compañero que un aprendiz, un ayudante. Obsesionado por Napoleón, cuando me escribía algo sobre una plancha indicaba fechas, las de Austerlitz, Jena o la boda de María Luisa; tenía en su casa una colección de fotos que había recortado, al azar, de periódicos y revistas.
La felicidad es fugaz
P. ¿Y no experimentaba usted, pese a esa simpatía, un sentimiento de impotencia?
R. El poder del carpintero es uno de los que menos me han hecho sufrir. En la cárcel, en marzo de 1941, sentí un aislamiento terrible. Me decía; "Estamos en 1941, me encuentro en una celda, en una prisión medieval en el corazón de Alemania, bajo el régimen de un hombre, Hitler, que domina Euro-pa y que anuncia —Rusia aún no había entrado en guerra— que esa Europa durará mil años. Mi fami¬lia no sabe mi paradero, y el Ejército al que pertenezco ha perdido mi pista. Mis cantaradas de campo, también. En esta ciudad, excepción hecha de un carcelero y tal vez de un policía, todos ignoran mi existencia". Lo único que tenía para leer era el misal de mi compañero de evasión. Él era mi única relación social. Leía los salmos para rellenar mi tiempo, esforzándome por recordar mi latín.
Nunca volveré a conocer una indigencia y un aislamiento semejantes, teniendo en cuenta, además, que nadie me aseguraba que aquello no iba a durar para siempre.
Pero tenía, a la vez, confianza. Una de las grandes incapacidades humanas es el poder imaginar el porvenir; éste se nos presenta siempre a imagen y semejanza del presente. A veces, esto surge de un sentimiento noble; en caso de una pena, de un duelo, nuestro dolor aumenta si pensamos que un día disminuirá, será más débil, menos intenso. Siempre sentimos, de modo instintivo, que la felicidad es fugaz. Pero considere otra situación: una decepción, por ejemplo, en la carrera elegida. Quien la sufre se siente desacreditado, echado a un lado, y se abandona, se deja ir, olvidando que la vida es todopoderosa y que a la mañana siguiente, o bien, para aquellos que son pacientes, un año o dos después, las piezas del puzzle vuelven a cambiar de sitio. Es mi temperamento. Se dirá que soy optimista, pero nunca he creído que un obstáculo de ese orden fuese insuperable.
Como el hombre es de talante conservador, no tiende a abstraerse de las circunstancias de su presente. Y debería confiar más en su instinto, en esa extraordinaria facultad de cambio de la existencia. Cambio que nos cambia también a nosotros los seres humanos. (...)
P. ¿Le han deprimido sus derrotas políticas?
R. No, jamás. Mi bando estaba deshecho. Inyectarle fuerza y vigor fue una apuesta incierta. Y los comentaristas podían decir que yo perdía siempre; para mí, aquello no significaba nada. León Blum tardó 15 años, de 1921 a 1936, en lograr que triunfase el Frente Popular. Yo necesité 10 años, de 1971, año en que se crea el Partido Socialista, a 1981, fecha en que resulté elegido, para alcanzar el triunfo. Y entre esas dos fechas, todo fue una serie de fracasos aparentes. Pero, en realidad, el progreso era constante.
P. ¿Cuando llegó al poder era tal y como se lo había imaginado desde fuera?
R. Había estado lo bastante cerca como para hacerme una idea más o menos exacta, pero no pensaba que fuera tan importante. Desde 1958, el presidente de la República Francesa podía, mientras tuviese el consentimiento popular, obrar en prácticamente todos los campos. Él mismo era su único freno. Yo impuse límites a mi propio poder. Creo que es mejor escuchar, además del propio fundamento, el criterio de una institución.
P. Entonces, el verdadero poder sería aquel que uno ejerce sobre sí mismo. ¿Ha tenido usted momentos de euforia, de exaltación y de angustia?
R. Si al que ejerce el poder le domina la angustia, no puede sino vivir en la duda. Es un sentimiento muy noble, desde luego, eso de estar angustiado por las consecuencias de las propias decisiones, pero se corre el riesgo de llegar a una contradicción permanente. La conciencia del riesgo es un criterio importante. Me he sentido exaltado ante un poder que iba a permitirme dar rienda suelta a mis aspiraciones: atacar tal estructura, tomar una orientación tendente a garantizar la seguridad del país o el bien de los individuos, asegurarles una mayor justicia a determinados grupos sociales, etcétera. Pero no se puede vivir en una exaltación perpetua, en la cima del volcán: un buen día, uno se da cuenta de que el acto realizado tiene felices consecuencias para la mayoría, y al otro la vida se encarga de recordarle que la responsabilidad no consiste sólo en eso. Algunas de las grandes reformas del Gobierno de Pierre Mauroy me llenaron de alegría, pero he vivido a cuenta de esa alegría. Porque cada hora de mis días bastaba para sacarme de ese estado novelesco.
P. Lo que queda de un ser humano son sus actos y sus palabras. La historia juzgará sus actos, pero ¿cómo los juzga usted?
R. Como soy de natural insatisfecho, creo haberme quedado muy por debajo de mis ambiciones, y les doy, en líneas generales, razón a las críticas que me formulan, pese a que mis adversarios se equivocan al condenar en bloque, y de modo definitivo, mi trayectoria. Por supuesto, mi visión es más moderada. Me parece injusto denigrarlo todo. Espero, en cualquier caso, que algún día, si alguien se interesa por ello, pueda hallar en mis palabras y en mis escritos, así como en mis actos, materia con que alimentar la fe en el destino de la humanidad, en el destino de Francia, en la construcción de Europa. Espero que alguien compartirá mis principios, unos cuantos al menos, ideológicos y morales.
P. ¿Hay algo que lamente?
R. Sí, no haber hecho todo lo que hubiera debido hacer. Por ejemplo, contra el desempleo. Sé bien que ese mal no es propiamente francés, pero Francia lo sufre, y eso me hace sufrir. En ocasiones he minusvalorado la apatía de las sociedades, la lentitud de sus engranajes, el peso de sus hábitos. No se cambia una sociedad con una decisión legislativa. Pero muchas cosas han cambiado en Francia de forma decisiva desde 1981. En el plano de la justicia, de las jurisdicciones especiales, del Código Penal; sobre las mujeres, a sus derechos matrimoniales, familiares, financieros; con respecto a la protección de los niños, a la lucha contra la segregación. .. Y me halaga haber contribuido a ello.
"HE HECHO LO QUE HE PODIDO"
Intentemos adivinar las historias. Por ejemplo, del día de la liberación. ¿Cómo empezó? Se levantó por la mañana y...
R. La liberación la experimenté de veras cuando París fue liberado. No era el fin de la guerra, puesto que regiones enteras de Francia seguían en manos del enemigo, pero yo estaba en París, era miembro del secretariado del Gobierno provisional y habíamos conocido días difíciles...
P. ¿Dónde vivía usted?
R. En el cruce del bulevar de Saint-Germain con el bulevar Saint-Michel, muy cerca del lugar donde se desarrollaron algunos de los principales combates. Circulaba en bicicleta. Nos cruzábamos con los alemanes, los carros de combate pasaban a nuestro lado, había tiroteos. Todo eso no impidió que las gentes fueran a las tiendas a realizar sus compras. Había colas para el pan y la leche. Y de repente, tiros. Algunas personas caían. La gente se tiraba al suelo y luego la vida continuaba. No muy lejos, en otros barrios de París, ni siquiera sabían de los combates. Por la noche, mientras esperábamos al general Leclerc en la alcaldía (vino algo después), nos embargó un entusiasmo formidable. Era la noche de San Luis, uno de los reyes franceses más representativos de la grandeza de Francia. Y nuestra espera cobraba un elemento místico y simbólico, algo verdaderamente emocionante. Pero usted ha sentido como yo esas alegrías simples, por ejemplo, mirando un cielo claro del mes de agosto o viendo una lluvia de estrellas fugaces. Eso me sucedió varias veces durante la infancia, en casa de mis abuelos, y siempre me invadió un extraordinario sentimiento de plenitud. No necesito la intervención de la historia.
P. ¿No le da miedo el fervor colectivo?
R. Tengo en esos momentos conciencia de mis responsabilidades. La tarde de mi primera elección a la presidencia de la República me hallaba en Cháteau-Chinon. Se declaró una tempestad. Recuerdo haber regresado en coche bajo trombas de agua. El coche, azotado por el agua, rodeado de brumas, avanzaba dificultosamente. Sentía la alegría del triunfo y la responsabilidad de la tarea que iba a asumir, pero esa tempestad me parecía un símbolo de las dificultades por arrostrar. Y ese símbolo se verificó, no podía ser de otro modo. (...)
P. ¿Tal vez a causa de la muerte, esa muerte que ronda siempre muy cerca en los periodos de guerra?
R. En esa época, yo no pensaba que pudiera morir, no creía que mi hora estuviese cerca. Ni siquiera me lo planteaba. Era joven...
P. Estamos a finales de siglo. ¿Cómo ve el porvenir de la historia, esa historia en la que ha participado?
R. Las ciencias y las tecnologías van a desarrollarse, confundiendo los mapas y obligando a los hombres a concebir una sociedad de producción diferente. La cultura cobrará una importancia creciente. La ausencia de fe provocará una proliferación de sectas. Muchos esperarán a un taumaturgo, como durante las tragedias medievales. Esperemos no tener que asistir a desbordamientos políticos, como fue el caso de Alemania en 1933.
P. ¿Le gustaría seguir en la Tierra en el 2010? ¿Le preocupa su presente o su porvenir? ¿Piensa usted en ello?
R. No. Al igual que Willy Brandt, quien hizo inscribir sobre su tumba esa divisa tan bella como epitafio, diré: "He hecho lo que he podido".
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