Por: Manuel Montero
El 22 de marzo de 1960, hace 53 años, murió José Antonio Aguirre. «La desaparición de este vasco esclarecido rebasa todas las fronteras, sean ideológicas o nacionales», proclamaba Euzko Deya al glosar la figura del principal líder nacionalista, el lehendakari del Gobierno Vasco que se formó en 1936; y presidente del Gobierno Vasco en el exilio. La noticia provocó honda conmoción entre los nacionalistas. La carta que escribió desde Francia un dirigente del PNV a un correligionario que vivía en Bilbao reflejaba el estado de ánimo que siguió a este fallecimiento: «Te muestras pesimista y supones que habiendo desaparecido el Presidente Aguirre se ha hundido Euzkadi, perdidas todas las esperanzas de liberación de la Patria, y que ya no hay otra solución que nuestra muerte política». Para evitar el desaliento, concluía que «nuestra obligación es la de continuar la tarea, reforzando más nuestra decisión».
El nacionalismo vasco, como todas las fuerzas democráticas, vivía los años de la represión. Movimiento clandestino, su organización en el interior era precaria y sus actuaciones se llevaban a cabo con enormes dificultades. Con todo, la muerte de Aguirre provocó una gran movilización. Demostraba la pervivencia de la contestación nacionalista al régimen de Franco. La policía montó un amplio dispositivo, para controlar estas repercusiones. Por ejemplo, tomó detallada nota de quienes acudieron a los funerales y entierro de Aguirre en San Juan de Luz. La «Brigada Regional de Investigación Social» registró a 436 personas que, procedentes de Bizkaia, pasaron la frontera por Irún y Behovia, para acudir a tales actos. Era número considerable, dadas las dificultades de comunicación y de movimiento por razones políticas que por entonces se atravesaban.
Movilización soterrada
«Hasta el momento - escribió el 30 de marzo el Servicio de Información de la Dirección General de Seguridad, en una Nota calificada de «Secreto» -no se ha producido ninguna manifestación exterior por la que los nacionalistas pretendan exteriorizar un sentimiento colectivo por la desaparición que les aflige, ante la pérdida de este símbolo del separatismo vasco». No había manifestaciones convocadas públicamente, pero la policía percibía la conmoción nacionalista.
«La muerte de José Antonio Aguirre, ha sido y sigue siendo muy sentida por las numerosas familias y personas que de una manera callada mantienen su identificación con la política que propugnaron los separatistas vascos en la época de la República». Las reacciones eran casi todas silenciosas, pero existían. El Servicio de Información constataba que la familia de Aguirre había recibido innumerables cartas y telegramas de pésame. «Están redactadas de forma breve, sin hacer la menor alusión al aspecto político».
Otras reacciones implicaron una tarea organizativa: se celebraron en Bizkaia numerosas misas «en sufragio de su alma», «pero de una manera sencilla, sin exteriorización alguna tanto a la entrada como a la salida de los Templos». Las relaciones personales bastaron para canalizar esta movilización soterrada. Tales actos continuaron los meses siguientes. Fueron muy frecuentes en abril. En diversas parroquias de Bilbao, en Bermeo, Ortuella, Amorebieta, Basauri, etc., hubo misas en recuerdo de Aguirre, a veces convocadas desde el púlpito, lo que provocó la alarma del régimen y un estricto control de los asistentes.
Quizás el principal acto que hubo en Bizkaia en honor de Aguirre fue el convocado el 17 de abril en la ermita de San Roque, de Archanda. Domingo de Resurrección, los nacionalistas celebraban el Aberri Eguna y evocaban la figura del desaparecido lehendakari. «Se congregaron en la ermita y sus alrededores unos dos mil individuos con corbatas negras muchos de ellos y botones en la solapa del mismo color y otros con vestimentas que denotaban claramente su ideal político separatista y gran número portando cachavas y algunos cayados de acebo», constataba la Guardia Civil, alarmada ante una concentración tan numerosa, insólita a la altura de 1960.
Dos rosarios
Las autoridades impidieron el acto: hicieron que no acudiese el sacerdote encargado de oficiar la misa. Los asistentes rezaron dos rosarios y se disolvieron. No hubo incidentes, pero los ánimos estaban encrespados: así lo confirman las fuentes policiales. Aseguraban que muchos habían acudido con «cachavas y palos» para impedir lo que sucediera en la iglesia de Sestao el 8 de abril. Allí, tras la misa, «la Guardia de Franco» obligó a los asistentes a cantar el «cara el sol», levantando el brazo. «Hoy no puede con nosotros ni el Regimiento de Garellano», se oyó decir a alguno de los congregados en Archanda.
A la misma hora hubo también gran afluencia de público a la misa que se celebró en Begoña, «luciendo gran cantidad de personas corbata negra y botón en la solapa del mismo color y el escudo de Vizcaya», pese a que no se había anunciado ningún funeral por Aguirre. El Gobierno Civil afirmaba que «entre las personas adictas al Movimiento existe gran indignación con motivo de estos funerales por dicho político fallecido, pues se trata de una forma clara de manifestar sus ideales y manifestar su adversidad al régimen». Tenía razón: pese a la represión franquista, subsistían la contestación nacionalista y la adhesión al presidente del Gobierno Vasco en el exilio, José Antonio Aguirre.
Comentarios