Lampedusa no es más que la punta del iceberg de un problema mucho mayor y ante el cual la UE no puede mantener los ojos cerrados o implementar políticas destinadas solo a frenar la inmigración clandestina que no conducen más que a nuevas tragedias
Por Antoni Segura *
LA pequeña isla de Lampedusa (22 km2), la mayor del archipiélago de las Pelagias, situada a 160 km. de Malta, a 140 de las costas tunecinas, a 210 de las de Sicilia y a unos 280 de las de Libia, se encuentra en el centro de lo que podría denominarse el triángulo de la muerte de los inmigrantes africanos que intentan llegar a Europa clandestinamente: en los últimos veinticinco años se calcula que más de 8.000 personas han perdido la vida en las aguas de dicho triángulo. El precedente más reciente fueron los 61 inmigrantes muertos de hambre y sed en mayo de 2011 tras pasar dos semanas a la deriva frente a las costas de Lampedusa y no ser atendidos ni por la guardia costera italiana ni por un buque de guerra de la OTAN y un helicóptero militar. Procedían de Trípoli y huían de la guerra civil libia. Solo hubo 11 supervivientes.
Pero la magnitud de la tragedia de 2011 queda empequeñecida por la del pasado 3 de octubre, cuando un barco sobrecargado con más de 500 inmigrantes se incendió frente a las costas de la isla. La embarcación procedía de Misrata (Libia) y portaba inmigrantes de Somalia y Eritrea que huían de la guerra civil y de una de las dictaduras más férreas del mundo y, por supuesto, de la miseria, la pobreza y la sequía que asola al Cuerno de África. La aventura acabó en una gran tragedia al ser recuperados más de trescientos cadáveres y se habló de algunas decenas de desaparecidos.
La tragedia de Lampedusa supone para la Unión Europea, como afirmó el Papa Francisco, "una vergüenza". Sin duda, dio en el clavo, ya que la UE no tiene una política común sobre la inmigración que llega a Europa de forma irregular y, en última instancia, el trato que reciben los inmigrantes depende de las leyes de extranjería de cada país miembro. Así, en el caso de Italia rige la ley de inmigración Bossi-Fini de 2008, que penaliza a los inmigrantes que han atravesado ilegalmente las fronteras del país y a quienes les ayudan dándoles trabajo o alquilándoles una vivienda. De esta manera, paradójicamente, a las víctimas se les concederá la nacionalidad italiana y se les hará un funeral de Estado mientras los supervivientes serán multados y sometidos a un largo proceso burocrático para obtener la residencia o, en el peor y más probable de los casos, ser repatriados. Legislaciones similares rigen en la mayoría de países comunitarios, sobre todo, en lo que se refiere al alquiler de vivienda o la contratación laboral. Además, en muchos casos, ayudar a una embarcación ilegal en apuros puede llegar a comportar problemas legales.
El tema de la inmigración ilegal se planteó ya en la cumbre Euromediterránea de Barcelona de 1995, pero es muy poco lo que se ha avanzado desde entonces. La UE ve con buenos ojos la libre circulación de capitales y de mercancías (no olvidemos que uno de los objetivos no logrados de dicha cumbre fue el establecimiento de un área de libre comercio en el Mediterráneo) pero no de personas cuando se trata de flujos de sur a norte. Es más, la situación ha ido a peor y el modelo de Europa fortaleza parece haberse impuesto con un reforzamiento de las medidas de control en las fronteras terrestres y marítimas para impedir la llegada de inmigrantes.
En realidad, como ya apuntaron muchos expertos a mediados de los noventa, era un modelo totalmente erróneo que pretendía poner puertas al campo sin abordar los factores que impulsan a la emigración clandestina: las guerras, las profundas desigualdades entre el norte y el sur, la miseria y la pobreza, las mafias que trafican con emigrantes… En muchos países africanos con una esperanza de vida muy baja (y también en algunos países asiáticos cuyos emigrantes llegan también desde las costas africanas) solo caben dos alternativas: o morir jóvenes como consecuencia de la guerra, de la miseria o del sida u otras enfermedades letales o jugarse la vida intentando llegar a Europa clandestinamente. En el primer caso, la muerte es prácticamente segura; en el segundo, muy probablemente, también; pero si no se muere en el intento las posibilidades de una vida mejor -aún sin papeles- constituye un estímulo suficiente para jugarse la vida en el estrecho de Gibraltar o en el canal de Sicilia.
En los últimos años, la crisis económica mundial, la guerra, los procesos de transición política en los países árabes y la prolongada sequía del Sahel han deteriorado hasta límites insoportables la supervivencia en muchos países africanos y de Oriente Medio. Sin ir más lejos, la guerra civil de Siria ha provocado ya más de dos millones de refugiados que se han desplazado hacia los países vecinos (Líbano, Jordania, Turquía, Irak) y cuatro millones de desplazados internos; mientras que la sequía del Sahel amenaza a más de 15 millones de personas y ha ocasionado ya el desplazamiento de millones de refugiados y desplazados. También las interminables guerras de Somalia, de la región de los Grandes Lagos en la República Democrática del Congo, de Sudán, etc., han provocado millones de refugiados y desplazados que se añaden a los que en la década de los noventa provocaron las guerras de Etiopía/Eritrea y Ruanda. Más recientemente, la guerra de Malí ha significado el éxodo de cientos de miles de refugiados hacia zonas ya duramente castigadas por la sequía (Mauritania, Burkina Faso, Níger, sur de Argelia). En muchos casos, como también sucede por causa del hambre, la guerra o las enfermedades endémicas con la población de los países del África Occidental, son potenciales emigrantes.
Lampedusa no es, pues, más que la punta del iceberg de un problema mucho mayor y ante el cual la UE no puede mantener los ojos cerrados o implementar políticas destinadas solo a frenar la inmigración clandestina que no conducen más que a nuevas tragedias. Sin olvidar que esta situación está favoreciendo la expansión de Al Qaeda en el Magreb Islámico y de grupos radicales del universo jihadista que están convirtiendo el Sahel en uno de los mayores mercados mundiales para el tráfico de armas y de drogas y para la realización de secuestros económicos. Lo recordaba el pasado mes de mayo Antonio Guterres, el alto comisionado de la ONU para los Refugiados, cuando afirmaba que el Sahel "constituye una combinación letal de sequía y desplazamiento por causa del conflicto. No se trata solo de una situación humanitaria dramática sino que se ha convertido en una amenaza a la paz y seguridad globales".
Sin duda, y a pesar de la crisis económica que sacude al mundo occidental -y aunque no seamos muy conscientes todavía en mayor medida a los países menos desarrollados- urge una profunda reconsideración de las relaciones norte/sur que contribuya a reducir las desigualdades y a estabilizar políticamente y democráticamente las regiones más conflictivas. Solo así, actuando en las raíces que impulsan a los desheredados de la tierra a emigrar en las condiciones más difíciles y letales, se empezará a abordar seriamente el problema de la inmigración clandestina. Ya está más que comprobado que las leyes de extranjería actuales y los controles -cuando no la represión- no solo no sirven sino que contribuyen a acentuar la tragedia. Tenía razón el Papa Francisco cuando hace unos días clamaba en Lampedusa contra la "globalización de la indiferencia": "¿Quién de nosotros ha llorado por la muerte de estos hermanos y hermanas, de todos aquellos que viajaban sobre las barcas, por las jóvenes madres que llevaban a sus hijos, por estos hombres que buscaban cualquier cosa para mantener a sus familias? Somos una sociedad que ha olvidado la experiencia del llanto. La ilusión por lo insignificante, por lo provisional, nos lleva hacia la indiferencia hacia los otros, nos lleva a la globalización de la indiferencia".
*Catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Barcelona
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