Una de las ubérrimas conquistas que se alcanza a través de una saneada hacienda es la de no depender de nadie, de otro modo dicho, la independencia. Quien la posee puede dedicar sus ocios a lo que le indique su vocación. Esto cabría argüir al principio (luego la cosa no fue tan fácil) de los tres hijos de Ramón de la Sota, uno de los forjadores de la riqueza vasca. Y así se convierten en hombres de pluma sus hijos, Ramón, publicista, técnico en temas marineros; Alejandro, que impregna de bilbainismo su pluma (otro de los que ejerce, Ortiz Alfau, prologó sus divagaciones de un bilbaíno) y el más frondoso en las letras, Manu, en más de una ocasión firmante con el seudónimo de Txanca.
Le conocí en Villa Etxephardia de Biarritz, ya en sus postreros días. Una de aquellas sirvientas de edad, buena presencia, de las de toda la vida, me abrió la puerta. Ramón me introdujo en su biblioteca mostrándome bellas estampas marineras, leyéndome más de un párrafo de sus inéditos sobre las navieras de vela y de vapor. Manuel me recibió con menos entusiasmo. Me dio un ejemplar de su «Yanqui Hirsutus». Entre sus ejemplares de coleccionista pude contemplar su manuscrito de la gramática de Darantz así como inéditos del vascólogo Dogson. Me permití releer subrayados de sus obras y quedó impasible. Recuerdo uno de ellos que pudo sugerirle la triste hora del éxodo. “Nunca los oídos del alma dejarán de percibir aquella canción de cuna que oímos un día en primavera, aquel txistu que anunció la fiesta en un domingo de sol, aquel botar de la pelota en la tarde de verano, y aquel tañido de la campana que también doblará por nosotros, aunque la muerte nos sorprenda en un confín de la tierra o en el misterio del mar”.
No era el Manu Sota que yo imaginé. El dramático de garra. El periodista agudo. El viajero incansable. El político de la guerra, del canje de prisioneros, el delegado de Euzkadi en Nueva York, mucho menos el colaborador de Jagi Jagi, heterodoxo del nacionalismo, que rechaza el Estatuto y exige la independencia, que pide para él y sus compañeros sufrir prisión por la patria, lo que constituye la serena alegría del sacrificio. El que yo vi, no diré que se acerque a los altares, pero sí que daba a su vida una orientación religiosa, que vivía ya con la mirada en las alturas.
Me di cuenta de inmediato que yo no sería su amigo. Sus amigos de entonces eran los científicos, el Dr. Gárate, Jaime Querejeta, Lino Aquésolo, Lasa Apalategui, todos en trance de publicar la monumental obra “Diccionario Retana de Autoridades del euskera”.
En esta obra Sota pone la parte del león, su paciente labor de fichaje de términos vascos desde 1935. Escribe en euskera, en francés y en español. Repasando mi copiosa bibliografía del personaje, que recojo de tiempo atrás, observo que él mismo cultivó la bibliografía. Alfabetizó la revista «Euskal Herria», trabajo que luego quedaría inédito y Jon Bilbao expurgaría. Hizo además el inventario de la célebre revista Ariel de Chaho, de Biarritz Thermal, de la Revista de las Provincias Euskaras, y de la Revista Euskara, esta última con Jon.
Repasándole como hombre de teatro no conviene olvidar su «Pedro Ignacio», leyenda dramática; su «Caudillos», adaptación del inglés, su versión de «Libe», melodrama original de Sabino de Arana; «La última hora», alegoría escénica, el monólogo del sacristán filósofo al pie del manzano verde, “Negarez igaro zan atsoa”, o «La vieja que pasó llorando, Gosemin», y la más conocida, “lru Gudari”.
En la narrativa atesora una serie de cuentos vascos y su libro ya citado que subtitula pequeñas conversaciones sobre los habitantes del mundo sajón, recientemente impreso por la Editorial Idatz Ekintza.
Hizo poesía en euskera, pronunció un cúmulo de conferencias, pero su mayor producción debe buscarse en los periódicos. Escribe en Excelsior, Euskerea, Yakintza, Vida Vasca, La Tarde, Euzkadi, El Día, Euzko Deya de Buenos Aires y de Méjico Aberri, Jagi Jagi, en ocasiones largos seriales que deberían de nuevo coleccionarse.
Manu Sota escribió una gran parte de su obra en el exilio. Encarnando en el personaje «Don Bable de Yanki Hirsutus», recién escapado del régimen de Franco, se descubre y boina en mano saluda a la estatua de la Libertad, madre de los desterrados, amparadora de la dignidad humana y de los derechos del hombre.
Un autor a reeditar. Una pluma a releer de la que todavía aprenderemos mucho.
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