Yanqui Hirsutus es uno de esos libros que se leen de un tirón. Desde el principio, el lector se muestra interesado con los acontecimientos que se desarrollan en el libro. Va pasando páginas y más páginas –son cerca de cuatrocientas las que contiene- con facilidad, casi sin apercibirse, hasta que súbitamente se encuentra con que está terminado el libro.
Esto, al menos, me ocurrió a mí. Y como me parece uno de los elogios más sabrosos que se pueden hacer de la obra de un escritor, lo consigno así.
Evidentemente, la literatura vasca contemporánea tiene en Manuel de la Sota una de sus más valiosas cifras. Posee este escritor un estilo fácil, sencillo, agradable, calafateado y respaldado por una cultura vastísima. Cultura que emerge de las páginas de sus libros de una manera espontánea, elegante, sin que se advierta en el autor la menor intención de mostrarla.
Yo me hice cargo de la valía literaria de Sota a raíz de una conferencia que pronunció en San Juan de Luz, hace cosa de dos o tres años, y que después fue editada por la revista Euzko-Deya de México. Hasta entonces, y salvo algún que otro artículo de prensa, puede decirse que yo no había leído nada de él.
Esta conferencia versaba sobre el carácter vasco. Y revelaba nuevas facetas, nuevas e interesantes vetas de nuestra psicología, inexploradas, y casi inéditas, por así decirlo. Me pareció que se abrían de pronto nuevos horizontes por atisbar. Era como si se clausurara toda una concepción amanerada de lo vasco. Los viejos elementos que integraban el lugar común literario vasco –el mutil sencillo y bondadoso, la neska sentimental, el viejo patriarca de luengas barbas blancas, la amatxo estoica, el chistu, el tamboril, los atardeceres pierrelotianos y demás accesorios bucólicos- parecían retirarse de pronto, dando paso a otra fase nueva.
Y entonces pensé en Baroja.
Solo Baroja había buceado antes en ese fárrago de tipos aventureros que se dan en el país. Solo él había apreciado y ensalzado –desde un punto de vista literario, se entiende- al pirata, al negrero, al arlote jaranero y ajolakabe, al hombre de acción, impetuoso, enérgico, a veces un tanto cínico y no siempre muy escrupuloso.
Ahora, con la lectura de Yanqui Hirsutus, he reafirmado esta opinión. Repito que no conozco casi nada de la primera etapa literaria de Manu Sota. Pero algunos amigos a quienes he hablado de este presunto paralelismo literario entre Baroja y Sota -entiéndase bien que me refiere al aspecto novelesco y más concretamente a su fase vasca- se han quedado extrañados.
-No, hombre; no hay nada de eso -me han replicado.
Y sin embargo, a mí me parece que estoy en lo cierto.
Hay en Yanqui Hirsutus, por ejemplo, un marinero lequeitiano a quien el autor llama Txipristiñak, que parece una réplica del Chimista de Baroja. No tiene –ni ha pretendido dársela el autor- la genialidad del indomable marino barojiano. Hay que tener en cuenta que uno es un simple camarero de la oficialidad de un barco, mientras que el otro es nada menos que un capitán s tiempos heroicos, un verdadero jefe al que se entregan incondicionalmente todos sus subordinados, y al que siguen sin titubear en sus arriesgadas correrías por el mundo.
Pero ambos poseen una misma filosofía, mezcla de escepticismo, de energía y de cinismo. Hay, por ejemplo, en Yanqui Hirsutus, un pasaje en el que se discute sobre el concepto del patriotismo. Se enfrentan dos concepciones distintas y hasta antagónicas y hay argumentos de peso en apoyo de ambas. De una parte está el viejo concepto europeo de la patria, la del nacimiento y la de los antepasados, la de los que fueron y los que serán, es decir, la patria tradicional histórica. De otra, el concepto americano, el de la patria descubierta por el emigrante. Aquí los elementos fundamentales son el bienestar y el agradecimiento.
La técnica del diálogo, desarrollada magistralmente por Sota a lo largo de todo el libro, en este capítulo adquiere quizá su culminación más feliz. Aquí, el autor, un poco a la manera dostoyevskiana, parece abstenerse de intervenir en la discusión planteada y concede a sus personajes una especie de autonomía, proveyéndoles además de toda suerte de pertrechos ideológicos, para que la contienda pueda llegar a su climax.
Pero de pronto penetra Txipristiñak en la habitación donde tiene lugar el debate y enterado de la materia de discusión interviene inmediatamente: toma de la mesa un pedazo de pan, lo levanta y exclama con energía.
—Este, este es mi patria. Y aquí vemos que Sota, como Baroja, no puede substraerse a la simpatía que le inspira, el cinismo y la sakarkeria del arlote, pues un capítulo importante del libro, en el que se han registrado opiniones y puntos de vista ponderados y llenos de ecuanimidad lo cierra con la estridente salida de Txipristiñak.
Otro vínculo entre Txipristiñak y Chimista es la tendencia de ambos a salpicar su charla con refranes vascos, vengan o no a cuento.
Un elemento inapreciable que incorpora Manu Sota a la literatura vasca es su humorismo. Hay que advertir que en la novela vasca el humor es planta casi exótica. Quizá ello se deba a que nuestra literatura ha sido tributaria de la de países donde no se han conocido humoristas de nota.
Esto debe ser así, puesto que en otros aspectos de la vida vasca, el humor se da con mucha frecuencia. En los bertsolaris, por ejemplo, el humor es un elemento imprescindible que posee numerosos matices, desde la broma inocente hasta la sátira descarnada y cruel.
Baroja, al dar Ia pauta de autoctonía a la novela vasca, rompió con este lazo, y aportó también el ingrediente de su humor. Pero el humor barojiano no tiene nada que ver con este humor británico de Sota. Donde Sota se muestra fino, irónico y sutil, el Hombre Malo de Itzea aparece sarcástico y contundente. Un amigo mío decía, por fastidiarme, que el humor de Baroja no era humor, sino mal humor.
He mencionado algunos de los aspectos positivos de Yanqui Hirsutus. Ya en plan de crítico voy a exponer también mis reparos al libro. Después de todo, un escritor de Ia talla y de la madurez de Manuel de la Sota exige una crítica severa.
Para mí, es una lástima el carácter exclusivista de Yanqui Hirsutus. No es que yo crea que el tema carezca de interés, prueba de ello es la facilidad con que se devora el libro. No, todo lo contrario. El tema yanqui admite, no ya las trescientas sesenta y tantas páginas del libro de Sota, sino otras tantas y aún unos cuantos cientos más. Pero en un ensayo, no en forma novelada. Ello da al libro un carácter un tanto restringido del que pudo liberarse si su autor hubiera tanteado otros horizontes literarios.
Además, cuando un autor se encuentra -cosa que no ocurre todos los días- con un personaje, de la talla literaria de Don Babel, pongamos por caso, debe reservarle mayores oportunidades, más vastos campos donde desenvolverse. Y otro tanto diría yo de Txipistiñak, personaje, maravillosamente bocetado por Sota y cuyas posibilidades se malbaratan en unas pocas páginas. Txipristiñak estaba pidiendo a gritos un tomo completo para asumir en él un papel de importancia. A mí me hubiera gustado contrastar las reacciones de este vasco pintoresco en puertos lejanos y exóticos en contacto con hombres de otras razas y otras costumbres. Yo creo que Txipristiñak hubiera resultado uno de esos vascos íntegros que no terminan de adaptarse a ningún ambiente. Txipristiñak hubiera seguido empleando sus refranes vascos en la China, en el Congo o en Australia, aunque no le entendiera nadie. Ahora entre vascos, tal como se nos presenta a Txipristiñak en Yanqui Hirsutus, el contraste del marino lequeitiano con los que le rodean, tenía que resultar forzosamente atenuado.
Estos han sido, para mí, los principales errores de Sota, subestimar el alcance literario de estos dos personajes suyos. Txipristiñak y Don Babel. Es como si el autor les hubiera escamoteado la oportunidad que merecían. “Un cargo de consiensia”, como solía decir una señora de Azpeitia conocida de casa.
Hay que tener en cuenta que el acierto de un autor no consiste solamente en crear –y en este aspecto hay que reconocer que Sota es un maestro-. Es preciso saber apreciar también la valía de lo creado. Quizá la facilidad de concepción –la difícil facilidad como se dice ahora- de Manu Sota, le haya impedido justipreciar con exactitud la talla de sus creaciones.
De todos modos hay que convenir que en este escritor tenemos por ahora los vascos uno de nuestros máximos exponentes. Lo tiene todo: imaginación, cultura, intuición… Y yo creo que está además en un momento de inspiración y de sazonada madurez del que hay que esperar los mejores frutos.
Sería de desear que siga cultivando el género novelesco y… que escriba más a menudo.
Noviembre, 1949
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