Por: Luis Fernando Moreno Claros
Al estampar su firma en el Tratado de Versalles (28 de junio de 1919), que ponía fin a la I Guerra Mundial, el presidente norteamericano Woodrow Wilson dijo que aquella guerra se había hecho “para acabar con todas las guerras”. Era un optimista. Otras voces más perspicaces aseguraron que aquel final sería el embrión de contiendas futuras mucho más devastadoras, como así fue. La I Guerra Mundial había superado en horror y destrucción cualquier contienda conocida hasta entonces: costó la vida a unos nueve millones de combatientes, dejó heridos a veintiún millones de soldados y mató a trece millones de civiles, y esto sin contar a los cientos de miles de muertos de la revolución rusa de 1917, ni tampoco a los del genocidio kurdo. El uso masivo de la ametralladora, el alambre de espino y el gas, junto a la estancada y prolongada lucha en las trincheras que hacía trizas los nervios de los soldados, además de los millones de proyectiles de los modernos cañones que se dispararon en todos los frentes, causaron un aniquilamiento sobrecogedor.