La Unión se debate entre un regreso al pasado y un incierto salto al futuro
Democracia y eficacia han estado y estarán siempre en tensión
Jose Ignacio Torreblanca
“¿Quién gobierna?” es la pregunta central de la que arranca la reflexión politológica. “Somos nosotros mismos los que deliberamos y decidimos conforme a derecho sobre la cosa pública”, dijo en el 431 a.C. un Pericles orgulloso. A lo que se sumó Lincoln en 1863 con su clásica definición de la democracia como “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, todavía hoy vigente en el artículo 2 de la Constitución francesa. La respuesta en ambos casos es la misma: nosotros nos gobernamos.
Aplicada a Europa, esa pregunta sobre la democracia no tiene una respuesta clara. ¿Quiénes somos nosotros?, es decir, ¿dónde está el pueblo (demos)? Y quién nos gobierna?, es decir, ¿dónde está el poder (cratos)? ¿Gobierna la Comisión? ¿el Consejo? ¿Alemania? ¿la Troika? ¿el Banco Central Europeo? ¿los mercados? El problema no es sólo la respuesta, sino la pregunta. Porque si en una democracia la pregunta de quién gobierna no tiene una respuesta clara, no se puede hacer responsable a quien gobierna de los errores cometidos, ni controlar sus acciones, ni implicarse en la elección de representantes democráticos, ni confiar en la separación de poderes, ni articular la opinión pública o crear espacios para la deliberación.
El sentido último de las elecciones es elegir a los que gobernarán y legislarán en nuestro nombre. Nuestro voto, expresión última de la soberanía de una nación y de la igualdad entre sus ciudadanos, tiene una doble función: premiar o castigar a los que nos han gobernado y designar a los que nos gobernarán, señalándoles cómo queremos que nos gobiernen. Ello requiere que existan alternativas, y que los que gobiernen puedan llevarlas a cabo. Pero si como hemos experimentado y experimentamos de forma creciente en los últimos años, las alternativas no existen, se difuminan o simplemente son inviables, entonces la democracia se vacía de significado. Echar a los malos gobernantes está bien, es el gran avance histórico que ha supuesto la democracia. Pero lograr que se gobierne al servicio de la mayoría es lo que da el sentido último.
La crisis del euro ha complicado sobremanera la relación entre la democracia y el proyecto de integración europeo. Nuestras democracias adolecían ya de un número de problemas bien conocidos, entre los que destaca el anquilosamiento de la representación y la participación política. A ellos, la crisis que comenzó en 2008 ha añadido un problema específicamente europeo: el de cómo gobernar el euro de forma eficaz y a la vez democrática. Porque el euro se ha gobernado mal tanto desde el punto de vista de los procedimientos como desde el de los resultados. Ahí reside la fuente de lo que podemos denominar el malestar democrático con la Unión Europea, en la sensación de que la democracia se ha evaporado del ámbito nacional pero no ha aparecido en una manifestación coherente en el ámbito europeo. Aunque para algunos sería un desastre, para muchos seguramente sería un alivio pensar que la democracia nacional habría sido sustituida en el ámbito europeo por una verdadera democracia en la que los ciudadanos pudieran elegir entre opciones diferenciadas y con posibilidades reales de ser llevadas a la práctica. Pero no se trata de que la Unión Europea haya usurpado la democracia nacional imponiendo una estructura de gobierno equivalente (¡ojalá!): esa visión es una caricatura, falsa e interesada.
El problema es que el campo de juego para la política se ha estrechado, en casa y en Europa. La crisis del euro ha alterado la configuración política de Europa y redibujado la política democrática de forma preocupante. En el ámbito nacional, asistimos a la fragmentación y polarización de la política en torno a la integración europea. Por primera vez en su historia democrática, muchos españoles han sentido que su capacidad de decidir no se acrecentaba al compartirla con sus socios europeos, sino que se reducía. La transferencia de nuevos y más amplios poderes al ámbito europeo, justificada bajo el argumento de la necesidad de salvar al euro, ha implicado un vaciamiento de la política nacional: sin política monetaria ni fiscal, sometidos a la vigilancia de instituciones nacionales y europeas, los gobiernos se asemejan a un Ulises amarrado al mástil.
En el ámbito europeo, el equilibrio institucional tradicional se ha visto alterado, repartiendo el poder y los recursos entre las instituciones, existentes y nuevas, de una forma muy anómala: la Comisión ha perdido capacidad de impulso político, el Parlamento se ha visto marginalizado por unos Gobiernos que han preferido ignorarlo y confiar en su lugar en el Eurogrupo, la Troika o el Banco Central Europeo. En este sentido, la Unión Europea es también víctima, no sólo causante de este nuevo déficit democrático: a lo largo de la crisis, las instituciones europeas más representativas de la ciudadanía y de los intereses generales de la Unión también se han vaciado de capacidad decisoria y democrática.
Democracia y eficacia han estado y estarán siempre en tensión, máxime aún en sociedades técnicamente complejas e interdependientes entre ellas, y entre ellas y unos mercados globales. Si la interdependencia vacía la democracia, son posibles dos alternativas: una, reconstruir la democracia a una escala superior donde las decisiones representen y beneficien a una mayoría; dos, restaurar la democracia en el ámbito nacional, lo que supondría limitar al máximo la interdependencia y, por tanto, deshacer o limitar la integración europea. La primera opción es la sostenida por los federalistas: es hora, dicen, de abandonar ese viejo cascarón inútil en el que se ha convertido el Estado-nación. La segunda opción es la de los populismos eurófobos, tan ejemplarmente representados por las fuerzas políticas que han aparecido por toda Europa al calor de las elecciones europeas y que, pese a sus divergencias, nos proponen un programa común: acabar con el euro, volver a la moneda nacional, recuperar la soberanía perdida, defender la identidad nacional y detener la inmigración. Son dos saltos al vacío paralelos, aunque en direcciones contrarias. El primero nos lleva a un pasado que muchos añoran, pero es un pasado idealizado, muy problemático. El segundo, nos lleva a un futuro del cual desconocemos casi todo. Europa vive atrapada entre esos dos saltos: el salto al pasado, que desgraciadamente parece posible, aunque indeseable, y el salto al futuro, que a muchos nos parece deseable aunque imposible en las circunstancias actuales.
¿Qué hacer? ¿Cómo desbloquear la situación actual? Abriendo, en paralelo al debate sobre más o menos Europa, un debate sobre cuánta democracia queremos ejercer dónde y con quién. Europa no es todavía una democracia, pero sí un espacio político diferenciado en el que ya hay políticas y políticos. Con esos ingredientes se puede hacer una democracia: sólo se necesita ensanchar dicho espacio y dotarlo de los instrumentos y recursos adecuados. Reconstruir la democracia y recuperar a la ciudadanía, en casa y en Europa, pasa por dar más espacio a la política, no menos, para que los ciudadanos puedan elegir políticos de verdad y políticas de verdad.
¿Quién gobierna en Europa?: reconstruir la democracia, recuperar a la ciudadanía estará a la venta a partir del 26 de mayo. Editorial Catarata, 2014.
Los mismos que en España, los que manejan la pasta (ni sabemos sus nombres ni conocemos sus caras), los que no tienen ética, ni moral, ni "na de na" más que ambición.
Publicado por: CAUSTICO | 06/26/2014 en 02:38 p.m.