Recordando tres obras de emotiva visceralidad
Carlos Bacigalupe
Objeto de un próximo trabajo será analizar el resto de la producción dramática de Manuel de la Sota, el autor teatral nacionalista de mayor calado.
En la presente entrega se comentan tres de sus piezas «políticas». Entiéndanse como tales aquellas que usan el teatro como vehículo ideológico. Ninguna de las tres expresa solamente un conflicto universalista -que lo hay, sí— y bien que podían haberlo hecho.
«La última hora» es una alegoría sobre el momento final de cada uno, que se resuelve con un canto a la vasquitud perdida o esclavizada.
En «Gosemín» (Hambre), la penuria en que se desenvuelve una familia tiene por principal culpable a un estado de cosas propiciado en gran parte por el invasor. Existen alusiones a un Bilbao ingrato, donde el liberalismo y el ritmo fabril han destruido la bonanza virginal de la tierra madre. Con «Uretxindorra», la parábola es clara aunque de procedencia ajena. Que a ningún vasco le suceda lo que al ruiseñor que renunció a su nido familiar, tras de vivir en una jaula de oro extranjera y aprender un idioma extraño.
Tienen estas piezas dramáticas de Sota todos los defectos que pueda contener una obra de creación preconcebida con objetivos ajenos a los puramente literarios o escénicos. Me cabe la duda de saber si Manu de la Sota era consciente de ello, pues hay momentos en su producción total de gran lucidez y habilidad en la construcción teatral. Los textos militantes, combativos y doctrinarios padecen esta contrapartida —recuérdese el teatro escrito para un Madrid ocupado, por ejemplo- que es su pecado original.
Y esta misma tacha hace, por consiguiente, que su vigencia sea escasa. Salvo ante auditorios muy proclives al argumento y fines, pocos espectadores verían hoy sin una mueca de escepticismo este tipo de teatro
Manu de la Sota publica en un mismo volumen dos obras de muy diferente estilo: «La última hora», a la que califica como «alegoría en un acto»; y «Gosemín» (Hambre), definida como meditación también en un acto. Ambas, a lo que se nota, breves y de mensaje conciso y claro.
La primera se desarrolla en el interior de una estación de pueblo, que bien pudiera no pasar de la categoría de apeadero. Siete personajes sirven a la historia, efectivamente una alegoría del momento último. El jefe de la estación es la persona encargada de ordenar que lodos tomen el último tren, que es el del porvenir postrero. Inguma, un empleado, apenas pasa de constituir una figura episódica y sirve para discrepar en naderías —cosas de jóvenes, cosas de viejos, etcétera— con su superior. Categoría de notable tiene la señora de compañía, Gregoria Badiola, una mujer a la que la vida maltrató y cuyo marido, idealista, viajó a América sin prisa por volver, trabajar cuidando hijas ajenas hizo que descuidara la fama de la suya propia.
Un tren con viaje de ida
Ya con este personaje de la anciana, el autor aprovecha para introducir el asunto nacionalista, descuidando un tanto —creo que es un regate por regocijar a un público fiel, teatralmente defectuoso— el discurso universalista de la metáfora. Dice la anciana: «Soy de Bilbao. Pero mis padres eran carlistas y me decían que era española. En cambio, en la casa donde estaba de huéspeda últimamente todos me decían que no era española, sino vasca».
En tanto aguardan la llegada del tren, aparece un cuarto personaje, el Gran Señor, ricachón vicioso, monárquico y españolista por más señas. Un ser despreciable que piensa comprarlo todo con dinero. Católico a machamartillo, con muchos "ex» cargos en su cartera, sus apellidos son inequívocamente vascos —Etxebarría y Etxebarría, atendiendo a títulos nobiliarios—: se trata del individuo nacido aquí y proclive a Madrid, y por consiguiente, traidor a la causa vasca. Como muchos de los de su casta, ha retirado a Francia a su querida, Kontxesi, con la que tuvo un hijo.
Se está tejiendo la tela de araña de la acción. Inmediatamente aparece Odai-Ertz, el aventurero que descubriremos es aquel marido que tuvo pereza por regresar de América. Pregunta a la anciana de dónde es y ella contesta: «Pues, francamente no lo sé, pero de nacimiento soy vasca». Y responde después: «Entonces también internacional. ¿Quién fundó la primera compañía internacional de navegación?... Elkano... ¿Y quién fundó la primera compañía universal de salvación?... San Ignacio... ¿Y?...». La mujer, confundida, termina preguntando: «¿Me hace el favor de decir si soy española?
Y llega la Kontxesi, querida del ricachón e hija del aventurero y de Gregoria, para contarnos sus penas y desventuras y para cerrar, por consiguiente, el círculo abierto del asunto. La aparición de un obrero adolescente, que teme ser demasiado joven para emprender el último viaje, volverá la alegoría a los términos unívocos en que debía haberse desarrollado.
«La última hora» es pieza teatral con algunos valores — queda dicho ya que Manu de la Sota fue un hombre más culto que sus colegas en la tarea—, frustrada siempre por el intento de introducir una cuña marcadamente política y partidista en una historia que es universal por sí misma. Acude a tópicos sin cuento e, incluso, recuerda al Benavente más denostado y retórico cuando pone en boca de la chica frase tan concluyente como ésta: «A fuerza de tratar con hombres tontos, las mujeres nos hacemos inteligentes, así como los hombres se hacen tontos cuando se hallan dominados por mujeres inteligentes». Quisiéralo o no, el público a quien iba dirigido el mensaje estaba más educado en don Jacinto que en Shakespeare.
El que roba a un ladrón
Idéntico mensaje ejemplificador desarrolla de la Sota en «Gosemín».
Lander de Jáuregui, un hombre de treinta años, se lamenta junto a su hermano Josu de los malos tiempos en que viven. El hambre que padecen es infinito. Leandra de Etxenagusia, la madre, parece que sólo se alimenta con la Comunión de la mañana. Hay una virtud que enaltece al trío: su absoluta dignidad de comportamiento por encima de cualquier miseria. Los Jauregui —el apellido «Palacio» es una alusión a los buenos días perdidos —y los Etxenagusia— traduciríamos por «la casa mayor» —están en el mundo para dar todo un ejemplo de vida. Pero hay alguien que tiene la culpa de su desgracia, las fábricas del nuevo capitalismo bilbaíno que tapan la tierra madre de la libertad.
A Lander le han echado como a una bestia del taller porque es nacionalista. Su jefe, apellidado Vázquez, maketo e invasor, niega el trabajo en su propia patria a sus hijos más limpios ¡Con qué desprecio les mira!
Bolborita, una joven que dará juego en la continuación de la trama, es informada de cómo Leandra se cree la encarnación de la patria de los vascos —Sota recreando a Keats lo repetirá en «La vieja que pasó llorando»— al tiempo que se le acusa de tener hambre y frío en el alma «que son los peores de todos».
Mató su honra por mejorar de posición y poco menos que genuflexa acude a solicitar el perdón de este tribunal revestido de nobleza y compuesto por el trío propietario de la mísera casucha. Lander se niega a aceptar su dinero proveniente del pecado —«el pan de cada día debe ser como el de la Comunión, blancura sin mancha»—, aún a costa de morir de hambre.
Algo tiene que suceder. Y pasa. Josu, no pudiendo soportar por más tiempo la situación, le coge la paga de un día a Vázquez, porque él les ha estado robando muchos meses. No le importa la cárcel con tal que su madre y su hermano puedan comer. ¿Robo o acto de justicia? El autor introduce ladinamente el debate sabiendo que los espectadores se pondrán del lado del joven. «¿Un Jauregui a la cárcel?», se lamenta Lander. «Un Jauregui frente a la vida», argumenta orgulloso Josu. Vázquez acude con un policía de comportamiento soez. Hay unos momentos de gran tensión melodramática cuando Leandra pide un beso al hijo que se llevan y la contundencia de los intrusos lo impide. Es el tiempo oportuno. Lander se tira «a las calles de Bilbao, a andar por ellas llevando esta sagrada reliquia —el cuerpo yacente de la madre— para enseñar a los hombres el cadáver de la madre vasca, que no tuvo al morir el pedazo de tierra patria donde descansar esperando el triunfo de la cruz.
No copies al ruiseñor
«Uretxindorra», pieza en un acto para gaztetxus está inspirada en «El ruiseñor de Errota Zuri», de Iturralde y Suit. Cuenta la historia que Cathalin, venerable viejecita, relataba a quien quisiera oiría. La de un ruiseñor al que un niño captura y mete en una jaula y que superado el primer momento de tristeza, aprende a silbar las tonadas que el niño le enseña y es feliz con su ama. Un día, arrepentido el chaval por consejo de su abuela, decide volver al pájaro a su viejo nido, pero el ave no recuerda el canto de sus padres y decide regresar a la jaula.
Manu de la Sota toma el relato e introduce de comienzo unas escenas costumbristas salpicadas de expresiones euskéricas «para dar ambiente». Cuando hace que la abuela explique el cuento del ruiseñor, ya no hay más lenguaje que el directo. La jaula de oro será siempre jaula, por cómoda que parezca. El ruiseñor aprendió melodías nuevas «como el vasco ha aprendido la lengua del español». —arguye la abuela tomando al vuelo la oportunidad. «Porque si alguna vez os arrebatasen del lado de vuestros padres, os alejasen de vuestra patria y os enseñaran a hablar una lengua extranjera, si un día feliz tuvieseis la libertad para recuperar tanto bien perdido, no imitéis nunca al ruiseñor de Errota Zuri».
Hay que ver, hay que ver, hay que ver,...,hay que ver,...,como son las,...,coosssaaaasssss!!!!!!
Me ha llegado un vídeo con grabación del Euzko Gudariak gera,...,gerturik daukagu odola bere aldez,...,ikurriñan atzean.
Grabación que tuvo lugar hace ya mucho años en la delegación del GV en N.York, participando en el canto gentes como Manu de la Sota, Anton Irala,...,aquellos si que eran gudaris por todos los lados, me se ponen los pelos de punta.
Publicado por: EUSKOBAROMETER | 07/31/2014 en 11:32 a.m.