Por: Jon Bilbao
Las impresiones que nos transmite Loti son impresiones visuales, describe pueblos, paisajes, escenas como podría hacer un pintor sin salirse de la realidad visual. En Etchezar, el pueblo de Ramuntcho, se combinan Sara y Askain; Burguete es San Juan de Pied de Puerto; Suberva es Hasparren; Buruzabal, Ainhoa, etc.
Pero cuando en Ramuntcho trata de describir las relaciones humanas especialmente las relaciones entre Ramuntcho y su madre, vemos inmediatamente su artificialidad respecto al ambiente. Ramuntcho da aquí la sensación de ser un niño de pequeña ciudad (quizá el niño que debió de ser el propio Loti) y no un Joven de la montaña. Las relaciones emocionales entre padres e hijos o entre cualesquiera otros miembros de la familia no se presentan nunca con los caracteres de afabilidad externa que estamos acostumbrados en la sociedad de las ciudades modernas. Pero no es sólo en la descripción de estas relaciones donde falla Loti, sino en todo el argumento de su novela que aparece completamente alejado de la vida vasca. En cambio, en las descripciones visuales aparece lo mejor de Loti: los partidos de pelota, la taberna, los bailes, el paso del contrabando.
En los artículos es donde el verdadero Loti se deja ver. En ellos no hay argumento que le haga sujetarse a un plan determinado, su pensamiento puede lanzarse libre a las esferas más altas. Las personas, las cosas, los paisajes, las emociones no son más que pretextos para hablar de sí mismo. En todos ellos domina la idea de la muerte que obsesiona a Loti al punto de no ver, por ejemplo, la belleza de los templos repletos de fieles e incienso. Las mantillas bordadas de las mujeres le hacen sentir la fragilidad de la vida humana, la muchedumbre congregada, gente marchita que exhala un olor cadavérico, de personas que sevan, que están esperando irse al otro mundo. Un olor que ni tan siquiera el exceso de incienso puede hacer desaparecer.
La religiosidad del pueblo no la ve él en los templos, sino en las ceremonias al aire libre, en esas misas que tiene por cielo el sol de verano, por altar al borrascoso mar cantábrico y por coro a las altas montañas pirenaicas. El momento de sentimiento religioso es fugaz, es sólo un instante, cuando en medio de la misa se siente un silencio extraño, sugestivo, en las mañanas estivales. Aun en todos estos momentos en que Loti cree sentir lo religioso, lo divino; no sabe qué es lo que le hace sentir más, si los recuerdos que le vienen, recuerdos infantiles de religiosidad familiar, o ese otro desconocido, que se encuentra más allá de lo humano. Cuando indiferente, sin dejarse llevar por sus recuerdos ni por la emoción del momento, piensa en lo divino, lo hace siempre en términos panteístas y nos habla del “Gran Pensamiento”.
Pero el momento terrible para Loti es esa hora de la mañana que sigue al despertar, en que la realidad y el abismo de lo irreal se unen, en que la pesadilla se casa con el ruido matinal, momento en que se hace patente la brevedad de la vida. Y todo ello es aún más terrible en esta tierra vasca, verde, fuerte y serena, donde todo parece tener tanta vida, donde el espectáculo de la muerte parece no existir, ni tener importancia donde a los que se van se les entierran alrededor de la iglesia y reciben la visita dominical de sus deudos. Y el ególatra Loti se siente insignificante, empequeñecido ante esa gente robusta y llena de fe, gente que besa las imágenes sagradas, “muñecos vestidos de infantes”, con la fe que les proporciona el estar en posesión de una verdad, no importa cual, pero que les da fuerzas para vivir y seguir sufriendo.
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