Por Emilio Olabarria
El legislador penal, como en todos los casos, debe evitar el vicio de legislar en caliente, de recurrir al populismo y de realizar ejercicios de artificio efectista porque precisamente su función es la contraria: ejercer de mediador entre las pulsiones sociales, entre los impactos emotivos que determinados fenómenos provocan en la sociedad, y los requerimientos de un ordenamiento jurídico democrático.
La labor de mediación es fundamental particularmente en el derecho punitivo: no se puede legislar penalmente a golpe de telediario, ni a golpe de la presión social y mediática que a veces lo aborrecible de determinados delitos provoca, ni atendiendo a impulsos que puedan resultar aberrantes o macabros, que no por ello, por resultar aborrecibles, macabros o indecorosos, los podemos calificar automáticamente como delictivos porque convertiríamos el Código Penal en el Código Hammurabi.
El legislador debe respetar los principios inspiradores de cualquier código penal democrático. El de la mínima intervención, última ratio, y el respeto al sistema de derechos fundamentales y libertades públicas son características que deben regir el derecho punitivo como instrumento normativo de resolución de conflictos sociales, aunque afecten a lo más íntimo de nuestras conciencias o sensibilidades o deriven del asesinato de una persona tan políticamente relevante como la presidenta de la Diputación Provincial de León, Isabel Carrasco.
Por eso no terminamos de comprender qué pretende el Gobierno español insinuando que se buscarán nuevos tipos delictivos o se intensificará la respuesta de los ya existentes en relación a un suceso doloroso pero que no lo es más que tantos otros asesinatos que se cometen todas las semanas en el Estado español.
La libertad de expresión es un derecho fundamental y un Derecho Humano señalado en el artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, y en el artículo 10 del Convenio Europeo de Derechos Humanos, recogido posteriormente en todas las constituciones democráticas y en el caso de la del Estado español, en su artículo 20. Este derecho se configura como un medio para la libre difusión de ideas que cristalizó en la ilustración invocado por autores como Montesquieu, Voltaire o Russeau, que le atribuyeron el carácter de quintaesencia de la auténtica participación política. Está consagrada igualmente por la Primera enmienda de la Constitución de los Estados Unidos. John Stuart Mill lo considera esencial para el descubrimiento de la verdad, y este es otro de sus perfiles. Oliver Wendell y Louis Vrandais acuñaron el argumento, muy interiorizado en el derecho anglosajón, del mercado de las ideas: se consideraba que estando en igualdad para competir con las demás ideas, los individuos pueden discernir cuáles son verdaderas, falsas o relativas y siempre la alternativa sería la persecución de la falsedad. Persecución de la falsedad no recurriendo al derecho punitivo, amplificando su dimensión hasta el punto de negar la democracia, criminalizando la disidencia y usando el derecho penal como el derecho penal del enemigo político, perversión sobre lo que ya advertía el criminalista alemán Jacobs. Precisamente, el derecho penal del enemigo constituye la antinomia de la búsqueda de la verdad en términos democráticos, cualquiera que sea el formato que se utilice: medios de comunicación tradicionales, redes sociales, proclamaciones públicas, etc.
Ya conocemos que el ministro del Interior actual es un hombre de gatillo fácil a la hora de liquidar o relativizar derechos democráticos fundamentales. Constituye un ejemplo paradigmático el Anteproyecto de Ley de Seguridad Ciudadana, que genera retrocesos en el sistema de libertades criminalizando la disidencia política, la libertad de manifestación, etc.
Pero no puede hacerlo con la libertad de expresión que constituye la clave de bóveda de toda sociedad democrática; así lo afirma la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos y la propia jurisprudencia del Tribunal Constitucional español, algunas de cuyas sentencias son también aprovechables. De hecho, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos afirma que la existencia de opiniones disidentes permite mantener viva y fundamentada la opinión verdadera y evita que se convierta en dogma o prejuicio infundado.
De esta manera, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, en tres conocidas sentencias -Colombani y otros contra Francia, nº 51279/99, Pakdemirli contra Turquía, nº35839/97, y Otegi Mondragon contra España, nº2034/07- consagra el criterio anteriormente anunciado enfatizando que, al margen de lo previsto por las jurisdicciones internas de los Estados, y al margen también de la sobreprotección penal que la legislación del Estado español en concreto otorga al monarca en los artículos 56 de la Constitución Española y 496 y 504 del Código Penal, se superpone el contenido del artículo 10 del Convenio Europeo de Derechos Humanos y su vis expansiva en el ámbito de su aplicación jurisdiccional.
Si el Tribunal Europeo de Derechos Humanos confiere una dimensión tan determinante a la protección de la libertad de expresión que sobrepasa la taumatúrgica protección del monarca por la legislación española, ¿qué pretende el ministro del Interior intentando controlar normativamente el contenido de las redes sociales? ¿Con qué legitimidad jurídica pretende acometer estas reformas legislativas? ¿Y cómo ignora que los delitos contra el honor ya están tipificados por el Código Penal del año 1995?
Los límites jurisprudenciales y filosóficos de este derecho no pueden ser más que la comisión de delitos que en el derecho penal del Estado son los siguientes: las injurias y las calumnias, delitos por cierto privados y que solo se pueden perseguir penalmente si la víctima decide ejercer la acción penal asumiendo además la posibilidad de que la denominada "exceptio veritatis" exonere de responsabilidad al pretendido victimario y, en su caso, la apología si la reflexión apologética provoca la comisión de un delito o la proposición o provocación a delinquir. Todo lo anterior vale para cualquier formato de comunicación, también para las redes sociales, y aún para acciones en el espacio público. Así el Tribunal de Instrucción nº 4 de Madrid consideró no delictivo un escrache contra la vicepresidenta del Gobierno español.
En todo caso, el poder de las redes no puede volverse en contra de su propia utilización libre. Las redes cumplen incluso una función democráticamente depurativa cuando contradicen conductas abusivas, acciones inadecuadas, omisiones indebidas o ideologías no democráticas. Pero también las redes, prevaliéndose del manto de su clandestinidad, proyectan mensajes a veces obscenos, macabros, cargados de vileza, que no por esta circunstancia se convierten en actos criminalmente relevantes. No obstante, este es el ámbito de las denominadas por algunos autores "zonas oscuras" o "sombras" en que determinadas opiniones emitidas en estos soportes pueden convertirse en reflexiones apologéticas o instrumentos de provocación de un delito. Pero esta circunstancia, en todo caso, el órgano judicial la tendrá que discernir.
Por todo lo anterior, nos preocupan de este debate abierto en relación a las redes y la libertad de expresión varias cosas: en primer lugar, la improvisación de las primeras reacciones de los portavoces gubernamentales; en segundo lugar, el tono conminatorio de algunas de las expresiones utilizadas por los mismos portavoces; y, en tercer lugar, su falta de concreción normativa. Si algo caracteriza al derecho penal es el principio de tipificación exacta. Las conductas objeto de reproche penal tienen que estar perfectamente identificadas y el efectismo político es la antítesis de esta posición. Ojo al parche.
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