AL leer el extenso libro biográfico La política como pasión. J. A. Aguirre, de los historiadores Ludger Mes, J. L. de La Granja, Santiago de Pablo y J. A. Rodríguez Ranz; me han venido recuerdos del pasado. De cuando a la vez que escuchábamos (la propaganda interior tenía que contrarrestarse con la información radiofónica que solo podía venir del exterior) por las noches la clandestina Radio Paris, leíamos ejemplares tan prohibidos como manoseados de algunos libros, entre ellos uno en edición de bolsillo que entonces nos resultó fascinante: De Gernika a Nueva York pasando por Berlín, de José Antonio Aguirre, una autobiografía auténticamente épica. En él se narraba, entre otras, una historia que de no ser cierta hubiese parecido fantasiosa e increíble. Salieron juntos de la Península, por los Pirineos catalanes, dos presidentes democráticos, el catalán Companys y el vasco Aguirre, perseguidos por los golpistas fascistas. Companys, apresado posteriormente por los nazis, sería entregado a los franquistas y fusilado. Murió descalzó (quiso hacerlo pisando tierra catalana) y al gritó de “Per Catalunya”. Decía Salvador Espríu que “a veces es necesario y forzoso que un hombre muera por un pueblo, pero nunca un pueblo debe morir por un hombre”. Aguirre, que ya había tenido los arrestos suficientes para aceptar ser lehendakari tras el golpe de Estado, no tuvo mejor idea que instalarse en Berlín, en el epicentro del nazismo, para evitar ser capturado. Y lo hizo haciéndose pasar por un hacendado y doctor en leyes panameño, José Luis Álvarez Lastras. La verdad es que esta insensatez tuvo mejor suerte que una similar, genialmente narrada por Stefan Zweig, realizada en el s. XVI por Miguel Servet, quien perseguido por Calvino se refugió en Ginebra, la ciudad de este último, con un fin trágico.