POR Iñigo Bullain *
La constitución española de 1978 solo se ha reformado, hasta la fecha, en dos ocasiones. La primera, en 1992, para permitir el sufragio pasivo de los ciudadanos europeos en las elecciones locales; y la segunda, en 2011, para priorizar la estabilidad presupuestaria y limitar el volumen de la deuda pública. La reforma del artículo 13.2 se redujo a incluir dos palabras, “y pasivo”; una alteración que no encontró oposición en ambas cámaras. Por el contrario, la reforma exprés e integral del artículo 135 fue un acontecimiento cargado de polémica. La mayoría de las fuerzas políticas con representación parlamentaria la rechazaron negándole su apoyo, pero salió adelante con el respaldo de PSOE y PP (y UPN) que le garantizaron una mayoría suficiente: 3/5 en el Congreso y Senado. A diferencia de la reforma anterior, esta no fue debida a un tratado internacional ni contó con una consulta previa al Tribunal Constitucional sobre su conveniencia. Su acelerada tramitación en apenas unas semanas y en periodo estival se justificó como un remedio “para calmar a los mercados” y desactivar la amenaza del diferencial de la prima de riesgo. En su origen, como se conoció más tarde, estuvieron las exigencias del entonces presidente del Banco Central Europeo, Jean-Claude Trichet, al entonces presidente, José Luis Rodríguez Zapatero, que contaron con el refrendo del gobernador del Banco de España, Miguel Ángel Fernández Ordoñez, figura inane frente a los abusos del sector financiero que provocaron la crisis. Por carta, que se mantuvo secreta, reclamaron, a cambio de ayudas, imponer reformas laborales y salariales, lo que excedía claramente las competencias del BCE. Exigencias que, como luego se supo, también se trasladaron a los gobiernos de Italia e Irlanda. En el caso de España, el apoyo “en diez minutos” del entonces jefe de la oposición, Mariano Rajoy, propició un cambio constitucional que condiciona los parámetros de la política económica estatal y autonómica. La posterior ley orgánica 2/2012 y la ratificación en julio de aquel año del Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza de la UEM han reforzado el paradigma neoliberal que ha hecho de la austeridad el principio básico de la política presupuestaria.
Pero la reforma desacreditó a los principales valedores del turnismo bipartidista que durante décadas habían manejado el fantasma de la apertura del “melón constitucional” como un peligro y amenaza para la estabilidad política. En su empeño anti-reformista, PP y PSOE han contado con que el constituyente estableció unos procedimientos de reforma que exigen mayorías parlamentarias cualificadas en el Congreso y Senado: 3/5 para seguir la vía del artículo 167 y 2/3 para el todavía procedimiento inédito del artículo 168. En la práctica, era preciso contar con el apoyo de los dos partidos mayoritarios para poder promoverlas, dado que hasta esta última legislatura acumulaban cerca de 4/5 de la representación en ambas cámaras. Su postura común opuesta a la reforma hizo de la constitución un texto con candado. Pero por primera vez tras los resultados electorales del último diciembre, PP y PSOE no cuentan con las mayorías necesarias para promover y decidir a solas una reforma ya que conjuntamente no alcanzan en el Congreso ni los 210 escaños requeridos para llegar a las mayorías de 3/5 del artículo 167, ni los 234 votos equivalentes a los 2/3 del artículo 168. Sin embargo, siguen contando con una mayoría suficiente para bloquear. En concreto, el PP en el Congreso al superar 1/3 de la representación (117 escaños) puede impedir la reforma agravada que exige el artículo 168; y también la reforma ordinaria del artículo 167, ya que dispone de mayoría absoluta en el Senado.
Aunque para muchos resulte inadvertida, la cuestión de las mayorías que se exigen para la reforma constitucional está ligada al modelo del sistema electoral. El sistema diseñado en la constitución de 1978 hizo de la provincia la circunscripción electoral y, dado que la mayoría de estas tienen un pequeño tamaño y que el número total de escaños a repartir no permite la ponderación del voto según la demografía, el resultado es una exagerada distorsión de la voluntad popular muy favorable a las preferencias de los electores de la circunscripciones menos pobladas, en particular, del electorado de Castilla. Además, la sobrerrepresentación del electorado castellano resulta muy beneficiosa para su partido mayoritario, el PP, que cuenta con la mayoría absoluta de los diputados electos en las dos comunidades castellanas, 27 de un total de 53, y con el 30% de los votos casi 2/3 de los senadores electos en España.
Ese desproporcionado peso del electorado nacional-católico, reforzado en otros territorios de la España española como Andalucía, Extremadura o Murcia, no es un resultado caprichoso de las leyes electorales sino una consecuencia de los criterios que el constituyente buscaba para favorecer las preferencias políticas del reino de Isabel. Aunque parezca que la Santa Transición ha obrado milagros, en realidad se trata de unos resultados condicionados ab initio para que el sistema político español se sustentara en la sobrerrepresentación del voto conservador y nacionalista español agrupado en las provincias de Castilla-La Mancha (5), Castilla y León (9) y sus deslindes autonómicos como Cantabria o La Rioja. Aunque en su conjunto apenas superan el 10% de la población, configuran cerca de 1/3 de las circunscripciones electorales provinciales y reparten más del 25% de los senadores electos. La distorsión electoral castellana ha permitido que los dos partidos del bipartidismo dinástico con apenas el 50% de los votos acaparen en el Congreso el 60% de los escaños, y que en el Senado, el PP se haga con 124 y el PSOE con 47, un total de 171 senadores sobre 208 electos, equivalente al 85% de la representación. Madrid, otro deslinde castellano, es una excepción electoralmente infrarrepresentada que se compensa como sede de la Administración Central y de las grandes corporaciones.
El principio básico para que un parlamento pueda reflejar en su representación la voluntad del electorado es la igualdad del voto entre los electores. Para que un sistema proporcional funcione adecuadamente se calcula en 10 el número de escaños a repartir por circunscripción, algo que en España solo sucede en 7 circunscripciones de 50, y que solo afecta al Congreso, ya que en las elecciones al Senado todas las provincias reparten solo 4. Además, fuerzas como Podemos o IU, que representan a la minoría que en la España española defiende la plurinacionalidad, con el 20% de los votos no obtienen, según u n sistema mayoritario corregido, ni el 10% de los senadores: menos de 20. A diferencia de la propaganda del nacionalismo español que difunde que los partidos nacionalistas vascos y catalanes son los grandes beneficiados del sistema electoral, los hechos demuestran que los representantes del viejo bipartidismo dinástico juegan con la ventaja de contar, elección tras elección, con cartas marcadas.
*Profesor de Derecho Constitucional y Europeo de la UPV-EHU
Si no se representan los territorios (las zonas poco pobladas), mal; si están sobrerepresentadas, mal también. Estas objeciones a la Ley Electoral recuerdan aquello de "siempre negativo, nunca positivo". Cuando nada vale parece que sólo vale lo de uno.
Publicado por: Alberto Vallejo | 03/08/2016 en 01:39 p.m.
Esta bien que cambiar las cosas y para eso hay que llegar a acuerdos. Sospecho que en su día se escuchó a los partidos nacionalistas ¿y las ocasiones en los que los nacionalistas están sobre representados?
Publicado por: Alberto Vallejo Ramos | 03/08/2016 en 01:47 p.m.