En esta parte de su relato, Jokin hace una pausa para expresar sus reflexiones sobre la calidad humana de tanta gente con la que se había entrecruzado en las cárceles y en la resistencia. «Había de todo, incluyendo auténticos imbéciles, pero también te encontrabas con mucho «oro molido». Para Jokin, «oro molido» había sido, entre otros muchos, Agustín Egaña Mintegi, un buen tipo en toda la buena acepción de la palabra. Sigue lamentándose, al igual que con respecto a Unzurrunzaga «Xabale», de que no se le haya dedicado un recuerdo especial, una calle o un monumento, que, en el caso de Agustín Egaña, se había realmente “cargado” el monumento erigido en el Arenal bilbaíno al General Mola, quien, con arrogancia amenazante, se había permitido anunciar que de Bilbao «no iba a dejar piedra sobre piedra».
Es del caso que Agustín Egaña y Mintegi, patriota íntegro y luchador incansable, sufrió prisión reiteradas veces. De inicio, fue recluido en Puerto de Santa María, por haber sido oficial del Ejército vasco y ser condenado a cadena perpetua, que le fue revisada en el año 1940, tras un encarcelamiento de tres años. Fuera ya del presidio, sigue en la lucha activa y, terminada la guerra mundial, toma parte en la Resistencia, siendo ejemplo de entrega y sacrificio. Obligado a exiliarse, tampoco cesa su continuidad en la brecha, hasta que en 1948, es detenido en Donostia. Convicto, al haber caído en plena actividad, y no confeso, porque nada en absoluto consiguieron de él, ni de sus actividades ni de nombre alguno de quienes colaboraban a su lado. Fue condenado a otros ocho años de presidio, siendo Alcalá de Henares, Oña y El Dueso sus domicilios habituales. Enfermo de tuberculosis, quedó libre en 1954 y, aunque mermado de salud, no cejó en su empeño y en su compromiso con la Resistencia, por lo que, nuevamente, fue encarcelado y maltratado. ¿Cómo se las arreglaba para poner aquella cara de ignorancia y candidez para salir siempre con la suya y responder tantas veces como hiciera falta con el consabido ¡yo no sé nada!?. Jamás consiguió la policía entresacarle un solo nombre o un solo dato, a pesar del inhumano trato policial sobre sus 60 kilos mal contados.
En aquella noche de noviembre de 1946, cuando Agustín Egaña y otros dos compatriotas se aproximaron a la estatua del General Mola, con ánimo de hacerla volar en pedazos, solamente tenían un pensamiento: «Juzgar y condenar al verdugo de Euzkadi». Y, en verdad, que lo consiguieron.
Como respuesta a la citada amenaza del General Mola: «No dejaré de Bilbao piedra sobre piedra», del monumento a su nombre «no iba a quedar piedra sobre piedra».
Sabían que iban a protagonizar la acción más violenta llevada a término por la Resistencia hasta ese momento y eran plenamente conscientes de que si eran apresados, no habría perdón para ellos. Eran los tiempos más difíciles para la Resistencia en Euzkadi, y cuando en las comisarías de policía y de la guardia civil se podían cometer las mayores atrocidades con los detenidos políticos y no había prensa extranjera que las divulgase. Alejandro del Carmen, Varillas, Sirvent y otros esbirros de parecida ralea tenían licencia para matar a palos y silenciar los hechos, después de 30 ó 40 días de calabozo. Entonces no se precisaba el «amparo» de ninguna «ley contra el terrorismo» para penetrar en un domicilio a las cuatro de la mañana, revolverlo por entero, sin miramiento alguno, llevarse al marido esposado y dejar llorando en la escalera a una mujer embarazada. No había límite ni barrera. Todo valía. Es por eso que Agustín y sus dos acompañantes conocían de antemano que ni siquiera se les otorgaría la opción de llegar al patíbulo y que disponer de un juicio ajustado a derecho era una quimera. Jamás saldrían vivos de los calabozos. Sin embargo, semiocultos tras el kiosko del Arenal, atisbaban los lugares próximos al monumento.
Sobre las 12,45 horas de la noche, ven que se acerca un hombre uniformado, un capitán de la Policía Armada que llega hasta el monumento y, vigilante, gira a su alrededor, sin registrar novedad alguna. Debe tratarse de una visita de inspección rutinaria. Egaña y sus «dos mosqueteros» se sienten impacientes porque, dentro de pocos minutos, finalizará la función en el teatro Arriaga y quieren evitar toda posibilidad de riesgo físico y causar víctimas inocentes. Por fin, parece que el horizonte queda despejado. Y mientras uno vigila desde el kiosco y otro lo hace en el paseo hacía el Boulevard, el Txato Egaña se acerca cautelosamente al pedestal. Según avanza y con su característica calma helada, va sembrando el césped con pequeñas ikurriñas, cada una de ellas con la siguiente inscripción a mano: «PNV-GORA EUZKADI ASKATUTA!.
Es portador de una caja de madera que encierra el artefacto explosivo. Trepa por la parte zaguera del monumento y amarra con una mordaza el explosivo a la altura del cuello. Revienta con sus dedos un lapicero que contiene una pequeña bombona de ácido y empieza a corroerse un filamento de cobre. El dispositivo ha entrado en funcionamiento. Hace una seña con la mano a sus dos amigos y los tres se van por caminos distintos. Saben que disponen de ocho minutos para alejarse del lugar.
Mientras el Txato Egaña camina hacía su escondite, a su paso por el Patronato de Iturribide, llega a sus oídos la tremenda explosión. El monumento erigido en memoria del General Mola ha saltado por los aires, hecho trizas. El Txato, pleno de satisfacción, hombre feliz, se frota las manos de gusto y sigue caminando. ¡Misión cumplida!.
Agustín de Egaña y Mintegi, así cobraba siempre por sus grandes hazañas: sonreía con su cara de zorro y se frotaba las manos de gusto por el servicio prestado, una vez más, a Euzkadi.
Pues no conocía la historia.Mi agardecimiento con 70 años de retraso.
Pena de haber podido fusilar a aquel asesino repugnante que fue el nacionalista español Mola.
Publicado por: CAUSTICO | 04/26/2016 en 09:58 a.m.