Por JULIÁN DE ZUGAZAGOITIA
Este mes se cumplen trece años de la muerte, a manos del franquismo, del gran caballero y vasco eminente JULIÁN DE ZUGAZAGOITIA Y MENDIETA. "EUZKO-DEYA", al recordar a tan querido compatriota, tiene el privilegio de ofrecer, por gentileza de la señora viuda de Zugazagoitia, este cuento escrito por su esposo en la prisión de Madrid y que recibió, junto con una larga carta de despedida fechada el 8 de noviembre, a los ocho años de residir en México. Al agradecer vivamente esta distinción, que nos permite llevar a nuestras columnas el último trabajo literario de tan fecundo escritor, pedimos disculpas a los lectores por tener que ofrecerlo, debido a su extensión, en dos números de nuestra revista.
LA HISTORIA DE "EL DELFÍN DE PLATA"
La taberna "El Delfín de Plata, culotada por el humo y el tiempo, era, al cerrarse el ciclo Napoleónico, ventajosamente conocida por la gente de mar. De todas las botillerías, apartadas en los rincones más sombríos del puerto, esta de "El Delfín de Plata" era la más frecuentada y popular, quizá porque conservaba, por los cuidados de su propietario, un viejo marino retirado, la noble tradición de la mesa y de la copa, que si los fogones del establecimiento tenían fama de ilustres, la bodega estaba acreditada como erudita. El cultivo de esta doble nobleza, garantizaba a "El Delfín de Plata", la fidelidad de una clientela escogida de capitanes, pilotos y contramaestres, pródigos en su dinero y liberales de humor. Siempre que en la ría bilbaína había mástiles recios y proas orgullosas, y en el tiempo de esta historia ello era muy frecuente; "El Delfín de Plata" exultaba de alegría, insospechada para quienes no hubiesen llevado su curiosidad hasta penetrar en la taberna, de una de cuyas salidas colgaba una goleta abierta de trapo, que en arranque del bauprés tenía, como mascarón de proa, un delfín de dos colas, al que los años habían despojado de la plata originaria. Privado de esa escama suntuaria no garantizaba con menos eficacias la legitimidad de los subidos alcoholes que, con variedad de envases, nutrían la anaquelería. Bebidas secas, como ordena un día de tormenta para paladares broncos, de las que los clientes de "El Delfín de Plata", hacían abundante consumo, lo que estimulaba su vena jocunda y concertaba sus voces en coros báquicos, a los que daba tono un acordeón nostálgico que se complacía en recordar, traduciendo ritmos antillanos, las melosas efusiones de las criollas pegadizas. Con tan pocos ingredientes, Ios parroquianos de "El Delfín de Plata" se fabricaban unas horas de felicidad ruidosa, que a nadie, según los anales del establecimiento, se le había ocurrido perturbar. Situado en un callejón lóbrego de día, siniestro a la noche, sin ninguna particular atracción exterior, reducida la muestra de latón con el nombre y la insignia de la casa, a nadie, como no llegase de atravesar los mares, se le podía ocurrir aventurarse a conocer la intimidad, extraña al hombre de tierra, familiar al marino, de "El Delfín de Plata", ante cuyas mesas conversaban sin dejar de beber y fumar, una noche de invierno de 1840 los pilotos, galas entalladas, barbas prerrománticas de cuatro de los mejores navíos de la matrícula de Bilbao, que, con carreras diferentes, coincidían por primera vez en el puerto de origen.
Por este tiempo, aún no habían pensado en retirarse del mar incompatibles con el progreso, las sirenas, y cada uno de los pilotos tenía más de una historia que contar a sus camaradas. El piloto de la "Joven Lola", el lequeitiano Garcivilla, era de los doce comensales, el más rico en aventuras o en fantasía. Todas las sirenas de la ruta de Cuba, a creer lo que afirmaba, habían compuesto para él las canciones más dulces y prometedoras. Pocos oídos tan regalados de lisonjas y escasos corazones tan asediados por el amor. Garcivilla, que no parecía pecar de vanidoso, adolecía de defectos poéticos y se pasaba las noches de guardia interrogando estrellas y forjando anzuelos de oro para deidades náuticas. Sus camaradas le escuchaban con deleite y se dejaban seducir por la cálida palabra de Garcivilla, que ejercía sobre su reducido auditorio manifiesta sugestión. En la sobremesa, mezclando sus anécdotas a los frecuentes brindis, pretexto cortesano para continuar bebiendo, el primer piloto de la "Joven Lola", se entretuvo en referir las orgías frenéticas a que se entregan los ñañigos cuando les acosa con rabia el espíritu ancestral de su tierra.
—No se conoce cadena ni anuncio de terrible castigo que les retenga cuando la fuerza atávica largo tiempo oprimida en ellos, se les manifiesta imperiosa. Cambia su propia fisonomía y la voz, azucarada por la humildad, enronquece hasta convertirse en un grito, idéntico al que profirieron sus antepasados en África. Con todo el horror de esos espectáculos únicos, conservan un fondo de grandeza trágica, ya que representan una aspiración a la vida libre; lo peor y más feo de estas crisis periódicas de los negros, hay que atribuirlo a la influencia que sobre ellos han ejercido los vicios y las costumbres de los blancos. De la mezcla de este elemento pegadizo y reciente y el original y remoto, surge una suerte de aquelarre en el que, invocándose a la vida de la manera más apasionada y violenta, es frecuente que haga su aparición la muerte...
En este punto del relato, la puerta de "El Delfín de Plata" se abrió empujada por la mano de un desconocido. A computarle la edad por la apariencia, pasaba de los sesenta años. La pobreza de su indumentaria acentuaba su hipotética ancianidad. Se abrigaba con un viejo paleto muy usado, en cuyos bolsillos escondía sus manos. El rostro del recién llegado estaba marcado por las huellas de un largo sufrimiento; la piel, pegada a los parietales, parecía a punto de romperse por la presión de los pómulos. Sólo los ojos afirmaban, sin arrogancia, con una mirada fría y dura, de hombre avezado a ordenar, que la voluntad del viejo se mantenía tiesa. Al tiempo de cerrar la puerta, hizo, con una leve inclinación de cabeza, un saludo a los reunidos. Uno de los pilotos de la "Eloísa", comentó cordial:
—He aquí un invitado que llega con retraso,
—Os equivocáis, joven, llego con hora exacta aunque vengo de lejos.
—Acepte nuestra invitación- le propuso Garcivilla con la sola condición de decirnos de dónde viene.
—Eso se dice pronto y con pocas palabras: vengo de la muerte y traigo la muerte.
——Esa dama la llevamos todos nosotros pegada a los taIones.
El dueño de "El Delfín de Plata" prestaba escasa atención al diálogo del desconocido con los pilotos. El nuevo cliente había dejado de preocuparle desde el instante en que, aceptando la invitación que le había sido hecha, era uno más en la mesa de los marinos. Estos curioseaban, asediándole a preguntas, en la vida de su nuevo compañero que, después de vaciar una gran copa de ginebra, la mirada ausente, perdida en el espectáculo de su propia juventud, les contestaba con monosílabos.
Mi vida, -acabó por decir- -tiene poca amenidad para referirla en una sobremesa; está llena de rotos y descosidos, que sólo pueden ser interesantes para jueces y fiscales. No hablemos de ello. Prefiero escucharos. ¡Hace tantos años que no oigo voces como las vuestras!
A punto de emocionarse al hacerse esa confidencia, el viejo se dominó y como si temiese perder un misterio que le era indispensable, se metió de nuevo en el silencio y en los monosílabos, clausurando toda posibilidad de diálogo. Los pilotos confiaban que la ginebra le turnase locuaz, pero, contrariamente a lo que esperaban, su invitado se tornaba más taciturno. Creeríase que una niebla negra le ocultaba las cosas e impedía que llegasen hasta él las palabras. ¿En qué mundo había ido a buscar refugio para sus pensamientos el extraño personaje? Cualquiera que fuese ese mundo, el viejo se había convertido con lo equívoco de sus respuestas y la anormalidad de su mutismo, en una barra de hielo que iba enfriando la alegría de las cenas bilbaínas que no termina bien si se omite entonar en acción de gracia a los dioses de la mesa y de la cepa, un coro dionisíaco. El intruso no estaba en condiciones de apreciar los efectos de su conducta sobre sus camaradas circunstanciales, y a conocerlos hubiera sido igual. Su presencia en "El Delfín de Plata", respondía a un propósito acariciado durante quince años y que, a punto de realizar, retocaba en sus detalles. Le estorbaban los pilotos. No quería testigos, pero en última necesidad estaba decidido a aceptarlos. Su resolución era firme y el momento de ejecutarla debía depender del tiempo, a juzgar por la insistencia con que observaba el movimiento de las manecillas del reloj, un aparato de fabricación inglesa, en cuya esfera de cobre el buril había grabado un galeón altivo con una divisa poética: "Con sed de vientos, bebo los mares".
“El Delfín de Plata" cerraba sus puertas a las once de la noche. Esto era un cuidado del dueño, que media hora antes, sin que faltase un solo día a esa costumbre, encendía su pipa y llenaba, para vaciarla a pequeños sorbos, una gran copa de ron. El viejo marino administraba su único vicio con egoísmo cauteloso. La fama, difusa e imprecisa, atribuía al dueño de "El Delfín de Plata" una juventud tumultuosa y aborrascada. Esta leyenda, popular entre los marinos, que daba prestigio al establecimiento, no aparecía confirmada por ningún dato que valga la pena de ser anotado. Pacho Altuna, a despecho de la aureola con que aparecía nimbado, tenía metida su vida en el cauce más ortodoxo y legal. Sus ideas desmentían la atribución colectiva y no cabe suponer que ella derivase de alguna confidencia, a la que el carácter de Altuna, acentuado por la edad, no era propicio. Conservaba un cierto vigor físico y una elasticidad de movimientos que le consentían atender personalmente, con ayuda de la cocinera que pasaba por ser su mujer, a las necesidades de la taberna. Complaciente, bondadoso, y amable con sus clientes, era hosco y desapacible para con cuantas personas se le acercaban. Una desconfianza de viejo receloso le mantenía en guardia constante. Sus competidores afirmaban que era cosa de la conciencia que no le dejaba tranquilo. Altuna aceptaba con perfecta indiferencia los juicios de la envidia y se callaba la respuesta, como sí la popularidad de hombre con un pasado tenebroso le resultase grata. Después de todo, se decía a sí mismo, sin una reputación semejante es difícil mantenerse tieso en el puesto. Y él se mantenía tieso y respetado.
Cuando el reloj de la taberna sonó las diez y media, Altuna encendió su pipa, paladeó el primer sorbo de ron e indicó con un gesto a uno de los pilotos, que se aproximaba la hora de cerrar. La mesa de los pilotos había perdido toda animación. El mutismo del invitado, que seguía en su silencio taciturno, había acabado por comunicarse a los marinos. No habían acertado al convidar a tan chocante forastero y por alejarse de él, aún más que por separarse, se despidieron, Altuna les dedicó la última cortesía en la puerta y volviéndose hacia el viejo, que continuaba en su puesto, le avisó con tono desabrido:
—Amigo, es hora de cerrar.
—Dices hora -convino el amonestado, como saliendo de un sopor penoso—. Sírveme una ginebra, añadió, haciendo sonar una moneda sobre la mesa.
Altuna obedeció sin palabras inútiles, convencido de que no volvería a ver más a su cliente, y recogió la moneda, mientras el forastero, después de vaciar su copa, se fue hacia la puerta, corrió el pasador y de un salto se plantó delante del tabernero, cerrándole la salida hacia el interior del establecimiento.
-Tú lo has dicho, ¡ya es hora! Nada ni nadie puede salvarte. Quince años, día por día, hace que aguardo este instante, prometiéndome a cada minuto acabar con tu vida. No vengo a cometer un crimen, vengo a cumplir la justicia que reclaman los que han muerto por tu traición: Zurzueta, ahorcado; Gurtubay, enfermo en la prisión y Gaminde, suicidado. ¿Me reconoces?
Mientras hablaba, con voz metálica hecha a dominar tormentas, la mano izquierda desabotonó la camisa y dejó al descubierto un tórax picado por un tatuaje a dos colores, un áncora escorada y volando sobre ella cinco gaviotas. Las fue señalando con el dedo y comentó:
-—Sólo dos viven y esta noche morirá la cuarta.
Altuna, repuesto de la sorpresa, recuperado de ánimo, intentó su defensa. Balbuceó unas palabras y como viese por la mirada irónica de su adversario que nada adelantaría hablando, reunió sus fuerzas y resolvió acometerlo, buscando la salida a la cocina, por donde le podía ser fácil escapar. No hubo lucha. El forastero cedió el terreno y cuando Altuna se precipitó a la que suponía puerta de la vida, el desconocido sacó la mano derecha del bolsillo, dio un puntapié a una banqueta y disparó dos veces. El estampido de las detonaciones quedó amortiguado por el ruido que produjo el asiento al derrumbarse. Paco Altuna detenido en su fuga por la muerte, dio una voltereta y quedó, en postura trágica, la cara contra el suelo.
El terrible parroquiano no manifestó la menor impaciencia. Miró al reloj: cinco minutos faltaban para que sonasen las once. Se sirvió una nueva ración de ginebra, la apuró de un golpe, rompió la copa y con un trozo de ella se acercó al cadáver, le dio vuelta y le desabrochó la ropa hasta dejar al descubierto el pecho, en el que aparecían tatuadas las cinco gaviotas y el ancla escorada. Debajo del tatuaje, tallándola con pulso firme sobre la carne todavía caliente de su víctima, el victimario escribió una palabra: Traidor. Cuando hubo terminado, apagó las luces, salió a la calle, cerró con llave la puerta de "El Delfín de Plata" y se perdió en la oscuridad de la noche.
No he podido evitar ver la lucha de Maria Luisa Goikoetxea con Renfe por la ausencia de un acceso a los trenes en condiciones para las personas con dificultad de movilidad o que se desplazan con sillas de ruedas.
Piden que se instalen plataformas elevadoras en los trenes por no poder superar el obstáculo que suponen los tres escalones para poder acceder al vagón.
Es evidente que esto no ocurre en todas las líneas que parten de la estación de Abando puesto que la línea que va a Santurce, por ejemplo, al estar el andén al mismo nivel del vagón no supone obstáculo alguno para las personas que se desplazan en sillas de ruedas o presentan algún tipo de dificultad motora.
Ni siquiera es necesario que hagan obras en la totalidad de todos los andenes que se encuentren a un nivel inferior del vagón. Quizás podrían empezar por construir una rampa que pusiese al mismo nivel el acceso a un vagón y el andén en aquellas estaciones que se solicite.
Creo que esta solución sería más barata, presentaría menos averías, requeriría menos mantenimiento y el acceso al vagón sería más fluído y no retrasaría el horario previsto tal como ocurre en las líneas en las que andén y vagón se encuentran al mismo nivel.
No es cuestión de ingenierías, tan solo sentido común y observación. Espero que la idea sea recogida y sirva. Es cuestión de hormigón.
Publicado por: Maestro Soda | 04/29/2016 en 03:52 p.m.
De hormigón o galipó, lo que sea que usen.
Publicado por: Maestro Soda | 04/29/2016 en 03:57 p.m.