Por JULIÁN DE ZUGAZAGOITIA
II PARTE
Cuando Pedro Uhagón cerró la puerta de "El Delfín de Plata" todo quedó en silencio. Sólo el reloj inglés, respondiendo a la ley de su mecánica, sonó las once campanadas. El paso ligero, limpio de remordimientos, el vengador arrojó a la ría la pistola y la llave de la taberna. Buen conocedor del puerto, negro de noche, eligió para su retirada los pasos más solitarios. El bulto de las embarcaciones acercadas al muelle, le permitía reconocerlas. Lejanas amigas de sus días fuertes, las conocía en los mejores detalles de su carácter. La "Eloísa", adornaba su tajamar con una sirena mofletuda, a la que los pilotos llamaban la Casta, porque con uno de sus brazos ocultaba púdicamente sus senos; el mascarón de la "Arrogante", bergantín santanderino, representaba, sin que se supiera por qué razón simbólica, una cabeza de Medusa; el de la "Joven Lola", era místico; una Virgen del Mar, las manos unidas por las palmas, en posición de orar; a los pies, entre una guirnalda de flores, las primeras palabras de la salutación del Arcángel: Ave María. Uhagón se sentía, evocando el pasado lejano, más viejo y más vencido. La venganza que acababa de realizar vaciaba su vida de sentido y la dejaba sin la menor pasión. Podía, pues, vararla en cualquier lugar remoto y esperar a que la muerte piadosa le desguazase. Hubiera deseado anclar su vejez en Mundaca, pero ya esa aspiración no le resultaba hacedera. Se decidía por Cuba, donde había amado y donde ansioso de paternidad, hizo el propósito de casarse. Ahora que caminaba vacío de ambiciones y proyectos, el pasado, embellecido por colores brillantes, le hería como un cuchillo. Ninguno de los cinco pilotos, representados por las cinco gaviotas del tatuaje, había conseguido el final soñado, por la traición del que acababa de morir. Uhagón, que había planeado su venganza buscando hurtarse a toda sanción de la justicia, se sentía absuelto por el código moral de los aventureros. El propietario de "El Delfín de Plata", era para todos ellos, un traidor, un reo de muerte, ni siquiera con ella cancelaba su culpa. Para evitar toda posible piedad de las gentes, Uhagón había rasgado la carne del muerto para escribir en ella la palabra infamante. Ni perdón ni piedad para el perjuro que entrega a sus amigos al adversario.
El cadáver del Altuna, con su crispadura dramática, había dejado de interesarle cuando llegó a la planchada del "Telémaco", un bergantín-goleta que aparejaba para zarpar con las primeras luces del día. Uhagón era esperado a bordo, con cierta impaciencia, por el primer piloto. Unzueta tenía el temor de que la empresa de castigar a Altuna no saliese como la había proyectado el amigo de su padre y en ese caso se hallaba resuelto a completarla, desdeñando toda clase de riesgos. Cuando vio aparecer a Uhagón, una simple mirada de éste le dio a entender que el proyecto había sido realizado. Tampoco a Unzueta le mordió el remordimiento. La misteriosa desaparición de su padre, de quien ningún marino supo dar noticias, determinó en su hogar una serie de desventuras sucesivas que le hicieron una infancia triste y desamparada. Muchos meses la casa vivió de la caridad de los amigos del desaparecido; pero ese pan se fue haciendo escaso y amargo. La viuda acabó por rechazarlo y buscó, en empleos humildes, las monedas que necesitaba para subsistir con sus hijos, conservando la esperanza más débil cada día, de ver reaparecer a su marido, que yacía en un oscuro cementerio, donde la justicia inglesa acostumbra a enterrar a sus clientes. El joven Unzueta había aceptado la muerte de su padre con resignación de futuro marino, como tributo ineludible a los dioses iracundos del Océano, pero al conocer la clase de muerte y la causa de ella, la sangre se le encendió con una llamarada de cólera y quiso ser él, frecuentador asiduo de "El Delfín de Plata", el ejecutor de la venganza.
—No —determinó Uhagón— tu juventud merece mejor destino que el mezclarse a una vieja desgraciada historia. Me basto yo, que no tengo futuro, para terminarla. Todo lo que me atrevo a pedirle es que asegures mi puesto en el "Telémaco".
—Asegurado.
No volvieron a hablar más del tema, aun cuando ninguno de los dos hombres dejaba de pensar en él. Unzueta no apartaba de su imaginación, reconstruyéndola a su arbitrio, la afrentosa muerte de su padre: Uhagón, calculando sus planes, acabaron escondiéndose el uno del otro, porque la conversación en fuerza de disimulo, se les hacía penosa. Callaban aquello mismo de que les hubiera gustado hablar. Castigado Altuna, se sintieron liberados en parte de sus obsesiones respectivas. Unzueta no se conformó con la mirada de Uhagón que le informaba del desenlace y, a pretexto de darle una orden, le llamó a su camarote.
—Todo ha terminado. Dos balas de plomo han liquidado la cuenta.
—¿Ha habido ruido?
—¡Ninguno! Espero que hasta mañana no se conozca lo ocurrido.
—Mañana a las ocho estaremos en alta mar. Acuéstese y descanse.
Uhagón obedeció. Se sentía fatigado de la jornada y por esa fatiga, mejor que por el calendario, medía su vejez. Necesitaba echar el ancla, para siempre, en las aguas quietas de una dársena. Unzueta subió a cubierta, a que le serenase el aire. No sabía definir su sentimiento, que estaba formado por una alegría siniestra y algo más confuso que él denominaba contrición católica. Se consideraba coautor de la muerte de Altuna y si cuando veía a su padre pendiendo de una cuerda, justificaba la venganza, al encomendarse a Dios, se sentía culpable. Para este sentimiento contradictorio, es para el que buscaba solución en la frialdad de la noche. No la halló y el ''Telémaco" levó anclas, sin que Unzueta hubiese descansado de sus paseos. A las nueve de la mañana, el navío estaba, con viento favorable en alta mar, rumbo a Cádiz, sin escala intermedia.
Una hora antes, la cocinera de "El Delfín de Plata" descubrió el cadáver de su patrón. Sus gritos congregaron en la taberna varios vecinos, que no mostraron gran pesadumbre por la muerte de Altuna. Uno de ellos, curioso del tatuaje, se inclinó sobre el cadáver y leyó la palabra infamante, que resaltaba, por la sangre que se había coagulado en las heridas que hizo la mano implacable de Uhagón. La palabra acusadora, conservando el misterio, aclaraba la causa de la muerte y venía a confirmar la creencia colectiva de que el pasado de Altuna se apartaba mucho de las sendas honorables. Lo que la intención popular no adivinó es que el propietario de "El Delfín de Plata" tapase con sus maneras desabridas, un gordo pecado de traición. El conocimiento de esta grave circunstancia, destruyó la poca piedad que la vista del cadáver, con su escorzo dramático, despertó en alguno de los presentes. Si ninguno de ellos sabía nada, nadie quiso saber más. Una suerte de temor irrazonado les dictaba la conveniencia de mantenerse al margen en la historia que, de otra parte, les inspiraba morbosa curiosidad. Se apartaron del misterio, dejando a! cuidado de la justicia el aclararlo, cosa que desde el primer instante se presentó difícil. Pedido el testimonio de los pilotos que habían cenado la noche del crimen en "El Delfín de Plata", lo aportaron bastante confuso y embrollado. Cada uno de ellos había retenido una imagen distinta del extraño personaje que fue su invitado sobre el que coincidían en hacer recaer la culpabilidad de la muerte de Altuna. Garcivilla recordó las palabras del viejo, que habían dejado de ser enigmáticas:
—Vengo de la muerte y traigo la muerte.
Conformes los marinos en este dato preciso, cada uno de ellos facilitó los rasgos fisonómicos de un personaje distinto. Declararon lo que creían sinceramente ser exacto, sin sospechar que su verdad tenía poco de común con la realidad, modificada a capricho por nuestra tendencia a idealizar o degradar la criatura humana, según que al primer encuentro con ella la reciba nuestra simpatía o la rechace nuestra diferencia. De los folios que ya se habían escrito en esclarecimiento de los hechos, el misterio que los rodeaba aparecía aumentado por la variedad de semblanzas que de su autor poseía la justicia. Ésta buscó en la documentación del muerto algún socorro para su trabajo, pero no descubrió nada que la fuese útil, ni siquiera una arqueta, celosamente oculta, en la que Altuna guardaba el tesoro, en buenas monedas de oro, que le movió a traicionar a sus compañeros. Ese caudal, bastante voluminoso, y fantásticamente aumentado por la fantasía de quienes suponían su existencia, fue puesto de lado, en lugar, seguro, antes de proferir una sola voz de alarma, por la Ignacia, que había conseguido conocer el lugar en que Altuna ocultaba el dinero. La Ignacia, no sólo oyó el ruido de la banqueta al derrumbarse, sino que presenció el crimen. Mujer astuta y egoísta, sacó partido de la situación así que los pasos del forastero dejaron de oírse en el callejón. Después de asegurarse la posesión de la arqueta, se acostó, planeando cuál debía ser su conducta al día siguiente. Interesada en que no se descubriese al criminal, retrasó cuanto pudo, sin incurrir en sospecha, sus gritos de terror y sus lágrimas de duelo aceptados como sinceros admitida su incondicional adhesión al viejo Altuna. Dio todo el tiempo que pudo al vengador para que desapareciera y no le estorbase con su detención y sus declaraciones, el disfrute de unas riquezas, cuyas monedas tenían una aleación siniestra y un maleficio mortal del que la Ignacia acabó siendo víctima.
Egoístamente silencioso el principal testigo, la justicia acabó renunciando a unos trabajos infructuosos. Por este tiempo el "Telémaco", daba vista a Cádiz, después de una travesía difícil. Uhagón y el joven Unzueta se despidieron amigos. El primero consiguió enrolarse en un navío que aparejaba para La Habana, donde llegó sin novedad. No encontró nada de cuanto había dejado en la ciudad. Sólo le quedaban para vivir unos centenares que consiguió salvar de la codicia de Altuna y la nostalgia de sus recuerdos. Hombres nuevos se afanaban como él lo había hecho en su juventud, por acumular dinero. Sus conocidos, o habían ido demasiado lejos en sus aventuras, pereciendo en ellas, o se habían retirado, llenos de cicatrices, al suelo nativo. De su generación solo quedaba él. Decidió arrumbarse. A las, horas de menos calor, se acercaba al puerto y se entristecía recordando los años en que participaba como protagonista en aquella animación- calenturienta, subida de color y cargada de las fonéticas universales. Bella estampa del puerto atrafagado y luminoso, a la que ningún piloto dejó de asociar el recuerdo de una aventura de amor... Soplando en más cenizas, Pedro Uhagón se rindió a la muerte. No la hizo resistencia alguna. Tenía suficiente con lo que había vivido y se dejó morir al sentirse enfermo, sin molestar a nadie. Instituyó heredero de lo poco que le quedaba a Unzueta.
Así conoció el piloto del "Telémaco" la muerte del compañero de su padre. Al poco, Unzueta hizo con su barco un viaje a La Habana y fue a visitar la tumba de Uhagón, en la que hizo colocar una lápida. Con el resto del dinero de la herencia hizo decir misas en La Habana y en Mundaca por la salvación del alma de su amigo.
En la lápida, Unzueta mandó grabar, además del nombre del difunto, el áncora y las cinco gaviotas y un epitafio de su Minerva que decía:
Eran cinco los marinos
en la lucha contra el mar,
de los cinco, solo uno
venció de la tempestad.
Vizcaya le dio su temple,
Cuba dónde reposar,
el sentido de lo justo,
la obligación de matar.
Piloto de mares bravos;
vengado de tusquerellas
bajo este cielo de estrellas
la tierra te guarde en paz.
Cuando la historia de "El Delfín de Plata" que no volvió a abrir sus puertas al público, dejó de ser un misterio, fueron muchos los marinos bilbaínos que al desembarcar en La Habana, hicieron una visita a la sepultura de Pedro Uhagón cuya conducta fue aprobada por la juventud romántica de los mares.
Dic. 1953
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