IRUJO
Con respeto y emoción, y aprovechando este acto, quiero rendir homenaje, aunque sea de pasada, a don Manuel de Irujo. Lo conocí a su regreso del destierro en los años de la transición, y fue breve nuestra conversación que trató de personas conocidas por ambos. Otra vez le saludé en la Taconera, y hasta ahí mi relación directa. Ya había recogido testimonios directos de quienes le conocieron cuando los años de la 5egunda República Española. Los testigos siempre le consideraron, y es más, tanto era el afecto de los merindanos que le votaban que, en vez de decirse "vasquistas", se decían "irujistas". Sin la guerra civil la historia de esta tierra hubiera sido distinta. Don Manuel, hubiera sido, un personaje principal, como lo fue, de ministro de justicia, en el Gobierno de la zona republicana. En la guerra fue una Pimpinela Escarlata, que salvó muchas vidas, en aquellos días azarosos, y que los salvados le recordaban con gratitud. En la casa de Viana, paredaña a la mía, muchos meses después del levantamiento militar pude ver pegado con engrudo, un pasquín de elecciones en el que Don Manuel, en fotografía borrosa, salía, con el abrigo en el brazo, de la celebración de un mitin. Su energía, su saber, su ser político de vieja escuela, era un modelo. Pero como no he venido a hablar de política, en estos días de tormenta, voy a entrar en materia.
ESTELLA
He venido a hablar de mí, aunque ello tenga algo de impudicia y vanidad, pero aquí estoy y no es la primera vez que llego a esta ciudad encantada, primero conocida de oídas, por quienes cumplían condena en la cárcel del Partido, y me daban noticia del señor Mariano, su carcelero, los calabozos decimonónicos, que llenó de presos en las carlistadas y en la última, también carlista del 36. Ubicada la cárcel en los sótanos del palacio de Granada, donde pasó noche Zalacain, debió haberse conservado como testimonio de un tiempo en el que Estella, la bella, fue algo. La conocíamos también por el juzgado de instrucción, que dirimía nuestras discordias de servidumbre de paso o de aguas, y nuestros viejos rencores, el mercado de la ley, que en su día fijaba el precio de los frutos del campo, las historias de partidarios carlistas como las de Jergón o de Rosas, la del general Lizarraga que, descabezado por un obús, dicen, el caballo fiel lo condujo desde el campo del honor al vivaque. Y las elecciones a diputados, que llenaban fondas y comedores de mesa corrida, y de humo, de café, copa y puro el gran salón del Monjardín, con capacidad y aire de patio cuartelero donde cabía un escuadrón de caballería y su dotación completa. Y, puestos a rastrear la memoria, no quiero, no puedo, olvidar las tardes de jueves en el Casino, con los otros compañeros de manguito, tintero y papel secante, como correspondía a aquellos tiempos y una administración medieval y primitiva, como medieval y primitiva, decimonónica casi, era la vida y la sociedad a la que servíamos.
ESTA TIERRA
Esta tierra, que es la mía, en ella, nací, envejecí, y de la que no salí, ni saldré, pues la llevo dentro vistiendo mi interior, como ropa sin costuras, y de la que me sería imposible desprenderme ni mucho menos ignorar. Me llama con sus voces secretas, sus ecos, el recuerdo omnipresente y, quiera o no, es parte de mí mismo, la llevo no como pesada carga sino como alivio de mi propia existencia. No significa esto que la magnifique y me absorba con la pasión bobalicona del chovinismo, y sostenga, como el pastor que me confesó que los montes más altos del mundo eran San Lorenzo en la Rioja y Montejurra. Como siempre he dicho, soy soldado sin bandera, mis patrias ninguna y todas mías, pero si se me obliga a tener alguna, me rindo por la patria de mis recuerdos, los carros de mies anunciándose con el chirrido de sus ejes, las blasfemias de los carreteros, los álamos al oscurecer buscados por los pájaros como acostadero, los riachuelos, menguados de aguas y escolta de chopos, como cirios encendidos, la misa mayor del domingo, la procesión del Corpus, los nidos de abubilla en los ribazos, una canción de los Chimberos.
Renuncio a hacer una descripción más detallada de mi única patria cuya geografía, mapa y mugas coinciden con esta tierra, que, repito, me niego a sacralizar, pero confieso que sus virtudes y defectos, son los míos. Envuelve, dije y repito, mi interior como íntimo atuendo, ella soy yo, yo soy ella, seguro estoy, sin exageración ni mentira, sin ella no sería el mismo, a ella le debo todo, de ella se nutrieron mis tabulaciones, escuché con discreción a sus hombres, sin que ellos se percibiesen de que me transmitían algo que los libros no podían hacer. Conocí gente que había conocido a quien conoció el paso de tropa carlista, a quien trató a un confidente o eran portadores de pliegos en las costuras del pantalón para los generales, heridos que buscaban el camino al hospitalillo de sangre de Torralba, a las hijas de un coronel carlista exiliado en San Juan de Pie de Port. Sólo tenía que seleccionar el material aportado por mis testigos, y el repaso de los libros de actas, juicios de faltas, requisitorias, en mi ejercicio de las secretarías de mis Ayuntamientos, y el pasado estaba en mis manos convertido en presente inmediato, humus riquísimo, sólo había que explorarlo y darle luz.
De ese modo nacieron mis libros muy queridos como "No estamos solos", "Botín y Fuego", "Relato cruento", "Pequeña crónica", "La cuerda rota", "El Sumario". Y los muchos artículos escritos en los periódicos desde que el año de 1962, sacaron en Diario de Navarra, "Cosas del vino" y las muchas historias y cuentos de "Navarra hoy". El contacto con el campesinado, su trato cordial, sus confianzas, me dieron licencia para calificarme a mí mismo como "campesino ¡lustrado", de cuyo título no reniego.
A los leales súbditos de mi república de loar, especialmente a los más viejos, les debo su lenguaje preciso, arcaico a veces, recordándome la dulce parla de los inditas latinoamericanos, es decir vi que reductos de castellano sin contaminar tenían aquí su refugio, y yo recogía un léxico que parecía muerto pero, estaba vivo en sus bocas y dormido en los diccionarios. Alguien atribuye a mi escritura un poso barroco, impresionista, pero si es así, se lo debo al feliz encuentro, y no fortuito, con un material rico en posesión de mis gentes, todavía no sometidas a la modernidad y sí a los roles de hondo sabor medieval... Las costumbres, sus ritos, sus cofradías, su solidaridad ante la desgracia, todavía intactas aunque en peligro de muerte. Aquel mundo que encontré, por los años cincuenta, era un microcosmos peculiar, como gota de agua a ser estudiada al microscopio. Al descubierto quedaba la crudeza de sus rencores, odios transmitidos de generación en generación, de padres a hijos como herencia emponzoñada, y todo tan a mano. Expuesto el hombre primitivo, el hombre en su propia condición sin veladuras, como en mesa de autopsia, a contemplación y sin necesidad de acudir a libros doctos de sociología o antropología, me sirvieron de aprendizaje. Y aprovecho este acto, para darles las gracias por su aportación anónima y silenciosa a mi obra.
Manuel de Irujo sustituyó a Joan Garcia Oliver como ministro de Justicia. Me cuesta entender como a la República se le ocurrió dar semejante cartera a un hombre de la FAI como Garcia Oliver. Es como si ahora le diéramos esta cartera a cualquier atracador recién salido de la cárcel.
Garcia Oliver tenía un currículum terrible como agitador e incendiario irreflexivo y además protegió a criminales notables como Aurelio Fernández, más dedicados a robar y a extorsionar que en hacer la revolución anarquista.
Sinceramente no me extraña que la República empezara a reprimir a gran escala a la CNT-FAI a partir de mayo de 1937 puesto que los crímenes anarquistas habían dañado muchísimo la imagen de la República. Evidentemente pagaron justos por pecadores y así grandes criminales como Garcia Oliver o Aurelio Fernández pudieron llegar a viejos en su exilio americano. Otros revolucionarios más civilizados como Andreu Nin no tuvieron tanta suerte.
Publicado por: Señor Negro | 08/27/2016 en 01:18 p.m.