El 26 de abril de 1937, la villa de Guernica fue destruida. Esa destrucción, que las fuentes franquistas atribuyeron a «los dinamiteros rojo-separatistas» y que los portavoces republicanos endosaron a «los aviones alemanes del general Franco» fue, sin duda, el hecho más clamoroso de una contienda repleta de ellos. Y no sólo eso, sino también el de más larga vida por cuanto que cinco décadas después, cuando de la última guerra civil española ya tan sólo queda un recuerdo borroso, por lo que hace a los detalles concretos, el drama de Guernica sigue brillando con luces propias y suscita la curiosidad, la emoción e incluso la polémica tanto entre los propios como entre los extraños.
Esquemáticamente todo sucedió como sigue:
Aquel día, lunes, Guernica vivía momentos de indiscutible tensión ya que, en el curso de la mañana, la cercana localidad de Arbácegui-Guerricaiz había sufrido un terrible bombardeo aéreo, se sabía que los moros estaban en el Oiz y las tropas gubernamentales, batidas sus líneas de resistencia, una tras otra, apuntaban en su retirada hacia el Sollube. En este marco, cuando al filo de las cuatro de la tarde el primer avión de bombardeo se recortó en el cielo, de diez a quince minutos antes de que llegasen las escuadrillas, el vigía instalado en la cumbre del monte Cosnoaga enarboló una gran bandera roja de alarma que, avistada por los miembros de la defensa pasiva, hizo que las campanas de las iglesias comenzasen a sonar en toque de rebato. Hasta ese momento Guernica aún no había sido atacada y algunos, ingenuamente, pensaban que escaparía a la dura suerte sufrida por otras poblaciones vascas por el simple hecho de encontrarse allí la familia de uno de los jefes del Ejército del general Franco.
De pronto, liquidando todas las esperanzas, el avión lanzó una bomba. El artefacto fue a hundirse en la sede del Partido Izquierda Republicana, una hermosa casa de tres pisos, produciendo un surtidor de fuego y un tremendo estampido que redujo a polvo centenares de cristales. En la estación ferroviaria, muy cerca, Carmelo Iruarrízaga, tomó el teléfono y gritó sofocadamente: «Nos están bombardeando!». En el otro lado de la línea se hallaba Bilbao. Las autoridades sabían ya a qué atenerse.
Apenas había desaparecido en el horizonte el primer incursor cuando nuevas siluetas rugidoras se dibujaron en lo alto y, al alcanzar la vertical de la villa, abrieron sus vientres repletos de destrucción y de muerte. La táctica del ataque estuvo, desde el primer momento, muy clara. Como aperitivo caían bombas de gran fuerza expansiva que trituraban los techos de las casas y derribaban sus muros. Después, sobre esta plataforma propiciatoria, descendían densas brazadas de diminutas bombas incendiarias de un considerable poder combustible. Aquello, ciertamente, era pavoroso y además daba la impresión de que no iba a terminar nunca. Varias veces el castigo se interrumpió pero luego, una vez más, los aparatos regresaban con nuevos bríos para proseguir su misión. El «consumatum est» parecía haber sonado ya, al retirarse definitivamente los polimotores, cuando los biplanos «Heinkel 51», enviados como fuerza protectora de estos últimos contra unos pilotos de caza enemigos que no habrían de presentarse, iniciaron, a modo de brutal despedida, un enésimo ametrallamiento de cuantos blancos humanos descubrían allá abajo.
Por fin, el último aparato se perdió en la lejanía. La noche caía rauda desde las montañas, sobre Guernica en llamas. Nadie sabía cuánto duró el bombardeo, pero sobre poco más o menos, desde la primera pasada a la última transcurrieron tres horas largas, interminables.
El frente propagandístico
Curiosamente, al contrario de lo que había sucedido en otros lugares de la propia provincia de Vizcaya, como Durango, en donde la acción de los aviones no sólo fue aceptada sin complejo de culpabilidad alguno sino que, además, los corresponsales que acompañaban a las tropas ofensoras describieron con todo lujo de detalle los bombardeos, por lo que hace a Guernica surgió lo inesperado. Esto es: la negativa rotunda, indignada y total a admitirlo, por parte del Gobierno de Salamanca, que señaló como únicos responsables de lo que había sucedido a «los que destruyeron Irún» o, en palabras de otro comunicado, a dos que siempre dejan una España espectral a sus espaldas».
La mentira era tan flagrante, la argumentación tan insostenible y el carácter de Guernica tan especial, que bien pronto el bando gubernamental -tanto desde Bilbao como desde Valencia- comprendió que se le estaba sirviendo en bandeja una oportunidad única de golpear demoledoramente a su enemigo en uno de los frentes que durante la guerra española de 1936 tuvo casi tanta importancia como el militar: el propagandístico. Y propaganda hubo, a tope, de inmediato hasta el punto de que, lo que no ocurriera ni antes ni después en otros teatros de operaciones, se dio en éste: concretamente, alegaciones sobre la naturaleza de la destrucción de la villa toral en los partes de las unidades de combate franquistas, sobre todo en los de los pilotos, antes de su toma y, también, aseveraciones absurdas en favor de ese mismo propósito por los corresponsales distinguiéndose, en ese sentido, El Tebib Arrumi quien observando el incendio de la población desde la lejanía, de noche y metido, además, en un carro de combate, se despachó con una enjundiosa crónica en la que dejaba bien sentado -por lo que a él hace, claro está- que Guernica no había sido bombardeada sino arrasada desde dentro, a base de petróleo y dinamita.
Hay que decir, no obstante, que para los franquistas las cosas estaban perfectamente claras y eran asumibles sin problema alguno, en ese sentido. Primero porque de la afición a la tea de sus enemigos, cuando llegaba la hora de retirarse, tenían pruebas abundantes y segundo, por lo que antes he explicado: esto es, porque habituados a la acción de los aviones de bombardeo no podían entender que, si en verdad éstos habían actuado, lo negase el mando pues nunca, antes de ahora, lo hizo.
Un error explicable
La entrada en Guernica, sólo a los tres días del “raid”, cuando una parte de la población era un brasero y se extendía el fuego a algunas de las casas que todavía estaban intactas, a veces de forma tan súbita que ponían en peligro la vida de quienes se aventuraban en ellas, no cambió ese estado de cosas. Los franquistas pudieron ver los embudos causados por las bombas de aviación sobre la geografía torturada de la urbe, pero los atribuyeron a alguna incursión anterior, o al estallido de cargas enterradas, mientras que al repetirse, por doquier, explosiones, les convenció de que la dinamita había sido la culpable del desaguisado. Ignoraban que, en su casi totalidad, lo que estallaban eran las bombas incendiarias lanzadas durante el ataque aéreo y que, en una alta proporción, no reventaron en su momento haciéndolo, mucho más tarde, por simpatía con el fuego que, como acabo de decir, no sólo continuaba sino que se extendía. Por otra parte era fundamentado creer en una maniobra de destrucción sistemática, ya que una extensa área del pueblo no denotaba el zarpazo característico de las bombas rompedoras, sino tan sólo la negra huella del incendio. Esto se debía, sin embargo, a la acción de las llamas que se propagaron fuera del sector bombardeado gracias a la naturaleza eminentemente combustible del villazgo, construido básicamente en madera y con las calles -muy estrechas- orientadas como cañones de chimenea, y a la pasividad o impotencia de los bomberos bilbaínos que temiendo verse atrapados por la progresión del Ejército enemigo prefirieron regresar rápidamente a su base.
Pero para las tropas de Franco debió también de contar -y mucho- el hecho de que sus correligionarios guerniqueses abogaban abiertamente por la teoría de que el bombardeo nunca había tenido lugar. Jaime del Burgo, que entró en Guernica con las fuerzas que la ocuparon, escribe: «Con la mano puesta en el corazón podemos testimoniar que cuando preguntábamos a las viejas familias carlistas que padecieron el bombardeo y quedaron sin pertenencias quien había destruido el centro de la ciudad nos decían invariablemente: 'Los rojos, los dinamiteros asturianos'. Y no les sacábamos otra cosa».
Vicente Talen
Del Burgo, notable familia de demócratas de toda la vida.
No es que los nacionalistas españoles no se lo creyeran, es que tenían la consigna de negarlo, porque además de aesinos, fueron falsos.
Publicado por: CAUSTICO | 09/23/2016 en 07:46 a.m.