Aunque por ascendencia materna provenía de las pequeñas y valerosas mujeres de Bustiñaga, en tierra de Deba, por su abuelo materno descendía de navarros. De un hombre que murió en un campo de batalla, lejos de su pueblo de origen, defendiendo el Fuero Vasco.
Esa historia se repetía con orgullo en la familia de mi madre. Y también la de la abuela alavesa que llegó a Motriko con su hermosa tez blanca y sus largos cabellos negros y que no sabía hablar euzkera y que lo aprendió para poder transmitirlo a toda la generación siguiente.
Pero mi madre nació en el pequeño y nuevo poblado de Las Arenas, en Bizkaia, última peregrinación de toda su familia, y de Bizkaia tomó, la resolución de su temperamento.
Porque Gipuzkoa le dio la hermosura dulce de sus facciones y su delicadeza.
Y Navarra su carácter fuerte y fiel.
Y Álava su cortesía y generosidad.
Pero Bizkaia le dio la Ley.
Hasta los treinta años de su edad mi madre no conoció más caminos que los de su pueblo ni vio más cielos ni más marque los del Golfo de Bizkaia. Ni tan siquiera sospechó jamás que estaba en vísperas de los largos viajes que le aguardaban.
Recién casada partió de Euzkadi en la hecatombe del 37. Cuando la última ikurriña fue arriada y cuando los últimos gudaris custodiaban los puentes de Bilbao.
Camino de Santander fue mi madre, sin más tesoro entre las manos que el anillo de sus bodas recientes y el orgullo de saber que dejaba su patria en favor de la Libertad.
Estuvo en Euzkadi Norte, en el castillo de Donibane Garazi, acompañando a mi padre en la tarea difícil de organizar la colonia de quinientos niños sin padres ni patria que comenzaban el exilio del pueblo vasco.
Sus dos hijas mayores nacieron en París, exactamente la segunda nació el mismo día en que Alemania declaraba la guerra a Francia y en que los vascos de París comenzaban a evacuar la ciudad hacia el sur. Y así mi madre, con sus dos pequeñas hijas, fue rumbo a Burdeos.
Y en Burdeos aguantó un bombardeo tan terrible que creyó que sería el último minuto de su vida. Entonces, esa pequeña y valerosa mujer escondió a su hijita recién nacida bajo un colchón para salvarle la vida y quemó los papeles que pudieran comprometer la vida y la acción de los hombres del Gobierno Vasco.
Camino de América permaneció quince meses a la deriva en un barco cuyas hazañas aún están por contarse. Fascinantes en su tragedia, perdidos en la terrible soledad que significaba en los años cuarenta ser portavoz de la Libertad.
Estuvo en campos de concentración en las arenas del desierto africano.
Estuvo en campos de concentración bajo el cielo azul de Cuba.
Desterrada y deportada, ella, pequeña mujer que había tenido que dejar todo. Hasta lo que más importa en el corazón de una mujer: sus dos pequeñas criaturas, por acompañar a mi padre en su ruta de protesta.
Nadie pudo dar más ni darlo mejor. Y nadie reclamó menos que lo ella reclamó. Ni nadie tuvo más esperanza de la que ella tuvo. Ni más coraje para afrontar la adversidad.
En Buenos Aires estuvo un corto tiempo. El suficiente como para concebir y dar a luz a su tercera hija y enrumbar hacia Montevideo de Uruguay para continuar apoyando a mi padre en su trabajo por la causa de Euzkadi. Después de trece años en tierra uruguaya, en el lacónico discurso de despedida a los vascos de Uruguay, mi madre dijo: "No puedo daros más pruebas de todo lo que os recordaré siempre, porque hemos sido felices entre vosotros, que proclamar allí donde vaya que tengo dos hijos uruguayos".
Sus nietos nacieron más tarde en Caracas y en Washington, en Donostia en Cumaná de Venezuela. Y ella, mujer del exilio, siguió trajinando caminos de bienvenidas y adioses entre cada uno de los suyos.
La muerte de su padre la supo por un marinero que fue mensajero de la terrible noticia. La muerte de mi padre la superó con una tremenda grandeza.
No era de palabra abundante. Ni tan siquiera mujer que cantaba. Pero toda su vida fue el testimonio de la más
Arantza Amezaga
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