HENRI J. BARKEY. Director del programa Middle East, Wilson Center. Washington.
Turquía se enfrenta a un triple desafío: la gobernanza, el papel de las fuerzas armadas y el probable drástico recrudecimiento del problema kurdo.
El sangriento intento de golpe de Estado en Turquía del 15 de julio de 2016 ha sacudido la política y la sociedad del país hasta los cimientos. Paradójicamente, a veces el impacto de un golpe fallido se puede sentir mucho más profundamente que algunos de los que logran su objetivo. En el pasado, el ejército turco había intervenido para “corregir” la trayectoria de los políticos y de las principales instituciones. Esta vez, sin embargo, puede que el golpe fallido haya desatado un movimiento contra-correctivo que acelerará, profundizará y formalizará los cambios que el presidente Recep Tayyip Erdogan ha ido introduciendo poco a poco. Con ello, los conspiradores habrán desencadenado una serie de acontecimientos que supondrán exactamente lo contrario de lo que querían conseguir.
El objetivo de este artículo es analizar las tendencias anteriores y posteriores al golpe en la economía y la política, así como en el interminable problema kurdo.
Del pasado al presente
En la actualidad, Turquía vive una reestructuración total de sus instituciones políticas, sus bases ideológicas y hasta de su identidad. Esta reestructuración de su esencia es tan significativa, e incluso tan revolucionaria, como lo fue la kemalista hace casi un siglo. En aquel entonces, Mustafa Kemal Atatürk, fundador de la moderna república turca, él solo y por la fuerza, sacó a un país atrasado y derrotado del atolladero en que se encontraba y lo llevó a lo que denominó “modernidad”. De hecho, Kemal había declarado que su meta era que Turquía se convirtiese en parte de lo que él llamaba la “civilización contemporánea”. Sin embargo, en la práctica, tal “civilización contemporánea” no representaba ningún conjunto normativo ni de ideas, ni valores. Por supuesto, era una modernidad epidérmica; una emulación superficial de los prósperos estados-nación de la época. Para ser justos, estos tampoco fueron un paradigma de virtud cuando se convirtieron en aberrantes versiones de sí mismos en los años veinte y treinta.
Erdogan combate lo que Kemal ha llegado a representar, pero no toda la herencia del fundador. Kemal es célebre sobre todo por haber introducido una interpretación estricta del laicismo. La estridente laicidad que lo distinguía tenía que ver no solo con su deseo de que Turquía entrase a formar parte del club de los países más “civilizados” de Europa occidental, sino también con su personal aversión a la religiosidad. Erdogan representa, a determinado nivel, la venganza de los devotos y su regreso al poder.
No obstante, el presidente turco no está necesariamente en conflicto con otros elementos de la ideología de Kemal. Erdogan ha adoptado las ideas de desarrollismo, nacionalismo, e incluso de lo que se podría denominar una política exterior no alineada de Atatürk. Dados los logros de Turquía a lo largo de las décadas, Erdogan tiene ideas si cabe más grandiosas para su país. En lo que respecta a la democracia, Atatürk no era demócrata, aunque entonces los tiempos ni eran propicios, ni eran receptivos a esas ideas. Por su parte, Erdogan, que empezó siendo un demócrata, ha restringido el significado de la democracia exclusivamente a ganar elecciones. De paso, ha prescindido del aspecto más importante del sistema, la separación de poderes, ya que ha ido concentrando el poder en sus manos. El régimen cada vez más personalista en proceso de construcción está acabando con sus antecedentes, desarrollados tan poco a poco a lo largo de los años desde la muerte de Atatürk en 1938. El Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP), que fue el medio para el ascenso de Erdogan, ha quedado reducido exclusivamente a un instrumento del poder y ha dejado de ser un espacio para el debate de ideas y políticas. En este sentido, el presidente ha llegado a una situación parecida a la de la Rusia de Vladimir Putin, en la que el partido también es una simple herramienta del ejecutivo. De hecho, la legitimidad de ambos dirigentes emana de lo que Max Weber denominó su “autoridad carismática”.
Esto no quiere decir que el 15 de julio de 2016 los conspiradores iban a traer consigo una visión o un enfoque diferentes. Con toda probabilidad, si los golpistas hubiesen triunfado, habrían implantado un sistema tan represivo como el que ha establecido Erdogan, si no más. La razón es que el ejército turco ya no es bien recibido. La sociedad ha avanzado y la idea de un interregno militar ha dejado de ser una opción considerada legítima por la población. El hecho de que un número significativo de personas eligiese resistir a los soldados la noche del golpe no solo lo indica claramente, sino que también fue un presagio de las dificultades para mantener su gobierno y su autoridad con las que se habrían encontrado los oficiales si hubiesen triunfado.
A Turquía, los golpes de Estado no le son ajenos. Desde 1960, los oficiales del ejército han conseguido derrocar a los gobiernos elegidos constitucionalmente en cuatro ocasiones. Además ha habido otros dos golpes menores fallidos. Los militares, que siempre prometían que con ellos vendrían tiempos mejores, no aprendieron nunca,‒ni en 1960, ni en 1971, ni en 1980, ni en 1997, de la forma sutil en que la población turca reaccionaba a estas intervenciones. En todos los casos, cuando se celebraron elecciones tras el golpe, los votantes castigaron a quienes se habían puesto de parte del ejército y premiaron a los que habían sido sus víctimas o le habían opuesto resistencia. Por consiguiente, los conspiradores deberían haber sido más listos y haber sabido que tendrían poco apoyo de la población. Esta vez, cuando corrió la noticia del golpe en horario de máxima audiencia, su brutalidad y su osadía impactaron a la opinión pública.
El momento elegido para el golpe fallido acabará siendo una importante variable en la aceleración del proceso de transformación de Turquía que ya estaba en marcha. El gobierno de Erdogan ha logrado movilizar el rechazo de la gente hacia los conspiradores y a su supuesto y acusado cabecilla, el clérigo autoexiliado Fethullah Gülen, residente en Pensilvania, y la energía liberada por la experiencia para purgar al funcionariado, el ejército, las universidades y las organizaciones ciudadanas, incluida la prensa, de toda clase de detractores, y no solo de gülenistas.
Quedan muchas cosas por conocer del intento de golpe de 2016. En el pasado, los generales se levantaron para defender lo que ellos consideraban la esencia del Estado turco, su lealtad a los principios de su fundador Atatürk. A la versión de 2016 le faltó esa unidad ideológica: dio la impresión de ser una coalición variopinta de oficiales leales al movimiento de Gülen, antiguos aliados del AKP en el gobierno y actualmente sus más feroces enemigos, kemalistas, y oportunistas que no tenían nada que perder porque probablemente sabían que no tardarían en ser expulsados de las filas del ejército.
El hecho de que miembros de las fuerzas armadas, tradicional bastión de las ideas de Atatürk, estuviesen confabulando con elementos gülenistas, normalmente considerados hostiles a los intereses de esta institución, debería ser por sí mismo un indicio preocupante de las fisuras existentes en el estamento militar. Como era de esperar, el gobierno ha decidido no correr riesgos, y ha expulsado a 149 generales y almirantes (además, otros dos han dimitido), lo cual representa casi el 46% de los mandos superiores. Para una institución que ha tenido relativamente pocas turbulencias en sus filas, esto supone una conmoción enorme que alterará profundamente su carácter cuando los nuevos mandos (la purga ha incluido además a más de 4.000 oficiales y suboficiales) sopesen cuidadosamente las preferencias de sus líderes políticos y sus prerrogativas institucionales.
A partir de aquí, ¿a dónde se dirige Turquía?
Tras la intentona golpista, Turquía se enfrenta a un triple desafío: el primero es la gobernanza; el segundo, la adaptación a los efectos secundarios de la rebelión; y el tercero, el problable drástico recrudecimiento del problema kurdo.
La gobernanza. Casi desde el mismo momento en que asumió la presidencia en 2014, Erdogan ha codiciado los poderes que la Constitución turca otorga al primer ministro, que cumple la función de jefe de gobierno. En cambio, según la Constitución, la presidencia es un cargo por encima de los partidos, y la persona que lo ocupa no puede pertenecer a ninguna formación política. Sin embargo, Erdogan no solo ha usurpado los poderes del gabinete y del primer ministro, sino que ha puesto en marcha un proceso que alterará definitivamente el sistema y le permitirá hacerse con el control de todas las instituciones del Estado. De hecho, ya ha alcanzado muchos de sus objetivos sin ni siquiera cambiar una sola coma del texto constitucional por la mera fuerza de su “autoridad carismática”. La fallida intentona golpista no ha hecho más que acelerar este proceso. No obstante, en los próximos meses, intentará reformar la Constitución mediante un plebiscito o unas nuevas elecciones, aunque solo sea porque, por improbable que resulte llegados a este punto, sin la adecuada cobertura legal se quedaría en una posición teóricamente vulnerable. Al fin y al cabo, de las primeras elecciones de 2015 salió un Parlamento en el que su partido, el AKP, estaba en minoría. Si las demás formaciones se hubiesen puesto de acuerdo para formar una coalición de gobierno, los poderes de Erdogan se habrían visto radicalmente limitados.
El enorme palacio que se ha hecho construir es un ejemplo simbólico de su deseo de concentrar el poder en sus manos. El presidente ha declarado en público que todos los ministerios y las instituciones tienen sus oficinas en el palacio, donde pueden reunirse y tomar sus decisiones más fácilmente, y, es de suponer, estar a su entera disposición. Es más, sostiene que él se encuentra al frente de los tres poderes del Estado: judicial, ejecutivo y legislativo. En muchos sentidos, de resultas de las purgas llevadas a cabo tras la intentona golpista, la gobernanza de Turquía será más compleja. La tendencia natural de los ministros del gobierno y de sus subordinados, de un extremo al otro del escalafón, será solicitar la aprobación de sus superiores antes de tomar decisiones importantes por temor a enemistarse con Erdogan.
A corto y medio plazo, el presidente se beneficiará de un aumento significativo de su popularidad y de su legitimidad. Es un político formidable que ha demostrado reiteradamente tener un instinto certero. Con todo, en última instancia, Erdogan también sentirá la presión cuando las condiciones empeoren, porque se le considerará,‒con o sin razón, culpable de cualquier deterioro de la situación económica, ya que no podrá permitirse el lujo de desviar la responsabilidad hacia otros. El riesgo es que, para evitar o impedir que los acontecimientos o las condiciones se deterioren, Erdogan pueda sentirse tentado de emprender acciones cada vez más drásticas, lo cual, si las circunstancias son adversas, podría hacer que las cosas empeorasen todavía más.
La adaptación a los efectos secundarios del golpe fallido. La purga de la cúpula militar y la destitución de otros mandos castrenses, entre ellos coroneles, comandantes y capitanes, tendrá repercusiones a largo plazo no solo en la propia institución, sino también en la imagen de las fuerzas armadas entre la población. La purga posterior al golpe ha barrido a numerosos mandos, incluidos los de nivel medio. La rapidez con que se llevaron a cabo las detenciones implica que también se ha encarcelado o expulsado de su puesto a muchos inocentes. Los oficiales agraviados y sus familias acabarán haciendo oír su voz. Mucho más decisivo será qué clase de estructuras y organizaciones de seguridad creará Erdogan para que protejan al régimen de otras intentonas golpistas. Una posibilidad es que opte por multiplicar los organismos burocráticos relacionados con la seguridad, cada uno de los cuales habrá sido designado para vigilar al otro, lo cual podría presagiar la creación de un “Estado de seguridad nacional”. En todo caso, una rivalidad que ya existía, y que probablemente se agrave, es la existente entre el ejército y la policía. En los días posteriores al golpe, la policía hizo desfilar ante las cámaras de televisión a un gran número de altos mandos del ejército apaleados. Estas imágenes y el desprecio con que la policía se dirigió a los oficiales transmitieron inequívocamente quién tiene ahora el poder y sembraron la semilla de un futuro conflicto intra-institucional, ya que es poco probable que los militares lo olviden, sobre todo teniendo en cuenta la incertidumbre respecto a la culpabilidad de muchos de ellos.
En un sentido diferente, la purga gubernamental sin un juicio justo contra los empleados públicos sospechosos de vínculos con el gülenismo y los intelectuales que habían criticado la forma en que se estaba manejando la guerra contra los kurdos originará una nueva categoría de agraviados. En muchos casos, el castigo se ha infligido a toda la familia. Algo parecido ocurre con el encarcelamiento de los sospechosos de simpatizar con el gülenismo y la confiscación de gran parte de sus bienes, también en este caso sin juicio, que posiblemente socavarán la confianza en el sistema judicial. En el pasado, en numerosas ocasiones el Estado turco se apropió ilegalmente de propiedades. Sin embargo, las confiscaciones se solían imponer a las minorías religiosas, como en el tristemente célebre caso Varlik Vergisi (impuesto sobre el patrimonio) y, por tanto, la opinión pública no las cuestionaba, mientras que los miembros de las minorías a menudo “votaron con los pies” abandonando el país. Esta vez el objetivo no son las minorías y, en consecuencia, es posible que el caso se vuelva contra el gobierno. Turquía forma parte de una serie de instituciones internacionales, incluidas europeas, a las que es probable que acudan las víctimas de las purgas en busca de compensación. También aquí las medidas extrajudiciales han sembrado la semilla de la protesta continua.
Uno de los bastiones importantes de la oposición, la prensa, y, en gran medida, Internet,‒está igualmente sometido al control del gobierno. A la prensa turca apenas le ha quedado alguna publicación de la oposición. En los meses que precedieron y siguieron al golpe, las autoridades se apoderaron de numerosos periódicos y los cerraron. Aunque, a corto plazo, este control sobre la prensa ayude al gobierno a vigilar los contenidos, es probable que, a la larga, engendre escepticismo y desconfianza hacia las autoridades.
El problema kurdo. En muchos sentidos, este es el principal problema al que se enfrenta el gobierno, porque, a diferencia de los otros dos, en la población kurda, Erdogan y el régimen tienen a un adversario curtido. El Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK) es hoy la principal organización representante de la lucha kurda y, como tal, cuenta con un apoyo significativo en un segmento de la sociedad. De hecho, la resiliencia del PKK, que inició sus actividades violentas en 1984, tiene tanto que ver con las circunstancias favorables en los países vecinos como con las deficientes políticas gubernamentales, que han contribuido a que haya ido acaparando apoyo y seguidores a lo largo de los años.
Erdogan no es responsable del origen del problema kurdo; lo ha heredado de sus predecesores. Hay que reconocer que es quien más lejos ha ido en la búsqueda de una solución. Ha asumido riesgos que ningún otro líder turco, civil o militar, se ha atrevido a asumir, con tal de abrir un canal de comunicación con la cúpula del PKK y entablar una negociación. En esta negociación además de una delegación del gobierno, participaron Abdullah Ocalan,‒líder del PKK y actualmente bajo custodia en una lejana isla del mar de Mármara, y una delegación de políticos kurdos. Ambas partes llegaron incluso a un principio de acuerdo que, al final, fue anulado por Erdogan. Lo que le hizo cambiar de opinión y abandonar el proceso de paz con los kurdos fue la aparición del Partido de la Unión Democrática sirio (PYD, por sus siglas en kurdo), creado por el propio PKK, como uno de los principales beligerantes en la guerra civil siria. El PYD recibió un importante impulso cuando Estados Unidos se les unió para combatir a su enemigo común, el grupo Estado Islámico (EI).
Desde el punto de vista de Erdogan, la aparición en Siria de una poderosa fuerza kurda vinculada al PKK fue demasiado. Exigió que el PKK llevase las riendas del PYD, y cuando los kurdos se negaron, invalidó el acuerdo que sus propios representantes habían firmado. La guerra entre Turquía y el PKK se reanudó rápidamente, con efectos devastadores para la población civil kurda atrapada en medio del conflicto, pero también para los combatientes de ambos bandos.
El PKK no puede ganar en Turquía. Nunca lo ha conseguido en el pasado. Lo quesí puede hacer, sin embargo, es causar un gran número de víctimas entre los soldados turcos y, si quiere, llevar la violencia a las ciudades del oeste del país. El miedo a las victorias del PYD en Siria ya se ha apoderado de las fuerzas turcas que ocuparon la ciudad de Yarablus en un intento de impedir el avance kurdo hacia el Oeste con el objetivo de crear una zona contigua al Sur de la frontera turca. En un complicado juego de política de alto riesgo y diplomacia, los estadounidenses, que tienen fuerzas especiales sobre el terreno en Siria, intentan separar a los turcos de los kurdos. La situación puede desembocar en múltiples y diferentes resultados, muchos de los cuales implican un agravamiento del conflicto.
El actual conflicto con el PKK proporciona a Erdogan una mínima legitimidad, pero también podría allanar el camino a un aumento de la inestabilidad en el futuro. En el pasado, el presidente turco ha demostrado poseer una considerable habilidad. Puede volver a poner en marcha un proceso de paz –de hecho, esta es una decisión que, por ahora, depende exclusivamente de él– si piensa que las condiciones políticas y sobre el terreno le son favorables. No obstante, es improbable que tome la iniciativa en este asunto hasta que se haya asegurado el cambio del sistema político de su país.
Conclusión
Es posible que, a corto plazo, el intento de golpe de Estado del 15 de julio haya facilitado la consolidación del poder de Erdogan en Turquía. Sin embargo, la impresión puede ser engañosa. Aunque la mayoría de los adversarios del régimen hayan sido expulsados, o el miedo les haya llevado a esconderse, es poco probable que desaparezca toda la oposición. De hecho, los cambios que están teniendo lugar seguramente ampliarán la brecha entre Ankara y las capitales europeas, lo cual ocasionará otras tantas crisis.
Al final, en qué medida logre sus propósitos Erdogan dependerá sobre todo de su capacidad para anticiparse a los problemas y buscar el asesoramiento de personas que no formen parte de su camarilla de aduladores. Quizá sean mucho más relevantes los acontecimientos que escapan a su control, que van desde la economía mundial hasta la guerra civil en Siria, por citar tan solo dos. Por último, está el problema kurdo. Puede ocurrir que los kurdos no logren la victoria militar, pero que tampoco la logre el Estado turco. Entonces se volverá a alguna forma de proceso de negociación. La única pregunta es cuándo.
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