CÁRCELES DEL FRANQUISMO (X). “ONDARRETA”
DEMOLIERON LA CÁRCEL, SU RECUERDO SIGUE VIVO
Alguien puede decir todavía, señalando con el dedo; —"Aquí hubo una prisión, aquí estuvo la cárcel de Ondarreta"—.
Dentro de unos años hasta ese rastro de testimonios habrán desaparecido. Y, sin embargo, hay un trozo de la más trágica historia de nuestro pueblo, encerrada en el sólo nombre y recuerdo de ese edificio.
Y hay familias aún, para las que Ondarreta marcó una fecha trazada con tintura roja de sangre. La que cayó en la arena de la playa se la llevaron las olas, y la de los muros y pavimento del patio, la desintegró la excavadora. Pero el recuerdo sigue vivo.
No es un disco rayado
Uno vuelve a escuchar las voces grabadas de los testimonios y vuelve a estremecerse por la nitidez con la que algunos recuerdan los disparos al amanecer, disparos cercanos en el patio, o disparos más lejanos en una playa que, durante el día, albergaba los juegos de veraneantes "exilados", madrileños y catalanes.
Es sin duda este eco, el que marca con peculiar y trágica impronta a esta cárcel. Y cuando hablan de los "paseos", de las listas de los condenados, del cuchicheo, celda a celda, con el nombre de los designados por la guadaña, hay como un estremecimiento que impide que el disco rayado y monótono de los relatos paralelos y coincidentes desemboque en la frialdad de unas fechas, de unos acontecimientos que se resuelven con la fórmula precisa y escueta de " el día que mataron a tal, la noche que sacaron a cual".
La historia del francés
El testimonio escrito de Jean Pelletier, que estamos reproduciendo, al menos en parte, tiene el mérito de constituir una relación precisa y ajustada de su experiencia límite. Incluso los nombres y apellidos son exactos.
No cabe duda que Pelletier se tomó muy en serio su compromiso de proclamar a los cuatro vientos los horrores de Ondarreta, tal como se lo pedían sus compañeros de celda y de prisión, el día en que "el francés" traspasaba el dintel de la cárcel hacia la soñada libertad. Todos coinciden en que Pelletier, con su esfuerzo de síntesis y análisis, logró proporcionar en su relato todas las claves para entender el fondo de la barbarie franquista.
Pelletier, en cambio, no entendía demasiado el problema vasco. Apenas llegó a rozarlo en el infierno de los seis meses de Ondarreta. Al fin y al cabo, cuando llego a conseguir el derecho a compañía en la celda se encontró con dos comerciantes catalanes, que sin duda debían más su estancia en la cárcel a rastreras venganzas personales que a responsabilidad alguna política.
Su obsesión, sin embargo, por enaltecer la heroica gesta de los del "Nabarra" y por hacer llegar a todo el mundo la solidaridad para con estos marinos y compañeros, le enaltece y hace justicia como fiel camarada de los vencidos de Ondarreta.
Los valientes del "Nabarra"
Javier Olabeaga, estaba curando las heridas de la batalla de Matxitxako, prisionero en una cárcel de la Marina en Ferrol, cuando salió a la libertad el "francés". Luego sería trasladado a Ondarreta. Es él quien nos recuerda los detalles de la odisea vivida. Todos los tripulantes del bou vasco serían condenados a muerte en Consejo de Guerra. Su heroico comportamiento, sin embargo, sería tenido en cuenta por sus propios adversarios. Fueron ellos, alguno de los jefes de la marina franquista participante en la refriega, quienes forzaron la balanza y lograron el milagro. Un par de años más tarde los valientes del “Nabarra" saldrían a la calle, desde esa misma prisión de Ondarreta, en la que vivieron el acecho de la muerte.
- S. Erauskin
Memorias de un francés, prisionero de los franquistas
EL LARGO INVIERNO DE ONDARRETA
Pasan nueve días; un viernes (prudentemente me había acostumbrado a contar Los días), la puerta de mi celda deja de entreabrirse, para extenderse totalmente. Con un gesto me indican que puedo salir a la galería. Obedezco.
También están los otros
Es todo un espectáculo; un centenar de presos mezclados; hombres de todo tipo y condición; burgueses bien vestidos a los que parece no afectarles demasiado la cárcel. Luego me enteraría de que eran comerciantes donostiarras; mendigos completamente derrumbados, y lo que me desconcierta más todavía, siete u ocho sacerdotes, que conservan la sotana. Los presos se alinean en dos filas paralelas. Son gente de quince a ochenta años. Codo a codo, hombres sanos junto a enfermos, heridos y hasta ciegos. Hay uno cojo, a quien falta una pierna, y que se apoya en una muleta. Un chico joven se agarra del vientre para calmar el dolor de una herida que le supura abiertamente.
Cuando se sufre hay una intuición permanente, llamémosle instinto, que alcanza una prodigiosa agudeza. Nadie me ha dicho nada pero, sin embargo, estoy seguro, y esto es lo nuevo para mí, que este cortejo heterogéneo, este pelotón de condenados hirsutos y pálidos, no se dirige al matadero.
Paseo en el patio
He vivido nueve días en la celda sin apenas moverme. Ahora tengo el derecho a pasear. Entro en el aire puro como en un país nuevo y maravilloso. Pero no estoy preparado. Al descender por los escalones que llevan al patio, mis piernas se doblan; tengo vértigo y las rodillas no me responden.
Dos presos me ayudan. Los otros me miran asustados. Debo ser como la aparición de un resucitado de la tumba; mis manos y mi rostro están llenos de postillas y los párpados negros. Estoy sucio y mi barba de nueve días ha cubierto los pómulos hundidos. Mis compañeros me llevan hasta un banco.
El aire, sin el olor de las letrinas, es casi como un alcohol que me aturde. La angustia invade mi garganta. ¿Cómo ha podido producirse tan inesperado cambio, tan brusco que está a punto de abatirme?
La víspera, en todo caso, había venido a verme al locutorio un delegado del cónsul de Francia. Noté su asustado sobresalto cuando vio mi semblante, aunque también advertí cómo disimulaba ante la presencia del requeté de vigilancia;
— Intentaremos que le pongan una cama y una manta y le enviaremos comida— me dijo.
Yo hubiese preferido que simplemente me hubiera visitado en la celda, sin explicarle nada más, para que entendiese un poco mi situación.
En compañía
Ya estoy en el patio y soy un preso como los demás..o, por lo menos, lo voy a ser. Todos estos hombres que se me acercan, que me rodean son buenos y humanos, se preocupan de mí. Tengo frío?. Tengo calor?. Tengo hambre?. Muchos de ellos, seguramente, siguen a la espera del disparo de madrugada que acabará con sus vidas y, sin embargo, sólo se preocupan de mí.
Se vuelcan sobre mí, "el francés". Apenas logro entenderles. Pregunto por la duración del tiempo de patio.
— Dos horas, dos horas!— me dicen todos a gritos, mostrándome con grandes gestos sus dos dedos.
Dos horas de aire puro!. Es la vida!. Estoy como trastornado, no consigo distenderme. Estoy llorando de alegría.
Veinte o treinta rostros compadecidos me rodean y se interrogan con interés, casi como si fueran de la familia. Me duele no poder hablar ni entendernos..
Los que van a morir
He vuelto a salir al patio. Algunos presos me ofrecen tabaco. Hay que ser fuerte y me empeño en dar toda la vuelta al recinto, diez metros por diez, y con los muros pintados de blanco. Contra esos muros juegan desesperadamente a la pelota los que tal vez van a morir mañana, en ese mismo sitio. Gritan vociferan, saltan y se enzarzan en el atlético juego, llenos de inesperada alegría. La alegría de unos hombres que, a las puertas de la muerte, se niegan a morir. Me acerco a ellos, siempre acompañado por otros presos y observo ese muro contra el que juegan, picado por los agujeros de las balas de fusil. Y mirando más de cerca hasta se pueden percibir las manchas de sangre. Y pienso en los amigos del "Galerna", en el amable doctor Saizar, en Ariztimuño, en Gamboa., que ya no están aquí
Noviembre
Mis compañeros de patio se sorprenden de ver que la lluvia fría de Noviembre no me asusta en absoluto. Ando, corro y hasta marco un paso de entrenamiento. Cuando vuelvo a la celda, la encuentro desagradable en su perpetua humedad. Me tumbo en el colchón de paja que ahora tengo, y seco los zapatos sobre mi pecho entre la camisa y el jersey. No tengo más que un pañuelo que lavo una y otra vez en esta palangana—sopera que sirve para todo, para la comida y para la toilette. Para secar el pañuelo hago igual que con los zapatos, aprovechando la caldera de mi pecho. Esto no va a durar mucho. Se me declara una bronquitis que, sin médicos ni cuidados, voy intentando en vano superar.
Mejoras y progresos
Desde comienzos de noviembre, me han concedido una ligera mejora que dulcifica el régimen especial con el que se trata al "peligroso francés'. Se trata de que me han dado permiso para que me corten el pelo y me afeiten.
Hay un barbero falangista que en una celda del piso superior, con agua y lavabo, hace su trabajo, no precisamente gratis ya que cuesta tres veces más que en San Sebastián.
El consulado francés, sin embargo, ha podido pasarme un poco de dinero que me mandaba mi mujer y puedo pagar al barbero falangista.
Noticias de casa
He recibido, a través del consulado, la primera carta de mi mujer. Parece mentira pero se me ha convertido en un tormento. A la enorme alegría de enlazar por fin con la familia y de saber que mi mujer está removiendo cielo y tierra para conseguir mi libertad, se mezcla una angustia tremenda. Me anuncia su viaje a San Sebastián y está dispuesta a verme. Cree que su palabra le bastará para abrir las puertas de la cárcel. Me da un miedo tremendo. Pienso que si ella atraviesa la frontera la van a detener para tener un rehén más. Por otra parte me aterra la idea de que pueda llegar precisamente la misma mañana en que decidan fusilarme. Es terrible.
Rumores
Sigo esperando. El 3 de noviembre un vigilante, más amable que otros, me dice que ha oído que me van a cambiar por un diplomático austríaco que ha sido detenido en Bilbao, convicto de espionaje. Ahora, pienso, tendrán que ponerme a mí también la etiqueta de espía. Da igual, pero los días pasan y nada se confirma.
Sé que el consulado francés sigue pendiente de mí, porque me mandan, a veces, algo de comida. Por otra parte sigo recibiendo cartas de mi mujer y sé que está en San Juan de Luz, trabajando por mi libertad ante el mismo embajador francés.
Paquete maldito
Una mañana me ponen a la puerta un paquete cerrado. Lo abro. Tiene un muslo de pollo. Estoy un poco asombrado. Miro el nombre y veo que no es el mío. Febrilmente cierro el paquete, muerto de hambre y de deseo. Abro de nuevo el paquete y lo cierro. La tentación de morder esa apetitosa carne de pollo me hace mal en la mandíbula. Golpeo la puerta de la celda y grito por el agujero de aireación pero tardan en venir. Me suda la frente. No puedo más. El muslo del pollo me arrastra fatalmente. Lo cojo en las manos, le doy vueltas y acabo por darle un mordisco en el borde. La vergüenza me impide continuar y me desplomo humillado, constatando el envilecimiento al que ha llegado mi voluntad. Por fin se abre la puerta.
— Rápido, llévenselo que no es para mí..—
El muslo de pollo ha desaparecido, pero en los sueños y pesadillas de estos días volverá a hacerse presente ese muslo cuyo adivinado sabor hace humedecer todavía mi perdido paladar.
Un buen escondite
Otro día, un vigilante me envía, por error, un paquete que no tiene nombre. Lo abro y encuentro en un pañuelo catorce pesetas. Ese día precisamente me había quedado sin dinero (sólo teníamos derecho a que se nos mandasen quince pesetas cada mes, lo que apenas bastaba para el tabaco, papel de cartas, sellos etc.). En el paquete, que miro por un lado y otro, sólo hay la inicial G. Le consulto al Padre Urriza y él calma mis escrúpulos explicándome que con esas señas sólo va a servir para que se lo lleve algún requeté de vigilancia. Me quedo más tranquilo pero ahora hay que buscar un sitio para guardar esas pesetas. No hay más que uno seguro. Meterlas en la letrina, camufladas entre los excrementos. Venciendo mi repulsión lo hago así. Con ese dinero he podido comprar tabaco y convidar a muchos compañeros.
La fuerza del instinto
Juego a observarme atentamente. Yo mismo soy mi mejor espectáculo. El avance del otoño espesa cada vez más la oscuridad en mi celda. La claraboya apenas si despide un rastro de luz, adosada como está a un muro de la prisión. Los días disminuyen desesperadamente y yo voy descendiendo en mí mismo como en un refugio. He conseguido alejar de mí los interrogantes sobre un futuro de liberación o de muerte.
No tengo reloj. Lo suple mi instinto, cada día más desarrollado. Cuando llega la hora del patio estoy ya dando vueltas en la celda como una fiera en la jaula.
Un día no se abre mi puerta. Doy vueltas desesperadas, espío los ruidos. Es la hora de patio y ya no soy capaz de dominarme. Salto hacia la claraboya como en los primeros días. Me parece que me ahogo. No puedo más. Me aplastan las cuatro paredes y pierdo el control. Grito desesperadamente, golpeo la puerta de la celda. Me estoy volviendo loco.
Media hora más tarde me abren y me precipito desencajado hacia el patio. Me rodean los compañeros temiendo "una salida fatal". Les tranquilizo. Ha sido sólo una crisis.
La visita
El cónsul francés ha conseguido el permiso para que de vez en cuando, me visite un delegado suyo, con el que puedo estar con la única separación de una reja y la vigilancia de un requeté.
En el locutorio ordinario, en cambio, un corredor separa los dos enrejados y por el centro pasean los vigilantes. A veces hay cerca de un centenar de visitadores y visitados. Todo el mundo habla a la vez y a gritos y la barahúnda es infernal. Es imposible entenderse. Hay mujeres que se desmayan y se impone la fuerza de los lloros inútiles de los niños.
Soy un afortunado. El delegado del cónsul, de todas formas, me insiste en que no me deje poner en libertad sin que él esté presente. No me da más detalles pero luego me enteraría que un mecánico francés, preso en Ondarreta, había desaparecido, fusilado en la playa, tras su salida con la libertad en el bolsillo
Noviembre. Diciembre
Sigo vegetando en mi agujero negro. Resisto bien el frío y el agua que dejo en la palangana está casi helada.
He sido interrogado por un nuevo juez de instrucción que reemplaza al bestial capitán Rodríguez. Tres veces me han anunciado extraoficialmente mi libertad por intercambio. Tres veces he escrito a mi mujer e hijos cartas delirantes de alegría, tres veces me he preparado para la salida, pero yo sigo aquí igual.
Guardianes
Hay dos funcionarios de prisiones que dirigen el batallón de presos ordenanzas (clasificados así por la fortuna o por enchufes). Don Ricardo es un buen hombre que hace la vista gorda cuando se pasa comida a los presos más abandonados. Don Miguel San Juan, en cambio, es un sádico que cultiva con perseverancia los modos más feroces de hacer daño. Es un antiguo sargento de la guardia civil, que aquí ha encontrado un campo mejor para desarrollar su crueldad. Golpea a los ordenanzas y los hace trabajar de cinco de la mañana a once de la noche, escucha detrás de las puertas y hace todo lo posible para amargarnos la vida. Un día se inventó este suplicio; en vez de esperar al sábado en que se abrían las puertas de las celdas para que se secasen después de la limpieza, nos metió, de golpe, a treinta y cinco presos en una celda de dos por tres metros durante dos horas, mientras se secaban las otras celdas. Fue terrible. Prácticamente aplastados unos contra otros, yo tuve la suerte de quedar cerca de la claraboya para poder respirar. Se desmayaron cinco de los nuestros. Golpeábamos la puerta con los pies, y los gritos de desesperación y rabia debían de resonar por toda la cárcel. Así hasta que dos requetés, desobedeciendo tal vez la orden de don Miguel, vinieron a abrirnos las puertas, por las que salimos medio aplastados y desmayados.
Este bruto de don Miguel tenía, de todas formas un gran rival; el requeté Martínez, del que ya he hablado antes. Martínez tenía la costumbre de golpear a todo aquel preso que no le saludase inmediatamente, a su paso. Una vez, un preso le respondió con un empellón. La madrugada siguiente fue fusilado “por rebelión".
Los marinos del "Galerna"
Si los pasajeros del "Galerna", con la única excepción mía, habían sido todos fusilados, los franquistas tenían todavía que juzgar por lo militar a los tripulantes de nuestro barco. Estaban allí en Ondarreta y nos podíamos ver en el patio. A finales de Enero nos enteramos que los habían juzgado. El capitán Etxenike, un camarero y otro marino habían sido condenados a muerte y el resto a condena de cárcel perpetua.
Los condenados a muerte tuvieron que esperar hasta el 16 de marzo. Entre tanto fueron hechos prisioneros los tripulantes del bou "Nabarra", enfrentado valientemente a la flota franquista. Entre la tripulación del "Nabarra" estaba el tío del camarero, condenado a muerte, del "Galerna". La noche del 15 al 16 sucedió algo bien trágico. El marino del "Nabarra" era un hombre de unos 45 años. Le despertaron en plena noche.
-Estoy preparado— dijo simplemente.
Creía que le llevaban al pelotón de ejecución pero el requeté le conducía a la capilla en la que estaban Etxenike y su sobrino.
—No. Soy yo al que van a fusilar. He pedido como última gracia que me dejen abrazarte— dijo el sobrino, y fue entonces cuando el tío se desplomó sin poder contener el llanto.
EL FINAL DE UNA CELDA SOLITARIA
He vuelto a pasar a declarar ante el juez de instrucción, coronel Quintana, un hombre que parece correcto y honesto y que me ha despedido con un apretón de manos. —Esto es una equivocación. Usted quedará libre.—
El que espera..
Desde entonces los días se me hacen más largos, y espero en cada momento que me vengan a comunicar la libertad. A la vez me asaltan los temores. Paso por todas las alternativas, desde la euforia a las peores depresiones. De todas formas tengo la tranquilidad de saber que mi mujer ya no va a intentar venir a San Sebastián y de que, cada día que pasa, le dan más seguridades y esperanzas sobre mi liberación.
Peligroso privilegio
Van alargando los días. Con tiempo claro consigo leer algo dentro de la celda sin que sufra mi vista. Me he habituado del todo al olor a humedad y letrinas de la celda. Pero, en tanto siga encerrado, no estoy seguro de haber salvado el pellejo. La marcha de las operaciones militares tiene una influencia muy grande en nuestra situación. Guardado como estoy como rehén, podría ser muy bien fusilado cualquier día, como respuesta o represalia de Mola o de cualquier jefe militar al más inesperado acontecimiento.
Por otra parte, el estar sólo en una celda, sigue siendo mala señal. Es la ley de la cárcel. Los designados para la muerte tienen derecho a celda individual. Eso no me gusta.
Un reloj fosforescente
Y, sin embargo, voy consiguiendo mejoras importantes en mi situación. Tengo derecho a una banqueta que me sirve para poner la palangana de comida y no tenerlo que hacer sobre el retrete. Al cabo de tres meses he conseguido también una mano de pintura de cal en la celda que ahora está mucho más limpia.
Mi mujer, además, ha conseguido hacerme llegar ropa caliente y hasta un pequeño reloj que parece fosforescente. La primera noche me despierto para ver la hora. El reloj está tan negro como la celda. Enciendo una cerilla. Al contacto con la luz las agujas se hacen fosforescentes y la luminosidad se mantiene diez minutos. Es una nueva diversión. Cada cierto tiempo enciendo una cerilla y realumbro mi reloj. En mi soledad tengo así un juego, un tic—tac, casi un corazón que late, a mi lado. Y es que los juegos, los verdaderos están totalmente prohibidos en Ondarreta,
Fin de una etapa
Al ver que va mejorando mi situación, un día explico que no se me puede tener como una bestia enjaulada solitaria, que tengo el derecho de compartir la celda con otros compañeros como los demás. En principio, en la prisión de Ondarreta, sólo están en celdas individuales los condenados a muerte. Este tipo de reclusión de mal augurio está durando ya demasiado y además se presta a peligrosos errores de algún jefe impaciente.
Don Benito atiende a mi petición. También don Ricardo, un vigilante amable y simpático se alegra con la noticia. En cambio don Miguel no puede disimular su rabia porque haya conseguido algo que mejore mi situación.
Voy a cambiar de celda. Estaré con otros compañeros, y desde la claraboya podré ver, tal vez, un trozo del cercano monte Igueldo.
Memorias de un francés, prisionero de los franquistas
DE ONDARRETA A LA MUGA Y A LA LIBERTAD
El 14 de febrero llega la gran noticia. Me cambian de celda. Subo al primer piso, cerca de la luz y voy a tener compañeros.
Mi soledad ha durado cuatro meses! Cuatro meses cortados por los paseos del patio, ciento veinte días enfrentado a un único pensamiento; "Mañana a la mañana, tal vez seas fusilado”.
Con otros
Tras cuatro meses de tumba, ahora es casi la felicidad. Estoy en la celda 28, con dos compañeros del patio. También está un chico de diecinueve años, herido en la cabeza, dicen que de alguna bala perdida cuando entraban los franquistas en San Sebastián. Tiene muy mal aspecto, ha perdido mucha memoria y le dan crisis de fiebre. Su presencia entre nosotros sería alucinante, si es que no estuviésemos acostumbrados ya a estos eespectáculos tremendos. Estamos cuatro en una celda de dos por tres metros, pero pensando en otras, en las que meten a diez presos, nos consideramos casi unos privilegiados. Por otra parte yo disfruto los primeros momentos de ruptura con la soledad.
Los otros dos compañeros son un comerciante catalán, meticuloso y ordenado, acusado de haber ensalzado las virtudes de los vascos de Bilbao, y ordenado, acusado de haber ensalzado las virtudes de los vascos de Bilbao, y un empleado del mismo comerciante, cuyo único delito sería el haber estado presente en esa conversación, y ser empleado del catalán.
Nos instalamos lo más cómodamente posible. Es un estilo de vida distinto el que comenzamos.
Todo era diferente. Contábamos historias. A veces me ponían de juez de paz de sus discusiones y disputas pero yo hacía como que entendía menos su idioma. Nos ayudábamos mutuamente a irnos enseñando francés y castellano, aunque había algo que no me aguantaban; que cantase en francés. Era algo superior a sus fuerzas. Recibíamos tabaco y con un pequeño aparato que me habían pasado, hacíamos cigarrillos para otros presos.
La soledad perdida
Al cabo de un mes, sin embargo, empecé a echar en falta mi soledad. Era demasiado cercana nuestra mutua presencia y, a veces, me acordaba de las horas en que podía pensar y meditar. Y es que dos metros por tres de espacio, para cuatro hombres, acaba por convertir la promiscuidad en algo intolerable.
A menudo ponía como pretexto cualquier dolencia para no acompañarles al patio y entonces podía soñar un poco, tatarear en francés y hasta dar una vuelta por la celda sin poner nervioso a nadie.
Los días en que estábamos de buen humor, que eran los más, nos subíamos a las espaldas uno de otro, siguiendo un turno, para ver el paisaje de la ventanilla. Se llegaba a ver un trozo del monte Igueldo y otro trozo de playa y de mar. El que estaba arriba contaba los detalles. Además la primavera se iba notando y el paisaje ofrecía continuas novedades.
Semana santa
Desde hace unos días nos reúnen entre las siete y las ocho y media de la tarde para el sermón. Nos juntamos setecientos u ochocientos presos, en siete filas en las tres galerías. Los curas nos recuerdan los diez mandamientos de Dios. Insisten en el “No matarás”. Los sobrevivientes de Ondarreta, los que hemos visto la muerte al lado, y escuchamos todavía las descargas de los fusilamientos, no podemos menos que intercambiar sonrisas y guiños significativos.
El domingo de pascua, el 11 de abril se organiza una fiesta en la prisión. Dice la misa el obispo, ante las autoridades de San Sebastián y los familiares que han venido a visitar a los presos. Abrimos los ojos, desconcertados por el inaudito espectáculo. Hay mujeres elegantes, hombres distinguidos, y la banda municipal interpreta pasodobles y tangos después de la misa como si todo fuera normal. Nos dan media jornada de patio. Celebramos con expresiones de alegría y regocijo la noticia. Lo malo es que somos demasiados, y casi nos estorbamos en el pequeño patio. Al poco tiempo estamos ya con ganas de volver a las celdas. Estábamos habituados a las dos horas de patio y al pasar este tiempo nos encontramos desconcertados. La media jornada ha acabado por matarnos toda la ilusión de patio. Al fin y al cabo no es más que una celda descubierta con cuatro paredes que nos aíslan de la vida.
Últimas declaraciones
Al día siguiente me entero de que tengo que pasar por el consejo de guerra. Mis camaradas dicen que no estoy presentable. En seis meses mis ropas han sufrido tantas esperas y roces que parecen las de un pordiosero. Se ponen de acuerdo y me visten con un traje más presentable.
El marqués de Cubas es el tercer juez de instrucción que reconoce mi neutralidad e inocencia. Mi abogado francés, Delmás, de Baiona me da la noticia de que voy a ser canjeado por un aviador alemán. ¡Parece mentira!
Pero es cierto. El presidente del Gobierno Vasco está dispuesto a dejar en libertad a un piloto alemán de los que han masacrado a la población civil para salvar a un francés no combatiente. El gobierno vasco está dispuesto a hacer este generoso gesto para complacer a mi país. No tengo palabras para agradecer el gesto de Agirre. Ni palabras ni elocuencia. Porque el canje es totalmente desigual, pero sólo honra a quienes prueban de manera irrefutable su apuesta por la humanidad y generosidad.
La libertad
El 22 de abril, a las seis de la tarde, una hora después de haber vuelto del patio, el oficial de prisión viene a anunciarme que ya estoy libre. Libre! Quedo como anonadado y desde luego desconcertado. Me preparo como un autómata. El intercambio de los prisioneros debe hacerse en San Juan de Luz, en la casa del embajador Herbette.
El eco de mi libertad se extiende como la pólvora por toda la cárcel. Oigo los gritos; «el francés se marcha!». Todos los que pueden hacerlo se ingenian para ver mi partida. Mis compañeros de celda han entendido enseguida. Los tres me saltan al cuello, me estrujan, me abrazan. Están también llenos de alegría.
Recuerdo, entonces, lo que me advirtió el agregado del cónsul y exijo su presencia a la hora de salir en libertad. No hay cuidado. Han llegado dos personas, una de ellas, agregado naval de la embajada de Francia.
Sólo queda salir. Siento una especie de tristeza, al dejar dentro a tantos compañeros. Pero sé que confían en mí, en que yo hable en Francia de su situación y de los horrores del franquismo y eso me anima.
—"No te olvides de los marinos del "Nabarra"—, es lo último que escucho; al pasar por las galerías.
—No les olvidaré—
En marcha
Un coche nos espera a la puerta de la prisión. Es de la comandancia marítima de Pasajes. Vamos hasta Irún. Allí subo al coche del agregado naval francés. Llevo arrastrando tras de mi todos los sufrimientos de los que he dejado atrás.
-No te olvides de los marinos del “Nabarra”-
En la misma frontera veo la frágil silueta de mi mujer que me espera. Está tan delgada como yo. Ha debido de sufrir también tanto como yo.
No te olvides
Llegamos a San Juan de Luz y allí, ante el agregado naval, tiene lugar el intercambio. El aviador alemán Schmidtt, derribado cuando bombardeaba Bilbao, es canjeado por el francés, no combatiente, Jean Pelletier.
Cierro los ojos. No debo olvidar. Mi alegría no es completa.
—No te olvides de los marinos del "Nabarra"—
No me olvido de aquellos diecinueve héroes, ni de los cientos de compañeros valientes que han quedado en la prisión de Ondarreta.; Javier Basarte, Javier Olabeaga, Enrique Manterola, Domingo Irigarai, Eugenio de la Hoz, Antonio Santiago, Pedro Ibañez, Francisco Quintana, Benjamín Diego, Julián Lekube, Sabino Erdarde, Gonzalo Uribarri, Eliseo Fernández, David Sanz, Juan Tellechea, Pedro Torre, José Cortés.. No olvido a los marinos del "Nabarra". No os olvido a nadie, queridos compañeros.
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