CÁRCELES DEL FRANQUISMO (XIII) BURGOS, SORIA…
El frío y el hambre de la cárcel de Burgos
Por la falta más leve se le castigaba al preso político a sufrir la pena de «rodilleras». Consistía este castigo en trabajar horas y horas de rodillas, para secar el patio que otros presos iban baldeando. El secado se hacía con trapos. Este castigo era inhumano y siempre desproporcionado a las faltas que se cometían. Tan desproporcionado, que los castigados se convertían automáticamente en candidatos seguros a un puesto en la enfermería. Aunque los cuerpos estaban excesivamente débiles por falta de una nutrición suficiente, no faltaban nunca castigados a la pena de «rodilleras». Lo importante era que la cárcel se viera limpia por fuera, que el orden fuera perfecto y que la disciplina convirtiera a cada preso en un autómata. A cambio de estas pretensiones, logradas a costa de la dignidad de los presos, éstos podían hartarse de parásitos, de hambre y de enfermedades.
La dureza de una cárcel
Más tarde fueron conmutadas muchas penas de muerte por otras de prisión, y lo que ganaron los presos en seguridad para sus vidas perdieron en comodidad para sus cuerpos. Tuvieron que hacer en los patios la vida de los demás presos, que era dura e insoportable en invierno. El régimen penitenciario era cruel: la comida, pobrísima; la miseria, mucha. Si no llovía o nevaba fuertemente tenían que estar los presos todo el día a la intemperie, sufriendo las mordeduras del frío de la alta Castilla. El aspecto físico de muchos presos sufrió grandes transformaciones. No pocos se convirtieron en verdaderos cadáveres ambulantes, en auténticas piltrafas humanas. A los presos comunes se les caían a pedazos los uniformes pardos. Muchos que estuvieron condenados a muerte llegaron a decir que hubiese sido mejor que las cosas continuarán como antes, pasase lo que pasase. Se golpeaba a los presos por cualquier motivo. Los funcionarios de la prisión, bien secundados por los cabos de vara, tenían en continuo sobresalto a toda la población reclusa.
El miserable régimen alimenticio, unido a la crudeza invernal de la esteparia meseta castellana, iba minando y reduciendo la resistencia física de los prisioneros. La enfermería empezó a llenarse de pacientes que presentaban extraños síntomas. Pérdida casi total del apetito e hinchazón de las piernas. Se morían a los pocos días. Se trataba, sencillamente, de avitaminosis aguda. Carencia de vitaminas esenciales, hambre famélica, insuficiencia alimenticia crónica.
Los cadáveres salían con sus féretros por el patio grande. Cuando se oía un toque de cornetín, todo el mundo se callaba. «Dos o tres mil presos desnutridos y cubiertos de harapos contemplaban abatidos, empequeñecidos, disminuidos, la tosca caja de madera de pino que cuatro compañeros reclusos llevaban a hombros. A veces no era un solo féretro el que pasaba, sino dos o tres.
A la piedra
Se diría que nos encontramos en Dachau o Buchenwald. Es el hambre de El Dueso agravada por el frío de Castilla y la acumulación de meses y años de prisión. En Astorga se arrojarán un día los presos a comer la alfalfa del ganado, y los guardianes encontrarán en ello un motivo excelente para soltar porrazos a diestro y siniestro. Cuando un preso caía enfermo, sus compañeros sentenciaban con humor macabro: «A la piedra». La piedra eran las mesas de piedra en que colocaban los cadáveres hasta que los metían en las cajas y se los llevaban. Disciplina, hambre, piojos, fascismo. Eran los tiempos en que se hablaba de nuevo orden vertical, de las democracias degeneradas, de los «rojos» asesinos, criminales y cobardes.
Navidades
En la Navidad de aquel año -¿1938, 1939, 1940, 1941...?-hizo mucho frío, a las ocho de la noche la temperatura bajó a 22 grados centígrados bajo cero, ¡y los tenían en el patio! Solían cenar a las siete de la tarde, pero aquel día estaban todavía a las ocho afuera. Para combatir el frío, los presos paseaban como lobos enjaulados por el patio, mustios, silenciosos, extenuados, temblando. Y cuando, por fin, les dieron de cenar, les tocó a cada uno unos macarrones y una naranja. ¿No eran vascos muchos de los presos? ¡Que comieran hierro! Y luego de darles de comer —o de darles una sombra de comida—, les volvieron a dejar en el patio. Seguramente con la idea de que hicieran una buena digestión.
Católicos, apostólicos
En la Semana Santa organizó el capellán del penal una «magna y resonante comunión general». No creemos que por iniciativa propia, ya que en otras cárceles sucedió lo mismo. En la de Sevilla, durante una semana estuvieron llegando a la cárcel «fogosos predicadores». En la víspera del «gran acto», cayó sobre la cárcel una lluvia de confesores, tras una operación realizada por los guardianes de la prisión que tenía las características de una coacción oficial. El resultado fue una victoria completa para los organizadores del acto. Comulgaron cientos y cientos de presos en presencia de un gran número de autoridades eclesiásticas, civiles y militares. Fue una escena por demás edificante: A un lado se hallaban los 3.000 reclusos creyentes y no creyentes, con sus cabezas rapadas y sus ropas andrajosas, raídos por dentro y por fuera, en su carne y en su alma, y al otro lado se encontraban las autoridades eclesiásticas y franquistas vistiendo sus mejores galas y exhibiendo sus mejores sonrisas. Sonrisas estereotipadas, ¿estúpidas o canallas? Habría de todo. Habría quien fue a ver de cerca la miseria para encontrar más deleite en sus comodidades y en los sabrosos bocados que su existencia protegida le proporcionaba. Habría también quien creyó hipócritamente —porque hay una fe hipócrita— que aquel acto no podía menos de bendecirlo Dios. Añadamos a todo esto que abundaron los fotógrafos de Prensa.
Mientras tanto, al preso que era sorprendido estudiando francés o inglés, se le imponía un castigo. La guerra mundial ya había estallado y el estudiar aquellos idiomas equivalía a hacer profesión de fe democrática...
Itarko
"El nacionalismo vasco en la paz y en la guerra"
Cecilio Arregi veterano militante comunista vizcaíno que recorrió la geografía peninsular de las cárceles, nos habla en sus memorias, editadas bajo el título “¡¡Por rojo!", de sus recuerdos de la prisión de Burgos, de la que también escribieron o hablaron vascos conocidos como Koldo Mitxelena o Alejo Bilbao. Hay que señalar, sin embargo, que Cecilio Arregi pasó por Burgos en una época posterior… por los años cuarenta y tres y cuarenta y cuatro.
BURGOS, UNA CÁRCEL DE PRIMERA DVISIÓN
Teníamos mucho deseo de llegar a la nueva residencia. El viaje resultó pesado, monótono. Ir esposados tampoco ayudaba. El penal, visto desde el tren, no nos decía nada. El problema estaba dentro de sus muros.
Los camiones que nos esperaban en la estación, al llegar al Penal con nosotros pasaron directamente al departamento celular. De celdas no saldríamos hasta cumplir el «período». La cuestión estaba en saber cuántos días nos tendrían encerrados. En esto, había normas, que cada director aplicaba como le parecía.
El período
Los días de período se nos hacían interminables. Estábamos rabiando por salir y hacer vida en común. Tendríamos que cumplirlo sin que se nos ahorrara una hora. Ya se ha dicho que su finalidad no es otra que hacer sentir al preso en su rigor, desde su primer día de reclusión, la disciplina del presidio. Creo que permanecimos en celdas un mes. Que parecía un año, tan interminable se nos hizo. El deseo, mejor ansia, de vernos todos en el patio no nos dejaba dormir.
Una cárcel distinta
Al fin, salimos a las brigadas. El patio, varias veces mayor que el de Alcalá, muy limpio. Las grandes baldosas de cemento parecían enceradas. El patio se hallaba enmarcado en un rectángulo por los edificios de las brigadas. La entrada del exterior al patio tenía enfrente el edificio de la escuela, que sobresalía del resto de edificaciones con una torre y un gran reloj. Lo que más llamaba la atención los tres nidos de cigüeñas que se aposentaban allí todos los años.
Las Brigadas que formaban el rectángulo tenían planta baja y una alzada. En ésta, estaban las brigadas. La parte baja la ocupaban, sobre todo, servicios de economato, barbería, paquetes, sastrería, talleres, dos brigadas y la de higiene, de la que hablaremos. El de las cigüeñas tenía el comedor, amplísimo, en planta baja. La escuela, en el superior. Su fachada se alzaba sobre las demás edificaciones, rematando la parte superior una gran bola. En ésta y otras dos, a derecha e izquierda, las cigüeñas tenían el capricho de levantar sus nidos.
El patio y los catres
El patio disponía de un porche corrido, como los soportales de plazas de pueblo, con un banco de cemento adosado a las cuatro fachadas. Los portales de las brigadas se situaban en los ángulos del patio. Me destinaron a la 1a Brigada. Tendría 40 X 15 mts. y techo alto. Ventanales a dos metros del suelo, con buena luz del día, pero insuficiente ventilación de noche para el excesivo número de ocupantes. En invierno, de noche, hiciera la temperatura que hiciera, nos veíamos obligados a abrir tres ventanales, por turnos, para poder respirar. Después de dormir en el suelo muchos años, nos trajeron del Dueso literas. El que dormía arriba y tenía la ventana abierta justo a la altura de la cabeza, tenía que protegerse debajo de las mantas, y todas eran pocas.
En la brigada sólo había una cama. Se destinó al que se encontrara enfermo. Los petates contra las paredes, en línea. En el centro, dos filas a lo largo de la sala, cabeza contra cabeza. Los pies contra los pies de los de enfrente, dejando un pasillo en cada lado de cincuenta centímetros.
Los "boquis”
Los funcionarios jefes de servicio, nos advirtieron que la disciplina en Burgos no era para tomarla a broma. Que la de otras prisiones, sería mejor la olvidáramos. Si no éramos disciplinados, lo pasaríamos mal. Ya sabíamos que la plantilla en pleno nos esperaba con las uñas abiertas. En verdad, aunque no nos asustaba ningún «coco», tampoco echamos en saco roto las advertencias. No teníamos interés en crearnos problemas innecesarios.
El primer problema que encontrábamos en cada traslado era o sería, la plantilla de funcionarios. Estos se convertían en nuestra «bestia negra» allí donde fuéramos. De ésta sabíamos lo suficiente. Estaban acostumbrados a actuar sobre la población reclusa con rigor desmedido. A someterla por el terror, si era preciso. Ya nos recibieron de uñas. Les llegó información de sus «compadres», de los líos de Alcalá. Se mostraron dispuestos a que en Burgos ocurriera, no ya lo mismo, sino ni parecido. Pensaban «meternos mano» a la primera ocasión que se presentara.
Tortazos
Pronto comprobaron que no nos causaban impresión. Éramos veteranos. No podrían hincarnos los dientes ni avasallarnos impunemente. Tenían por costumbre, en formaciones de patio o brigadas, a la más mínima falta del recluso, sin apercibirle, darle un bofetón. Mientras en la prisión hubo sólo presos de guerra, éstos tuvieron que aguantar eso y cosas peores. Nosotros, ni nos dejaríamos pegar ni consentiríamos se hiciera con nadie. En una formación de patio, un día se encendió la mecha. Un funcionario, según estábamos formados, dio una bofetada a un común. De las filas salió un grito seco, unánime, restallante como látigo: «¡Fuera!», que estremeció el patio. Los funcionarios dudaron. La cosa quedó así. Comprendieron que algo había cambiado en la prisión. Que ésta ya no volvería a ser la misma. Así fue, por nuestra propia determinación. Se acabó el abofetear a nadie.
Las contradicciones
También comprendimos que no era cosa de luchar frontalmente con toda la plantilla por sistema. Vimos que no toda ella, era partidaria de los métodos de violencia empleados hasta el momento. Varios funcionarios comenzaron a «desmarcarse» de los violentos.
Fue relativamente fácil entrar en relación con los que tenían buena disposición. Eran todos los no comprometidos en los períodos pasados. Tenía mucha importancia que nos conocieran como lo que realmente éramos. No como nos había presentado la D.G. de Prisiones.
Comenzamos por imponernos disciplina nosotros mismos. Había que evitar todo pretexto de reprimenda o sanción. Las brigadas, limpias, los petates, cubiertos con las mantas, alineados para pasar revista. Las llamadas a formar para recuentos en brigadas, para bajar al comedor, y a patio, mañana y tarde, se hacían sin perder minuto. A servicios de cocina, pelar patatas, etc. limpieza general, se acudía sin faltar uno. En poco tiempo se dieron cuenta, hasta los peor intencionados, que por ahí, sería difícil «meternos el diente». Dábamos razones a los que simpatizaban con nosotros, para reforzar su posición.
La brigada de higiene
Una de las cosas que más llamó nuestra atención y en la que desde el primer día pensamos poner remedio, fue el asunto de la llamada «brigada de higiene». Esto tenía su historia. A este penal llegaban presos de todas las prisiones de España «sancionados por un año o dos de higiene a Burgos». Textual. Sancionaban a políticos y comunes.
La «higiene» consistía en efectuar el fregado de suelos en condiciones no sólo duras, dado el clima, sino humillantes. Debían colocarse unas rodilleras, utilizando como tales cubiertas de coches. Arrodillados, con cubos de agua, no fría sino helada, empapadas las bayetas en ella, debían efectuar repito, arrodillados la limpieza de aquel enorme patio. Lo fregaban en línea. No sólo el patio, sino los soportales, el amplísimo comedor, los zaguanes de los portales y cuanto hiciera falta. Verlos efectuar tal cometido en aquella degradante condición, revolvía el estómago. Decidimos acabar con tal atrocidad.
Fueron tantos los que lo contaron que debe creerse: en el crudo invierno de Burgos, cuando fregaban el patio, el guardián Matías, que todavía estaba al frente de esa «brigada de higiene», pisaba las manos de los que, ateridos de frío, cumplían con su misión. El director que padecían entonces era un sádico. Sacaba al patio a todos los reclusos en los días más crudos, sin permitirles guarecerse bajo los porches.
Con los elementos de limpieza de las brigadas iniciamos nosotros la limpieza de porches, portales y barrido del patio. Cuando Matías, a las 9.30 de la mañana, abría la brigada, la limpieza estaba hecha. Se dio cuenta de la novedad. Aquello estaba limpio. Les obligó a repetir la limpieza. Pronto llegó la segunda parte. Se habló a la brigada. Se lo dijo: «Que nadie se arrodille para fregar». En adelante, la limpieza se haría de pie, con crucetas. Matías, con un gran berrinche, acudió al director Bercedo. Este no tenía la cabeza para ruidos y no le hizo caso. Matías tuvo que tragarse su mala uva. Pero no cejaba. Aunque ahora las rodilleras no las necesitaban seguía imponiendo, este signo degradante.
Vuelta a «conferenciar» con la brigada. Nada de rodilleras. Una buena mañana salieron sin rodilleras al patio. Matías montó en cólera. No podía creerlo. Aquello, para él, era una insubordinación, un motín. Corrió asustado a dar parte al director. Este le recibió con su cara de póker. Sin escucharle, le mandó a paseo. Les sancionaron a quince días encerrados en la brigada. Cumplido el arresto, salieron al patio con todos nosotros. Habíamos ganado el primer pulso. Vendrían muchos más, con suerte más o menos varia. Se suprimieron las degradantes rodilleras.
En adelante, ninguna prisión de España podría enviar a Burgos presos castigados con la coletilla: «Dos años de higiene a Burgos». Ni un día siquiera.
Literas y trajes
Fueron muy gratamente recibidas. Procedían de los talleres del penal del Dueso. Significaron un gran alivio. La humedad era tal que en nuestro primer piso chorreaban las paredes. Nada extraño: el penal se levantaba —se ha dicho— sobre una zona pantanosa. Algunas galerías tenían camas individuales, pero la mayoría de los presos dormíamos en el suelo sobre petates de crin. Recurrimos a colocar debajo de ellos las puertas de los waters, a costa de dejar éstos a la intemperie, con Io que ello suponía.
Otra novedad fueron los talleres. Uno, de mantas, otro, de confección de ropas para todas las prisiones. Se trataba de uniformes. En relación con esto tuvimos los correspondientes «belenes». En principio, tomamos la decisión de no vestir el uniforme de «presidiarios». Bastantes camaradas fueron a celdas por ello. Lo estimábamos una vejación. Hay que decir que el traje de verano era un dril claro y de aceptable corte, buen lavar y de agradable uso. El de invierno, para un clima como Burgos, era también el indicado. Dentro de lo que se podía esperar, no estaba mal. Este equipo lo completaba un tabardo, que buena falta hacía allí.
Esto nos llevó a reconsiderar la cuestión bajo otros puntos de vista. Los uniformes, de «presidiario» no tenían nada. Así, ya sosegados los ánimos, tomamos el hilo por la otra punta. Pensando con realismo, teníamos que hacernos a la idea de ser, por muchos años, inquilinos de «hoteles» del Estado. Nuestro «ropero», escaso y deteriorado con el tiempo, y al rodar de prisión en prisión, dejaba bastante que desear. Era una buena razón; pero había otras. El clima de Burgos, extremo en invierno y en verano. La razón nos aconsejaba que las ropas que sé nos ofrecían eran más propias y confortables que las nuestras. Habíamos necesitado «fabricar» una especie de orejeras de punto de lana, que nos daban un aspecto horrible. Más el caso era conservar nuestras orejas. Los propensos a sabañones las tenían como comidas por ratones debido al frío. En las brigadas dormíamos con la boina o cualquier cosa en la cabeza. Por otra parte recordamos que, ya que el Gobierno nos tenía allí a la fuerza, a él le correspondía vestirnos y calzarnos.
El patio de las cuatro acacias
Antes de seguir, hagamos un breve alto, en verdad obligado para dedicar un emocionado recuerdo a este trágico patio, reducido pero grande significado, por lo en él acontecido antes que estuviéramos en el penal. Era un pequeño cuadrilátero en forma de U. Una parte central y dos alas, con celdas a ras de suelo y la planta superior, todas ocupadas. Cerrando cuadrilátero, el muro le ronda. En su centro campeaban cuatro hermosas acacias. Protagonistas y testigos mudos de cuanto sucedió en él.
En la planta baja, en el centro, uniendo las dos alas, se encontraban las celdas de castigo. Una tenía un carácter especial: apoyando la espalda en ella y lanzando la vista al frente, recorría la calle de las acacias alineadas, y chocaba contra el muro de ronda frontero. La mirada quedaba fija ante una abertura, ya tapiada, de seis metros de largo por dos de alto. Su huella, ni el albañil ni la cal habían logrado hacer desaparecer. Como los asesinos que no consiguen borrar las huellas del crimen.
Una calavera
Nuestra espalda apoyada en esta celda, tapaba el agujero, cerrado con ladrillo ya, que sirvió de emplazamiento a la ametralladora asesina. Como firma, con toda claridad, se veían pintadas en negro, una calavera y dos tibias cruzadas. La muerte, atributo del fascismo. La técnica del crimen era sencilla. De espaldas a esa abertura del muro frontero colocaban a los que «tenían que morir»... asesinados. Desde la celda, la ametralladora, ciego instrumento de muerte, segaba sus vidas. Un camión, a sus espaldas, recibía la sangrienta carga. Presos condenados a muerte, desde sus celdas podían ver y sobre todo oír, desde los primeros preparativos para las ejecuciones, hasta el crepitar de la ametralladora que bajaba el telón del drama. Así hasta el otro día, y el siguiente.
A tal extremo, que el gobernador de Burgos intervino prohibiendo tajantemente que trajeran a fusilar al penal a gentes de fuera de la provincia. Estos cobardes asesinos, para evitarse responsabilidad de cara a sus convecinos, apelaban a tan cobarde procedimiento.
Conmemoraciones
Un grupo más o menos numeroso lo constituíamos los paisanos vascos en las prisiones. Una de las primeras decisiones era organizar nuestro tradicional lugar de reunión del País Vasco: «El txoko».
Este pequeño rincón nos reunía a los vascos, sin distinción de idea política o religión. Es demostración de la genuina democracia ciudadana que se vive a lo largo y ancho de los pueblos y ciudades de Euzkadi en su vida de relación social. Esta educación nos permitía guardar las fiestas religiosas con la mayor ejemplaridad.
El día de San Ignacio fue diferente. Si celebrábamos los santos ajenos, cómo no celebrar los propios. Nada quedó al aire. Permiso para comer en la galería de los músicos. De plato fuerte y flojo el bacalao, que el tolosano Aberdi, «Patxi», guisaba como un profesional. Los puso al «pil-pil», a la «vizcaína» y a la «leche», fenomenalmente. Problema, el vino. Comer bacalao sin él es una herejía gastronómica. Sólo nos permitían un vaso por persona, y su tamaño no era el que hubiéramos deseado. Veinte o más que nos reuníamos, podíamos comer y beber algo. Conseguimos aprovisionarnos con la ayuda de otros compañeros. A tener en cuenta, que todo el que llegaba a nosotros echaba su trago.
En uno de los viajes de trasiego del vino de la enfermería a la brigada, un guardián, «el Coyote», interceptó a uno de nuestros «samaritanos». Venía de la enfermería con un balde lleno de vino. «¿Qué llevas ahí?». Sobraban explicaciones. Le quitó el balde y se lo llevó a su guarida como un trofeo de guerra.
Los camaradas recurrieron a mí, confiando resolviera la papeleta. Tuve que decidirme y acudir al jefe de Servicios. Se encontraba en la barbería. Me recibió con las uñas fuera. «¿Qué hay?». Sospechaba iba a pedirle algo. Empecé la historia. «D. César, ya sabe Vd. que hoy celebramos la fiesta de San Ignacio, patrón de los vascos, y queremos hacer una comida para celebrarlo». «Sí, ya tenéis permiso». «Sí pero nos falta algo de vino». «Bueno, ya tenéis el vaso». No quería darle la noticia de sopetón, pero tuve que decidirme: «El caso es que teníamos el vino, pero nos lo requisó el guardián de la brigada». Torció el gesto. «Bueno, ¿qué era?, ¿un puchero? Dile que os lo devuelva». «Bueno, era un balde, pero pequeño» añadí rápido. Casi le degüella el barbero del salto que dio: «¡Imposible!» dijo, cuando pudo hablar. Yo insistía en que el balde era pequeño. Y lo era, para como lo hubiéramos deseado. «¡Un balde, os pondréis como cubas!» gritaba. «De eso nada, le doy palabra». «Dile que te lo devuelva, que lo he dicho yo».
Me presenté al guardián y reclamé el balde. «El Coyote» pareció fulminarme, casi le da un ataque. Se preparaban a celebrar San Ignacio a nuestra costa. Recogí nuestro vino y dejé el mundo como estaba. Pasamos una tarde estupenda, pero me gané un enemigo jurado.
Como he dicho, en Navidad y Año Nuevo había tolerancia. Se nos permitía circular de una brigada a otra hasta la una de la mañana, que se pasaba recuento. Si se pedía permiso, se podía pasar la noche en cualquier otra. Total, que todos esperábamos impacientes la hora de cenar. Durante el día, recibíamos en las brigadas la visita de varias Hermanas. Querían ver cómo las habíamos adornado. La mayoría de ellas eran de nuestra tierra. De Guipúzcoa y Vizcaya. Entre ellas había dos con las que, como paisanos, nos relacionábamos más. La Hermana María de Mondragón, muy agraciada y simpática, y una vergaresa, fuerte como los robles de nuestra tierra, con 1,80 y no menos de 90 kilos. Estaba en la cocina. Al pasar por donde se partían los troncos para cocinar, les tomaba el hacha y daba una exhibición como un «aizkolari» cortando troncos.
Monjas vascas
Sor María nos decía que no se encontraba a su gusto, y tenía idea de marchar a América, a reunirse con algún hermano, lo que al parecer consiguió. Un día estaban charlando muy animadas con varios paisanos en euskera. Estos me llamaron para presentarme a otra hermana, de bastante más edad, le dijeron: «Mire hermana, otro vasco». Me miró sonriente, exclamando: «Qué bien, será nacionalista, ¿verdad?». Sonriendo le dije: «No hermana, soy comunista». Asombrada, me miraba: «Ya ves que idea, ni al demonio se le ocurre».
En plan catequizador, prosiguió: «Mira, ¿sabes por qué soy monjita? Porque haciendo bien ganaré el cielo». Con aire de broma, dije: «Anda, pues yo soy mejor que Vd.». Quedó perpleja. «Claro —proseguí— yo hago el bien porque entiendo que es de mi condición hacerlo, sin esperar me lo premien con el cielo». Las otras hermanas sonreían, no pareciendo dar importancia a la cosa. La inocente monja quedó pensativa por lo que había escuchado.
Cecilio ARREGI
"Memorias"
José Abásolo, un vasco que vivió el exilio de Venezuela y que compartió con tantos compatriotas las amarguras de la derrota, recuerda para EGIN la suerte de algunos vascos que cayeron y fueron dispersados por las cárceles de la geografía española. Su recuerdo se centra en los viajes sin retorno a Segovia y Soria de un grupo de prisioneros vascos cuya memoria quiere rescatar con estas líneas.
SEGOVIA Y SORIA, TUMBA DE GUDARIS
En los primeros días del mes de noviembre de 1937, salía de la Plaza de Toros de Logroño, convertida en uno de los campos de concentración de los gudaris vascos provenientes de Santoña, Laredo, Castro y Bilbao, una expedición de prisioneros de guerra. La primera parada se produjo en la estación férrea de Burgos, coincidiendo con el pase de revista, en el mismo andén, de una formación de aviadores uniformados nazis, que sin duda habían participado en los bombardeos a Euzkadi. De aquí, en camiones, al viejo y semi-derruido castillo del Cid Campeador, en San Pedro de Cardeña, en donde quedaron hacinados junto a la iglesia o capilla un corral o cuadra. Salvando la vigilancia y «hurgando», pudimos descubrir que era la bóveda de la iglesia-capilla, un verdadero «protegido» contra cualquier bombardeo de la aviación republicana, dado que a escasos metros, acordonando el depósito, estaban los prisioneros de guerra. Una explosión, y no precisamente proveniente de bombardeo aéreo, hubiera producido una carnicería milenaria.
A Segovia
Transcurridos unos diez días, habiéndose incorporado más gudaris, los últimos restos del frente de Euzkadi, amontonados en una unidad férrea que a la sazón no se utilizaba ni para el transporte de ganado al sacrificio, eran trasladados en penoso viaje hasta Segovia, donde tras desfilar bajo los arcos del Acueducto, «la chusma rojo-separatista», calificativo despectivo con que eran obsequiados al paso por poblaciones, fue trasladada al viejo cuartel de artillería, convertido en prisión. «Santo Espíritu», sito en las afueras, en una hondonada y con altos muros inaccesibles.
Instalados en las más precarias condiciones se sucedieron las primeras semanas de asentamiento, bajo fortísimos temporales de nieve, que mantuvieron incomunicados por días interminables a la prisión.
La armonía y convivencia en la gran familia prisionera hacía más llevadero el encierro, hasta que a mediados de febrero, este óptimo estado de ánimo sufriría un trágico shock, por los hechos que comenzando en la misma Segovia, tuvieron continuación en Las Navas del Marqués.
A un marino vizcaíno, baserritarra de nacimiento, que todavía no había logrado borrar la fortísima impresión y sobreponerse a la tragedia que sufriera su pueblo y familia de Gernika, le había correspondido en suerte, ser el primero de los recluidos, en beneficiarse de la medida de gracia —don del que muy pocos pudieron gozar—, de ser puesto en libertad, debido a los papeles de buena conducta que las autoridades de su pueblo habían redactado y hecho llegar a la prisión segoviana. Se trata de Nicolás Garatxena Monasterio, un buen amigo y con una peculiar idiosincrasia. (Al hacerle una pequeña observación en los primeros días de convivencia, en pleno viaje, me respondió pronto y socarronamente: ¡Cállate «académico», al aldeano no hay que haserle caso lo que dise, sino lo que quiere desir...!). Enrolado como marino mercante, sufrió las consecuencias de la primera guerra mundial y fue torpedeado y recluido en campo de concentración germano por largos meses. Su historia era riquísima en («hechos y susedidos»...).
Como los papeles y la orden consiguiente de libertad se recibieron tarde y no había servicio de tren en el día, resolvieron que pernoctase en la prisión y al día siguiente, fuera conducido a la estación, con billete para su querida Gernika.
Viaje sin retorno
Fatal noche, la del 15 de febrero de 1938, cuando todo hacía presumir que fuera de alegría, la que le tocó pasar y triste la que hubimos de sufrir el resto de sus compañeros. Con un grupo de sus más afines e íntimos, estaba celebrando la salida en una de las celdas, cuando se abrió la puerta de sopetón y apareció en la misma uno de los suboficiales de la escolta, quien arma en diestra ordenó a los soldados que le acompañaban, «condujeran al prisionero al cuerpo de guardia». La sorpresa y el estupor cundió en la prisión y entre comentarios y la zozobra de desconocer las causas, transcurrió lenta la noche, hasta que en las primeras luces del día siguiente, sonó adelantada la diana y orden de formación Apenas si se salió del estupor al ver el paso del compañero, entre fusiles, conducido a la parte trasera en donde sonaría una descarga de fusilería. Acababa de ser pasado por las armas, sin formación de consejo de guerra, ni asistencia jurídica.
(Años más tarde, ya en libertad, tuve oportunidad de conocer a su viuda, que se mostró incrédula al recordarla lo sucedido a Nicolás. Me presentó una arrugada comunicación de cierta entidad de asistencia a frentes y hospitales, en la que se le participaba de la muerte de su esposo, víctima de rápida enfermedad. La mentira oficiosa era el R.I.P. a los crímenes del sistema).
Dos amigos
Cuando el estupor no se había disipado en aquel grupo de gudaris prisioneros, sucedió la también fulminante detención de dos compañeros de infortunio; la de Demetrio Álvaro Alonso y Juan Alves Guapo, amigos fraternales de muchos años que formaban pareja en las duras tareas de la situación. (Siempre pensando en sus familias, cuando salían al campo, recogían y guardaban celosamente bellotas, pues decían que asadas eran sabrosas y quitaban mucha hambre... Vivían con la idea de poder regresar a sus casas y llevar este modesto presente a los suyos). Conocía a ambos desde años atrás, por cuanto que Demetrio era guardia municipal de Bilbao, y el segundo prestaba servicios como conductor de tranvías en la línea n° 7 —Atxuri-Castaños—. En las diarias visitas que hacía al ayuntamiento, tuve la oportunidad de saludarles con frecuencia.
Habían salido con un grupo de compañeros a trabajos de «zapa», cuando a media tarde aparecieron fuertemente escoltados y fueron encerrados en el cuerpo de guardia.
Al igual que en el anterior hecho, la noche fue interminable y penosa, hasta que al sonar la tempranera diana y formar, hubimos de presenciar el desgarrador espectáculo de verles desfilar, atados codo con codo y colocados frente al pelotón, ya formado, de ejecución. La doble descarga de fusilería cortaría aquellas dos expresiones que lanzaron de «Viva la Virgen de...» y «Viva la Repú...». Después sonaron media docena de tiros de gracia.
Otro más
Cerraría esta «serie», de momento, un joven artesano de zapatería, donostiarra, Jesús Álvarez Escuadra, que además de su triste suerte, sufría la pena hondísima de saber a su querida amatxo presa en una cárcel de mujeres, en Zaragoza. Con un alto espíritu y aliento para su madre, trataba de ahorrar hasta el último céntimo, para poder enviárselo. Buen compañero, y amigo, compartíamos —nuestra modesta «república»— de les paquetes y demás ayudas que recibíamos, e incluso de las mantas...
Caería en idénticas circunstancias que los anteriores compañeros, inmolados, sin gozar de ningún apelativo de justicia, ni formación previa de juicio, ni contar con el alegato de su defensa, por muy débil que pudiera ser ésta. Era la terrible ley del vencedor implacable, ahíto de sangre inocente...
En Soria
Por aquellas fechas, muy cerca, en otra concentración de prisioneros de guerra vascos, en Soria, era pasado por las armas un joven bilbotarra: César Elgezabal, hermano de Esteban, quien fuera hecho prisionero en la cumbre del Gorbea en la fecha de Iñaki Deuna de 1936, junto a Josetxo Kortabarria, gipuzkoano, y al arabatarra Primitivo Estabillo; conducidos a Gasteiz, serían fusilados junto a las tapias del viejo camposanto, en la víspera de los Andramaris de aquel mismo año: el 14 de agosto. Con este triple fusilamiento, a las pocas semanas de la sublevación facciosa, señalarían sus autores su guerra implacable a todo lo vasco: Estabillo alavés, Kortabarria gipuzkoano y Elgezabal bizkaino...
Las causas
Y por aquello de que toda narración histórica debe estar respaldada por la mayor objetividad, anotaremos las «versiones oficiales» que fueron difundidas por los responsables directos de estos fusilamientos; los suboficiales de la custodia.
A Garatxena se le acusaba de haber exclamado, en medio de la celebración de su libertad, «Yo soy sobrino de Manuel Azaña» —a la sazón presidente de la II República española—.
A Álvaro y Alves, de trazar píanos para pasar al enemigo. (En aquella noche aciaga de espera, y después de largas horas de haber sucedido sus detenciones, desaparecía un prisionero, gallego de origen, temeroso del sistema que empezaba a ceñirse sobre todos...).
En cuanto a Álvarez, se le acusaba de que durante una de las celebraciones de la misa dominguera «no haberse arrodillado al alzar» y/o «levantar el brazo y cerrar el puño, durante una formación en el patio»...
José de ABASOLO MENDIBIL
Lo raro es que los nacionales no instalaran cámaras de gas y crematorios como sus hermanos nazis.
No sería por falta de ganas....
Publicado por: CAUSTICO | 10/29/2016 en 01:10 p.m.
No podían instalar crematorios CAUSTICO porque eran buenos católicos. Y los buenos católicos ya se sabe, te matan pero no te pueden quemar el cadáver. Ellos te entierran aunque sea con cal viva. Los nazis no eran católicos y por lo tanto te convertían en humo.
Publicado por: Señor Negro | 10/31/2016 en 07:35 p.m.