CÁRCELES DEL FRANQUISMO (VII). “SAN CRISTÓBAL”
El Fuerte de San Cristóbal, como un ave de mal agüero planeando sobre Iruñea, guarda hoy todavía la leyenda de unos recuerdos terroríficos que se remontan a la primera represión franquista, cuando sus muros acogían a prisioneros de una guerra perdida. Con el testimonio de Pedro María Urrutikoetxea resumimos las historias de tantos otros compatriotas que sufrieron en carne propia los rigores de un penal cuya silueta caracteriza de alguna forma a Iruñea. Dejamos para otra ocasión, en Mayo hará cincuenta años del suceso, el relato de las vicisitudes de la trágica fuga de San Cristóbal que costó la vida de tantos prisioneros.
El 5 de marzo de 1939, a muy primera hora nos llamaron a unos noventa presos, ordenándonos formar en filas con todo nuestro equipaje. Nos llevaron a la estación de Atxuri, rumbo a Pamplona. No sabíamos a qué cárcel, si a la Provincial o al Fuerte de San Cristóbal. Salimos de Larrínaga, y en dos filas, bajamos la cuesta de Zabalbide. La expectación de la gente que cruzamos era grande, y desde luego no había una sola cara que no nos dirigiera sonrisas de simpatía.
Iruñea
Hicimos un buen viaje hasta Pamplona. Era domingo y las estaciones de tránsito estaban llenas de chicas paseando con sus trajes de fiesta, siguiendo la costumbre de nuestro País. Llegamos al anochecer a Pamplona (Iruña de mis pecados), bajamos del tren y nos concentraron en la Plaza adyacente.
Ya era de noche, cuando subimos a los autobuses. Dos parejas de guardias civiles de uniforme verde y negro tricornio se instalaron en cada uno. Antes de salir, el teniente que los mandaba asomó la cabeza en cada autobús y dio a los suyos la consigna, clara, para que la oyéramos todos: «Un primer movimiento, y fuego». No fue muy tranquilizador, ni mucho menos, para nosotros, pobres diablos, que llevábamos ya a cuestas años de prisiones, castigos, juicios, amenazas.
Yo iba pensando en el período que acababa de cerrar, siquiera dentro de Bilbao y con mis aitas a un paso, sintiendo intensamente su apoyo moral y material. Y ahora íbamos hacia aquel Fuerte de San Cristóbal, de fama fatídica según luego pude comprobar, y la verdad es que el nudo entre la garganta y el estómago crecía en aquella interminable marcha nocturna.
En el Fuerte
Por fin, vi que el autobús pasaba entre dos muros sitos a cada lado del camino. Poco más adelante se paró y nos ordenaron bajar. Era una extensa plazoleta a manera de plaza de armas de un castillo medieval, rodeada de un muro de unos tres metros de alto en toda su extensión, lleno de soldados que nos apuntaban con fusiles y ametralladoras.
Habíamos llegado.
Por lo visto, la parada sólo sirvió para que los «beneméritos» que nos escoltaban nos entregaran a los soldados de guardia en el Fuerte. Porque, tras contarnos, nos hicieron subir de nuevo a los autobuses, que arrancaron otra vez con su triste cargamento humano. El corto camino que seguimos era una a manera de calle entre dos muros altos, y cuyo camino, en terreno plano o ligeramente descendente, parecía internarse en las profundidades de la montaña. Y no fué una impresión ilusoria. Luego tuve la desagradable comprobación. Unos minutos más de marcha, los últimos bajo verdaderos túneles, y el alto ya fue definitivo, teniendo que descender con nuestros implementos. La subida por aquella carretera interminable llena de curvas y a tales horas de la noche, la parada en aquella especie de plaza de armas y ante aquel aparato militar desplegado, y la última parte a través de túneles de techo abovedado y formidables muros construidos con losas de piedras, la verdad era que me tenían profundamente impresionado, y supongo que a mis compañeros les pasaría lo propio.
La bienvenida
Pero, con todo, nuestros sobresaltos de aquella noche aún no habían terminado. Sería la media noche cuando, idos los autobuses, nos formaron los guardianes de nuestra nueva prisión a los noventa y tantos viajeros en un túnel, cerrado delante y detrás por grandes rejas de hierro separadas entre sí por unos veinte metros.
En medio de aquel escenario alucinante, alumbrado por unas pobres bombillas, nos lanzó su perorata el director del penal. Era madrileño, funcionario veterano del Cuerpo de Prisiones procedente de la época republicana. Se sabía que un hijo suyo, guardián también, prestaba sus servicios en el mismo cuerpo, pero en Madrid, en zona republicana. Posteriormente nos enteramos que, a la entrada de los fascistas en Madrid fusilaron al hijo.
En el Cuerpo de Prisiones, reformado y modernizado durante la República, la inmensa mayoría de sus funcionarios eran de espíritu y antecedentes republicanos. Pero, los ubicados en Julio de 1936 en zona franquista por obra del azar, pusieron manos a la obra, muchos de ellos, en la urgente tarea de demostrar su «amor al caudillo» -les iba en ello la vida y el fruto de su trabajo fue un rosario inacabable e imponderable de villanías, atropellos, asesinatos, palizas y cuanto de malo pueda idear el hombre más depravado para dañar a sus semejantes.
Un discurso sonado
Vuelvo a nuestra triste situación en aquella medianoche, del 5 al 6 de marzo de 1939, en el túnel de entrada al penal Fuerte de San Cristóbal.
El discurso que nos tocó soportar del director, plagado de insultos y amenazas, fue de los épicos. «Rojos», nos dijo, «No olvidéis que habéis venido aquí condenados a largas penas por vuestros crímenes contra la España inmortal». «La disciplina aquí es rígida, y los castigos a la menor transgresión son de los que jamás se olvidan». Y así, durante varios minutos.
Yo me sentía más muerto que vivo, y supongo que mis compañeros no estarían con mejor moral.
El escenario impresionaba. La hora colaboraba. Y las frases de aquel energúmeno resonando lúgubremente en la bóveda y paredes del túnel. Todo ello era infrahumano. Por último, se nos dijo que, dada la hora, no se nos pasaría al interior, sino que habríamos de pasar la noche en las dos celdas de castigo cuyas puertas se veían a ambos lados nuestros. Nos dividimos, pues, en dos grupos aproximadamente iguales, de cuarenta y tantos cada uno, y nos metimos en las celdas.
Primera noche
Cuando la puerta se cerró tras nosotros, y los «cerrojos cesaron de gemir y se nos dejó solos, comenzó la reacción de aquellos hombres sometidos a esos tratos inhumanos. Unos, sentados sobre sus maletas o mantas, lloraban calladamente. Otros, aparecían con el espanto pintado en su expresión. ¿Dónde nos habían metido?
No recuerdo si logramos dormir algo, pero como todo se acaba, incluso las pesadillas, por la mañana temprano nos sacaron de allí y nos distribuyeron por las diferentes salas y «brigadas».
Juntos y revueltos
El elemento humano -presos- era bastante heterogéneo. Había gentes de todas las regiones dominadas por los fascistas. Los más antiguos eran gallegos, castellanos, extremeños y andaluces; por lo general, pobres diablos iletrados que, por el delito de haberse afiliado durante la República a una sindical obrera o a un partido democrático, habían sido condenados -todos- a prisión perpetua. Y así y todo formaban la selección afortunada porque los otros, la mayoría de sus coterráneos habían quedado con la nuca agujereada en algún camino extraviado...
Allí, oyendo los relatos auténticos de aquellos hombres sencillos, contados con los ojos aún desorbitados por el terror de lo que habían presenciado -2 ó 3 años atrás-, conocí toda la verdad terrorista del franquismo.
Pedro M. Urrutikoetxea
«La hora del ultraje»
Ed. Idatz Ekintza
Pedro Maria Urrutikoetxea, en su libro «La hora del ultraje» ha narrado con fuerza y emoción el recuerdo de los días pasados en el Fuerte de San Cristóbal. Recogemos su testimonio, el de un joven gudari, trasplantado de golpe y porrazo a aquel infierno de desesperanza que era el Fuerte en el invierno del 37—38. Pero, a pesar de los pesares, los vencidos luchaban ya allí por recomponer su vida y apostaban por un futuro distinto, en medio de la tragedia.
JUNTO A IRUÑEA, CÁRCEL Y PRESIDIO
Nuestra entrada no fue buena. El primer día ya nos cortaron el pelo «al cero», lo que, por cierto, es un deliberado impulso hacia la degradación del individuo en cuarteles y cárceles hispanas, una forma de hacerle ver que es un ser inferior, al que no le queda sino la obediencia muda. Después empezó a nevar como nieva por allá, con casi un metro de espesor en el patio. El frío era muy intenso.
La Segunda Brigada
Nuestra Brigada, y las otras, era una enorme sala, de ochenta a cien metros de larga, por, quizá, diez o quince de ancha, dividida en sucesivos compartimentos de unos seis metros por todo lo ancho, los cuales estaban todos unidos por el gran pasillo central de unos tres metros de ancho. El compartimento central estaba dedicado a retretes, los cuales -sin puertas naturalmente- se alineaban unos junto a otros y frente a frente, adosados a las paredes. Allá no se permitían puertas, de ninguna clase en las zonas internas destinadas a los presos, ni tampoco colchones de lana (sólo de paja de maíz), ni cuchillos, hojas de afeitar ni nada que tuviese filo. En cuanto al colchón, mis aitas, que como siempre les faltó tiempo para llegar a Pamplona detrás de mí, recibieron devuelta la colchoneta de lana que tan amorosamente mi ama me había hecho, y tuvieron que comprar en Pamplona y enviarme otra, más basta, de paja de maíz.
La Brigada 2, la mía, estaba atestada, y no había sitio en los diferentes compartimientos, por lo que los recién llegados tuvimos que instalarnos en el pasillo central. Las ventanas, que daban al patio, no tenían ni un cristal. La puerta era de barrotes de hierro, así que las corrientes de aire eran inevitables, y el frío, espantoso. Con mi cabeza totalmente rapada, dormía con la boina metida hasta las orejas. Había conocido a un marino de Portugalete, patrón de remolcador, Urkidi, y por la noche nos tapábamos con las mantas de ambos, tratándonos de comunicarnos el mayor calor posible.
De día, la vida consistía en estar sentados dentro de las Brigadas, salvo el rato en que teníamos que pasear en el patio. Los de Brigadas estábamos completamente aislados de los de Pabellones, que salían a hora diferente al patio. Allí estaba J. Landa, viejo amigo mío y a quien yo no había visto desde antes de la guerra. También estaba Tx. Orue, al que tampoco había vuelto a ver desde semanas antes de la caída de Bilbao.
Illun Abarra
Para poder reunirme con ellos y conversar, se me aconsejó un "procedimiento que puse en práctica y que me sirvió: En aquel penal, como en todos los que albergaban gente vasca, se había formado un orfeón para cantar en las misas solemnes y otras fiestas. Formado exclusivamente por vascos, nos reuníamos diariamente a las cinco de la tarde para ensayar. Me inscribí en él y así pude saludar a mis amigos y conocer a otros nuevos.
He mencionado el Orfeón existentes en el Fuerte. Alguien dijo que al encontrarse tres vascos, se creaba automáticamente un orfeón. Y me parece ser cierto. Lo aprovechábamos cada tarde, a las cinco, para reunirnos con los amigos con quienes, por razones de ubicaciones diferentes, no podíamos hacerlo en otras horas. Pero también cantamos, y mucho. Canciones vascas, inocuas obviamente dadas las circunstancias, bilbainadas y otras. Entre las primeras, recuerdo por la huella inolvidable que su maravillosa melodía dejó en mí, «Illun Abarra».
También había una pequeña orquestina, de tres músicos gallegos, dedicada a la música ligera. Y en relación con ella relataré algo que me sucedió, sin la menor importancia, pero que incluiré como una de las muchas pinceladas que forman el contexto de toda una situación global.
Calentamientos
Los informes que, de llegada, nos daban los veteranos del penal en las interminables conversaciones a lo largo de tantas horas tediosas y vacías acerca de los procedimientos disciplinarios que se acostumbraban allí, no eran tranquilizadoras precisamente. Los castigos eran espeluznantes. Al castigado, por ser cogido infraganti o por cualquier delación o sospecha, se le llevaba a una de las dos celdas de castigo que nos recibieron a nuestra llegada. Se le prohibía llevar su colchoneta y sí sólo una manta; se le prohibía fumar y recibir cualquier comunicación del exterior, ni podía comprar nada en el economato de la Prisión. Sometido a semejante régimen, solitario, en aquella celda alucinante alumbrada día y noche por una pobre bombilla, y así durante meses, el hombre generalmente acababa loco. Pero no era eso todo. En tiempo frío generalmente, los guardianes a quienes tocaba servicio nocturno, después de sus recorridos reglamentarios se reunían en una pequeña habitación que tenía una estufa encendida, a conversar, fumar y beber coñac.
Ocurría con frecuencia que, después de varias copas, con los ánimos ya excitados, algún guardián sádico, que siempre los había inevitablemente dado el carácter degenerativo de su profesión, proponía, y los demás aceptaban, «ir a calentar» al ocupante de la celda de castigo. El juego consistía en ponerle entre ellos y golpearle con las vergas de goma hasta que perdiera el conocimiento, sangrase por los orificios del cuerpo, etc., etc. Lo corriente era que hombre que entrase en celdas, salía de allí directo para la enfermería, y de aquí por lo general para el cementerio de Berriozar o Berrioplano.
Los muertos
Los relatos de enterramiento del preso que moría eran también de los que escalofrían. En el presupuesto del penal, al parecer no había partida para ataúdes, naturalmente. Y la solución consistía en hacer en la carpintería de la prisión una caja sui-generis con tablas de cajas de jabón, leche condensada y similares.
Ocurrió alguna vez que, en tal evento, la nieve tuviese bloqueado el penal. Metieron al muerto en su caja dentro de la nieve, y cuando el sol salió y lo permitió días después, se lo llevaron al cementerio...
Encontronazo
Llevaba pocos días desde mi llegada al penal, y cuando más traumatizado estaba por lo que veía, oía y sufría, una tarde fui al Orfeón. Allá Txomin Meaurio, de Amurrio, me comunicó con mucho secreto que habían cogido el último Mensaje de Gabon -Navidad 1938- de nuestro Lendakari Agirre, una copia escrita en taquigrafía, y que estaban tratando de encontrar por todos los medios al que lo había traído desde Larrínaga en nuestra expedición. «Te lo digo por si te llaman», me dijo.
Luego me enteré de que el delator había sido un guardia municipal de Bilbao, Bonifacio Ares, prisionero como nosotros, que se enteró y que, para hacer méritos, fue con el cuento a algún guardián. A Meaurio, le agarraron, le desnudaron, le revisaron todo el cuerpo, la ropa, su colchoneta, pero no le encontraron nada.
A la mañana siguiente, serían quizá las once, llamaron a un compañero mío de fatigas, llegado desde Larrínaga conmigo, de Baracaldo, llamado Crisógono Cabrito, y de profesión oficinista. Era de edad tres o cuatro años mayor que yo. Había sido teniente de nuestro Ejército y era comunista, aunque de los teóricos o románicos.
Al cabo de un buen rato regresó a la Brigada, con el pavor asomado en sus ojos. Se dirigió a mí, aunque no habíamos hablado nunca. Dijo que le habían preguntado si, como oficinista y por lo tanto conocedor de la taquigrafía, había sido el autor de aquella copia ingresada al penal. Naturlamente contestó que no, entre otros motivos porque no había sido, y al preguntarle si sabía de alguien que pudiera serlo, el hombre, acorralado y por salvarse (bien sabe Dios que nunca le culpé) contestó que en su propia Brigada estaba yo, llegado desde Larrínaga con él, y que, en razón de mi formación profesional, debería conocer la taquigrafía. Yo ni había reparado en él hasta entonces, pero él hasta conocía mi formación, por lo visto.
El hecho fue que ahora me llamaban a mí, y allí fui más muerto que vivo. Previa petición del permiso para entrar, saludo fascista y un «a sus órdenes», entré en el despacho de la Jefatura del Centro. Allí me esperaba, sentado tras la mesa y bajo la foto de su siniestro caudillo, D. Daniel Portea. Era mi primer contacto personal con él.
De entrada se echó prácticamente sobre mí con toda la potencia de su voz, profiriendo grandes voces y amenazas tremendas, acusándome de ser el autor de la copia en cuestión, y exigiéndome una respuesta afirmativa. Negué, negué (al fin y al cabo, yo ni la hice ni la llevé) sin saber si las palabras llegaban a salir de mis labios. Me pasaban por la imaginación rápidamente las escenas dantescas que, sabía, ocurrían en aquel penal; la celda de castigo, las palizas y demás, me acordaba de mis aitas. Rogaba a Dios. En fin, pasé diez minutos no deseables a nadie bajo la avalancha verbal de aquel energúmeno.
Por último, sonó el toque salvador de la corneta que llamaba a fajina para la comida del mediodía. Al oírlo, D. Daniel me ordenó regresar a la Brigada, me recomendó que “procurase recordar” dándome un plazo hasta después de la comida y me repitió que, en aquel penal, «las declaraciones se tomaban con sangre».
Dieron al fin las cinco horas de aquella tarde eterna y se oyó la voz que llamaba a los del orfeón. Como yo era uno de ellos, fui.
De repente, en pleno ensayo, se oyó el vozarrón de Juanjo Espinosa, que trabajaba en la oficina del Centro con Portea, llamándome. Me quedé paralizado, pidiendo que la tierra me tragase. Fui, bajé las escaleras en unión de Espinosa, quien en el camino me dijo: «No te preocupes». Pedí permiso y entré en el despacho en el que tal impresión me había llevado por la mañana. Portea me miró y me preguntó a bocajarro: «¿Quieres venir a trabajar conmigo?». Balbuceé un sí como pude. A continuación volvió a mirarme, soltó una carcajada, típica en él como luego puede comprobar, y me soltó: «Vaya un susto que te he dado esta mañana, ¿eh?».
Difícilmente lo olvidaré.
El hambre
Entre las torturas de orden físico estaban los malos tratos y las palizas mortales, unas y otras presenciadas por mí en campos de concentración, en cárceles y presidios, aplicadas de manera permanente.
Pero, no es a ello a lo que quería referirme ahora preferentemente, sino a la otra tortura, a la tortura del hambre.
Ese otro jinete del Apocalipsis nacional-católico hispano estuvo presente perennemente entre los prisioneros del franquismo. No cabe la excusa de estrecheces de alimentos porque, en aquella época, los había y en abundancia, y sólo a partir de 1941 se presentó la gran escasez.
Una parte, menos importante, de la culpa habría que achacársele a la formidable desorganización administrativa del campo franquista donde la capacidad brillaba por su ausencia. Pero fundamentalmente el hambre que los prisioneros –víctimas del franquismo padecimos se debió, sobre todo, al odio que inspirábamos a los franquistas y también a su propia corrupción moral.
Había una deliberada política para debilitarnos físicamente, y jamás los regímenes alimenticios que tuvimos reunieron un mínimo de condiciones. Se trataba de aniquilar nuestra resistencia física para que, luego, el terror psicológico acabara más fácilmente con nosotros, o al menos nos convirtiera en menos robots.
Piénsese que, aunque la asignación monetaria por persona era pequeña, su efecto multiplicador al tratarse de grupos de miles de personas representaba muchos miles de pesetas diarias. Puede decirse, sin el menor riesgo a error, que todas las prisiones franquistas estaban infectadas hasta la médula de la mayor corrupción; y ya tenían buen cuidado de asegurarse de nuestro silencio al particular y evitar toda protesta mediante el arma del terrorismo disciplinario.
En el Fuerte de San Cristóbal hubo períodos de un hambre atroz. El suministrador oficial de los alimentos, un tal Riesgo de apellido, se hizo millonario con nuestras hambres y nuestras tuberculosis (el índice de estas últimas era alarmante). Después ha tenido grandes negocios en Pamplona y en Madrid por lo menos. Los alimentos que siempre suministró al penal eran de ínfima calidad, sobrándole grandes márgenes para él y los funcionarios Sus «socios».
El episodio de «las habas con sus cocos es de los inolvidables. En cierto momento Riesgo envió al Fuerte, un cargamento de habas de desecho, que en su estado no pudieron costarle sino el transporte. A partir del día en cuestión, nuestra dieta del mediodía y de la noche se componía de tales habas. El rancho que nos daban constaba de una gran cantidad de agua caliente simulando “caldo”, unas cuantas habas en el fondo del plato y varias docenas de gorgojos (cocos) flotando en la superficie. Personalmente me negué rotundamente a ingerir tal comida, y como contaba con dinero propio pensé aguantar hasta que se acabaran las habas alimentándome de productos, laterío, chocolate y demás, comprados en el economato de la Prisión.
Pero, por mala suerte, o por motivo de sadismo de los funcionarios, el período de las habas coincidió con la escasez en el economato en el que sólo se podían comprar barras de pan de 0,2 ptas. En vista de lo cual ajusté mi dieta como sigue: Comía una o dos barras de pan alternando con sendos tragos de agua, con lo cual el pan, humedecido en el estómago, se hinchaba dando una sensación de hartura. Y así varios días... hasta que la debilidad fue tal, que acabé por rendirme a los cocos.
El aspecto del plato de rancho con aquellos cocos flotando era francamente repulsivo, pero el hambre y la debilidad eran totales. Por otro lado, el objetivo era sobrevivir como fuera, por instinto de conservación y para poder seguir dando guerra al franquismo. Ensayé ir sacando bicho a bicho antes de comerme las habas, pero hube de abandonarlo porque, de todas formas, dentro de las habas había siempre más bichos.
Acabé por descubrir el único sistema, consistente en irme con mi plato a un rincón completamente oscuro, donde no podía ver los bichos, atacando el rancho sin contemplaciones. Pero así y todo aún recuerdo con asco el ruido que hacían los gorgojos al ser triturados por las muelas... Nunca podré olvidar ese episodio debido a «los cocos proporcionados por el bondadoso corazón del caudillo, de sus esbirros y los reverendos sus acólitos».
Pedro M. Urrutikoetxea
«La hora del ultraje»
Ed.Idatz Ekintza
VASCOS MUERTOS EN SAN CRISTÓBAL
SAN CRISTÓBAL, UNA CÁRCEL MUY ESPECIAL
Aquí debo hacer otra disgresión para poder describir el penal. Se trataba de un fuerte militar, construida a principios del siglo pasado con miras defensivas respecto a un ataque desde el norte, Francia. Sus muros, de losas, eran de unos tres metros de espesor. No tenía comunicación alguna en horizontal con el exterior, excepto aquella puerta por la que habíamos entrado, por la que, a través de los túneles que he citado, separados por rejas de barrotes de hierro, se acababa por salir a la plaza antes mencionada. Recuerdo haber localizado una sola ventana en la celda, la cual, a través de una pared de tres metros de espesor, daba a un lugar de donde partía una abertura hacia arriba, por lo que la luz que llegaba desde allí era nula. De ahí, que las únicas comunicaciones que tenía el fuerte eran verticales, es decir, que para expandir la vista, solamente podíamos hacerlo desde el patio hacia arriba.
La construcción total estaba ubicada en lo alto de una montaña, pero dentro de la cima. Algo así como si se levantase un edificio dentro del cráter de un volcán. La parte más alta de las construcciones internas, o sea sus tejados, estaban a nivel inferior a los bordes de la cima, y eso que los edificios eran de tres plantas. Creo que está claro. Alrededor de las construcciones internas había una especie de camino o sendero, en el que se levantaban las garitas de los centinelas, y fuera del perímetro exterior, a todo lo largo, había una especie de foso. Para concretar aún más el carácter terrible de aquella prisión de hombres, sólo añadiré que, en tiempos de la República, con Victoria Kent al frente de la Dirección General de Prisiones, se humanizó el régimen de terror que siempre reinó en las prisiones españolas (herencia de la Inquisición), haciendo más soportable la vida en éstas al introducir en el sistema un mínimo de respeto a los derechos elementales de la persona.
Pues bien, en dicha época este penal fue destinado a penados recalcitrantes, a prisión de castigo para los recluidos en otros penales, normales, en los que habrían vuelto a delinquir con plantes, asesinatos de compañeros, delitos inmorales y otros.
El penal de San Cristóbal, por sus características, había sido elegido como punto de concentración de la «crema» de la criminalidad española. Este era el lugar donde nos llevó el bondadoso caudillo, y donde se nos sometió a un régimen más duro que el de aquellos supercriminales de la época republicana. Allá aún quedaban supervivientes, y pude oírlo comentar a ellos mismos. No es difícil imaginar con qué tipo de gente nos estaban mezclando, y con qué intenciones. ¡¡La «crema»!!
Nuestra celda era un cuadrado de unos 7x7 metros, y allí fuimos amontonados casi cincuenta hombres.
Toda ella de losas de piedra, techo, paredes y piso. En un ángulo había una gran lata, llamada «zambullo», de ochenta-noventa centímetros de altura, que habría de servir para las necesidades físicas de todos.
Pude observar entonces el interior del penal. Se componía de dos edificios, paralelos entre sí y entre los cuales se hallaba el patio de la prisión. El edificio llamado de «Pabellones» era el más humano. En tiempos normales allí vivían los funcionarios de la Prisión, aunque ahora estaba abarrotado de presos en sus dependencias. En su planta baja estaban las cocinas, la oficina del jefe del Centro o subdirector, y otros servicios. En la segunda, las oficinas de dirección, y más arriba salas para presos. Éstas, generalmente eran pequeñas, como habitaciones particulares que habían sido antes. Su construcción interior, de ladrillo encalado.
En cuanto al otro edificio, denominado «de Brigadas» no sé por qué, era la auténtica construcción para presos. Se componía también de tres plantas. La primera era subterránea y recibía luces de unas claraboyas que daban al ras del piso del patio. La segunda estaba al nivel del mismo patio -a ella fui destinado al llegar- y la tercera era la superior.
Pedro Mari Urrutikoetxea
«La hora del ultraje»
Ed. Idatz Ekintza
Espero que UPN y PP pidan perdón por el daño causado y reconozcan a las víctimas.
Especialmente sae lo pido al Sr.Esparza tan dispuestoa a pedir cuentas a los demás.
Pero para eso hay que tener más dignidad.
Publicado por: CAUSTICO | 10/25/2016 en 09:36 a.m.
Pues los nacionales siguen en las mismas porque recurren la ley vasca de abusos policiales.
En esto sí son consecuentes porque siempre los han defendido.
Publicado por: CAUSTICO | 10/25/2016 en 04:16 p.m.