HACE 25 años, en febrero de 1992, se firmó en la ciudad de Maastricht el tratado que creaba la Unión Europea. Fue un verdadero hito, tanto dentro como fuera de Europa. El tratado fue el resultado de un delicado equilibrio. Francia y el resto de países medianos y pequeños aceptaron la unificación de Alemania a cambio de que esta se comprometiese de forma irrevocable con la integración política europea. Es decir, que se aceptaba una Alemania más fuerte y unida siempre que no pudiese ser un peligro para sus vecinos. La idea era que Alemania sería más europea para poder ser más grande y poderosa.
El ambicioso proyecto político de la Unión solo pudo lograrse al precio de cambiar el modelo de integración. Los Estados aceptaron poner en común parcelas nuevas y muy sensibles de su soberanía, pero solo a condición de que esos poderes no se comunitarizasen. Es decir, que si bien dentro del corazón de la integración, el mercado y el comercio, las decisiones se tomaban por mayoría, en las nuevas áreas de cooperación (justicia, interior, defensa, política exterior), los Estados cooperarían estrechamente pero manteniendo la última palabra, ya que no cedieron el control a la Comisión ni aceptaron la jurisdicción del Tribunal de Justicia comunitario. Los arquitectos de Maastricht entendieron que era un precio justo y prefirieron cambiar el modelo original para hacer más cosas juntos.
El acuerdo político sobre el tratado de la Unión Europea se produjo en el consejo europeo celebrado en Maastricht los días 9 y 10 de diciembre de 1991. La víspera, el 8 de diciembre de 1991, se firmaba el tratado de Belavezha que ponía fin a la Unión Soviética. Un coloso político se desvanecía en el este exactamente a la vez que otro surgía en Europa occidental. De hecho, en el mismo documento en el que el Consejo Europeo daba cuenta del acuerdo sobre la Unión Europea, se añadió una declaración sobre los acontecimientos de la Unión Soviética y se pedía a los ministros de Asuntos Exteriores de los países miembros que comenzasen los trabajos para ver cuál sería la política de la Unión sobre los nuevos Estados europeos que surgían en el espacio postsoviético.
La declaración del Consejo Europeo señalaba que “En un momento en que dichas Repúblicas expresan democrática y pacíficamente su voluntad de acceder a la soberanía plena, la Comunidad y sus Estados miembros desean entablar con ellas, con espíritu de cooperación, un dialogo sobre el desarrollo de sus relaciones mutuas”. Es llamativo el cambio en el tono. En 1991, los países miembros, también España y Francia, aplaudían la decisión democrática de esos pueblos que aspiraban legítimamente a realizarse y construir su propio Estado y la Unión Europea se proponía facilitar su integración en la comunidad internacional. Era un momento de política de altura. En los últimos años, por el contrario, esos mismos Estados se han mostrado reacios a reconocer a los nuevos Estados que puedan crearse, aunque sea de forma democrática como mediante un referéndum del estilo del de Escocia.
Más allá de este contexto internacional, con el Tratado de Maastricht se pusieron los cimientos de la Unión Económica y Monetaria, incluyendo el proyecto de la moneda única. No todos fueron capaces de captar lo decisivo de aquel momento. El periódico de mayor tirada de la Comunidad Autónoma Vasca titulaba en portada que aquello no saldría adelante, que era demasiado ambicioso, un brindis al sol de los políticos reunidos en aquel consejo europeo. Hoy, los periodistas de ese medio cobran su sueldo en euros, tal y como les vaticinó su profesor de Relaciones Internacionales en la universidad, Patxi Aldecoa. Es justo reconocer los méritos.
Aquel tratado no se limitó a crear una Unión entre doce estados o iniciar el camino hacia el euro. Se trataba de todo un ambicioso proyecto que incluía una cooperación cada vez más estrecha en asuntos como justicia, interior, defensa o política exterior; y se estableció una ciudadanía europea que concedía nuevos derechos a los cientos de millones de ciudadanos de la Unión.
Fue un momento ilusionante para los europeos de ambos lados del ya extinto Telón de Acero, que iniciábamos el reencuentro tras la separación forzada de la Guerra Fría. En occidente se dio el paso hacia la Unión, se hablaba de federación, de un gobierno europeo, de un modelo social, de una política exterior ambiciosa, de aprovechar el fin de la Guerra Fría para hacer política más allá de los bloques. En la parte oriental, los gobiernos querían sumarse a este extraordinario proyecto usando su recobrada soberanía. Después de décadas de estar unos frente a otros, al fin los europeos pensábamos un futuro en común. El símbolo de todo este movimiento de unidad fue el muro de Berlín, destruido por los ciudadanos con sus propias manos. Todo esto fue el Tratado de Maastricht.
También se reconoció a las regiones como sujetos políticos y se creó el Comité de las Regiones para incluirlas en el sistema institucional. Se introdujo el principio de subsidiariedad. Se hizo posible que un gobierno regional representase a su estado en el Consejo de la Unión. Ello abrió un periodo de esperanza para que las realidades políticas no estatales jugasen un papel en la construcción europea. Alimentaron ese optimismo propuestas como la de Alain Lammassoure respecto a las regiones asociadas a la Unión Europea. Desde luego, aquellas esperanzas no se han correspondido con los hechos posteriores.
Fuera de la Unión Europea, el impacto de aquel tratado no fue menor. Desaparecida la amenaza soviética, el mundo cambió y los europeos fueron quienes mejor y más rápidamente aprovecharon el momento, cambiando el tablero geopolítico mundial. Europa movió ficha y obligó a moverla al resto de actores internacionales.
Estados Unidos inició a toda prisa la negociación del Tratado de Libre Comercio con México y Canadá, pues había dejado de ser el mayor mercado del mundo y se amenazaba su primacía económica. Los países de América del Sur se inspiraron en el proceso europeo para crear otro similar, el Mercosur, marcando distancias con la potencia norteamericana y buscando aumentar su independencia política y económica. Europa continuó tomando la iniciativa: creó el euro, convirtiéndose en una seria alternativa al dólar, firmó un tratado birregional con el Mercosur a la vez que admitió a tres nuevos países (Suecia, Austria y Finlandia) y estableció el calendario para el acceso de otros doce; reformó sus tratados aumentando los poderes de las instituciones europeas, etc.
Es cierto que hubo aspectos de aquel tratado que se han revelado insuficientes, pero en buena medida ha sido por falta de ambición, y no por exceso. No se quiso crear un verdadero gobierno político al mercado y la moneda europeos, no se quisieron establecer mecanismos de rescate para los países en problemas financieros, etc. Ha hecho falta una tremenda crisis como la de 2008 para que los Estados acepten lo que en su momento rechazaron.
Un cuarto de siglo después de aquel hito, Europa necesita otro proyecto ambicioso e ilusionante. Y líderes capaces de encarnarlo, como en su momento hicieron Jacques Delors o Helmut Kohl.
POR IGOR FILIBI
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