Memorias de un infiltrado en ETA
Por: Xavier Vinader
Mikel Lejarza, un decorador de tiendas, nacido en un pueblecito de Bizkaia, consiguió infiltrarse en ETA y asestarle el más duro golpe. Esta es la historia de “El Lobo”, un hombre con el rostro borrado, que llegó a pensar que se había equivocado de bando. El periodista Xavier Vinader ha recogido todos sus secretos en un libro que publica temas de hoy.
Le conocí bastantes años atrás, más de 10, más de 12, y el encuentro tuvo algunas características que parecían sacadas de una novela clásica de espías. Había oído hablar de él muchas veces. Mal, muy mal. Y había leído todo lo que se había publicado sobre sus andanzas en 1975 dentro de ETA. Recordaba su foto en los wanted que había hecho imprimir la organización armada y, en ocasiones, los colegas que se pavoneaban de tener buenos contactos con mandamases en el Ministerio del Interior, en Madrid, me habían dicho que andaba perdido por Latinoamérica. Perdido para siempre.
Hasta que un día, un antiguo compañero de estudios, militar de carrera y ex oficial del CESID, me citó en un restaurante de la parte alta de Barcelona y me dijo que quería presentarme a alguien que podía interesarme. «Los del Servicio no se han portado nada bien con él. Ha sido un agente eficaz en el campo contraterrorista, de los más eficaces. Se infiltró en ETA y llegó donde nunca había llegado nadie. Pero luego, cuando terminó su misión no supieron reconvertirlo convenientemente. No quisieron buscarle una salida. No le hicieron estudiar, tampoco le montaron un negocio, ni le aseguraron una vida estable fuera de los circuitos de las operaciones secretas. Le dieron cuatro duros, le cambiaron la cara y le volvieron de vuelta al ruedo. Lo han exprimido a fondo. Es el Lobo y ahora está colgado. Te interesará hablar con él».
La siguiente cita fue un sábado por la mañana en un piso burgués del centro, a cuatro pasos de la Plaza Cataluña. A tres de una de las bases secretas del CESID, camuflada como una empresa comercial, en Barcelona.
En la vivienda reinaba un silencio monacal. Mi ex compañero en la ancestral Escuela de Periodismo de las Ramblas se sentó frente a mí en un amplio salón-biblioteca. En las estanterías centenares de libros de Historia, una de sus pasiones. Sorbimos unos cafés y poco después, por una de las puertas laterales, apareció Mikel Lejarza, el Lobo en carne y hueso. El infiltrado de los servicios secretos en ETA. El traidor más traidor de todos los traidores para los activistas de esa organización.
Desde el principio fue una conversación franca. Los dos sabíamos dónde estábamos. Yo había pasado por los tribunales una docena de veces por mis reportajes sobre el conflicto vasco, había tenido que marcharme al exilio varios años por descubrir los manejos de los escuadrones para-policiales, había sufrido un par de atentados de los grupos de extrema derecha y conocía bastante bien las celdas de Carabanchel. Desde finales del régimen de Franco había seguido a pie de obra los vaivenes del movimiento abertzale, había entrevistado a muchos de sus líderes, había estado en sus casas a un lado y otro de la frontera vasco-francesa, conocía a sus mujeres, a sus niños, les había seguido en sus detenciones, en sus confinamientos... y había intentado entenderles sin posicionamientos previos. Sin prejuicios políticos, sin manipular sus palabras, sin utilizar adjetivos calificativos.
Él, Mikel Lejarza, había estado desde siempre al lado de las fuerzas de seguridad. De los aparatos represivos, como se les llamaba en la terminología anti-franquista, pero no era un fascista redomado. Nunca lo había sido. Era sencillamente un joven católico, un vasco de pueblo que, de manera circunstancial, se había empezado a relacionar con policías y agentes secretos. Estos, hábilmente, habían sabido explotar y manipular su lado aventurero. Le habían mentalizado, le habían hecho creer que la sociedad vasca caminaba hacia una confrontación fratricida, que los militantes de ETA eran como demonios, con cuernos y rabo y que podían hacer de él un espía de película. Le habían dado gas y le habían mandado como un topo a husmear en los reductos de ETA. A la brava. Su habilidad y su sangre fría le habían llevado a conseguir información de primera mano. Pero le habían manipulado siempre, por activa y por pasiva. Y al final, cuando les había proporcionado el éxito que buscaba la mayor redada de toda la historia de ETA, le habían dado cuatro palmaditas en la espalda y le habían quitado todo, su pasado, su identidad, su cara.
Como a un «kleenex»
«Es duro reconocerlo, Xavier», me dijo, «pero lo cierto es que me han utilizado como un kleenex y luego me han tirado. Los que teledirigían mis operaciones se han llenado los pechos de las guerreras de medallas y los bolsillos, de dinero. Nadie los conoce. Viven su vida sin mirar atrás, confortable y anónimamente. Yo no tengo un duro, ni familia, ni amigos, ni pasado y un futuro muy incierto. Por no tener no tengo ni mi verdadera cara. Si tuviera que volver a empezar no me meto en esto ni loco». Estaba solo. Angustiado. Con necesidad de encontrar alguien en quien confiar. Con ganas de contar su vida y milagros. Algo que no había hecho nunca. Algo para lo que no le habían entrenado.
«Muchos han escrito sobre mí sin conocerme. Han escrito lo que les ha dado la gana, la mayoría de veces infundios y mentiras sin ninguna base real. Mi nombre aparece en varios libros donde se inventan una patraña tras otra sobre mi vida —como decir que era hijo de Guardia Civil— o donde aparecen personajes de la Policía o la Guardia Civil hablando de mí a los que yo nunca he conocido». Desde la primera conversación me dio la impresión de que estaba harto de que los otros contaran su historia. Y que la transformaran a su gusto. Estaba hasta el moño de que le atribuyeran cualquier cosa. Estaba harto de que le manipularan y de callar. Y que, por primera vez, quería contar su vida, la de verdad. Le escociera a quien le escociera.
Ya no estaba en plantilla en el CESID. Algunos meses antes, había acudido al general Andrés Cassinello, viejo conocido suyo en la época de los servicios secretos de Carrero Blanco, para pedirle una gestión personal en relación con el tratamiento médico que tenía que seguir su hija pequeña y había acabado, como siempre, colaborando con la Unidad de Operaciones Especiales de la Guardia Civil en un nuevo proyecto de infiltrar a ETA. Una operación loca que consistía en intentar colocar una chica en los círculos cercanos a la cúpula de ETA-militar. Una especie de Mata-Hari dispuesta a irse al catre con quien fuera para conseguir la información que se necesitaba. Una operación en la que se cruzaron un sinfín de personajes turbios y que terminó con su propio procesamiento por extorsión y con que su actual identidad fuera divulgada a los cuatro vientos. Había salido chamuscado de aquello.
No tomé ninguna nota delante suyo ni utilicé periodísticamente aquella conversación. La guardé, escrita, en el fondo del cajón de mi mesa. Hasta que me diera luz verde para publicarla. Como había hecho, desde siempre, con mis fuentes informativas confidenciales. El gesto le gustó. Y, a partir de ahí, empezó a hacerme depositario de su confianza. Poco a poco, en los encuentros sucesivos fue desgranando su vida. Sin tapujos. A pelo. Primero delante de un bloc de notas y bolígrafo. Luego frente a un casete. Casi sin darme cuenta me convertí en su confesor. En el confesor de un agente secreto de verdad. «Una vez, un compañero mío en los servicios secretos, una persona que se hartó y colgó los hábitos, me dijo que el Estado es una maquinaria fría que no entiende de personas y que arrolla y machaca todo lo que pilla. Tenía más razón que un santo. Los administradores de ese Estado, los que están en el poder, sólo quieren soluciones y éxitos. No quieren saber los problemas de las personas que hay detrás de cada hecho. Quieren éxitos y punto. Ese es el drama».
Había aprendido la lección en su propia piel. Los primeros desgarros se los produjo durante la operación Lobo. Pero se había dejado muchos más jirones en otras misiones secretas posteriores. A veces decía que tenía una especie de síndrome pos-Vietnam. Como esos soldados que, después de estar combatiendo por una causa que creían justa, un buen día descubren que su país les ha dado la espalda. Que molestan, que estorban, que ya no se cuenta con ellos.
Demasiadas chapuzas
«Pero que quede claro. A pesar de toda mi trayectoria, a pesar de toda la historia que llevo encima, estoy a favor de la negociación política con ETA y por la paz definitiva. Creo que ese es el único camino en Euzkadi... En la lucha anti-terrorista se han hecho muchas chapuzas, demasiadas, llevamos años de chapuzas. Los que conocemos a fondo el tema sabemos perfectamente que el conflicto vasco no tiene una solución policial. Que, aunque fuera posible, nunca se iba a arreglar nada deteniendo un comando detrás de otro, ni intoxicando a través de los medios de comunicación, ni empapelando paredes solicitando la colaboración ciudadana para identificar a un activista u otro... las cosas, hoy, pasan por otro lado. Hay que ser realista y negociar. A la alta, a la baja, como quieran, pero negociar. Sin mentiras, sin promesas falsas y sin que, al día siguiente, estés dando palos de nuevo como hacía el PSOE en tiempos de Vera, cuando estaba en el poder».
El proceso de vaciado fue largo y en ocasiones nada fácil. A nadie le gusta enseñar las entretelas. Y a un espía mucho menos. Pero, durante todo el periodo de entrevistas, Mikel Lejarza no se fue para atrás ni una sola vez. Ni pidió que obviara algún tema. Desde la primera ocasión explicó sus experiencias de la misma manera. Como las había vivido. Sin ensalzar a unos o denigrar a los otros. Con documentos, con fotos...
Había nacido en Areatza, antes Villaro, un pueblecito de Vizcaya, a la sombra del macizo del Gorbea y cercano a la línea fronteriza que limita con Álava. En un caserío donde se habló euskera desde siempre y creció en el seno de una familia humilde tirando hacia la derecha católica, apostólica y romana. En los estudios no despuntó, pero se le daba bien el dibujo, el teatro y las chicas. Me contó cómo le habían reclutado un par de policías de la Brigada Político Social, Juan Antonio Linares —un inspector jovencísimo, recién destinado en el Norte y que, años más tarde, llegó a ser jefe de Prensa en el Ministerio de Interior— y Francisco Gómez, un veterano en el Grupo 11 de la Jefatura de Bilbao, que se hacía denominar Koldo y especialista en desmantelar grupos trotskistas— cuando estaba viviendo en Basauri y trabajaba de decorador de tiendas. Todo empezó por unos problemas económicos de resultas de un negocio desafortunado. El contacto vino a través de un tío materno que era guardia jurado en una empresa.
Los dos chapos le mentalizaron poco a poco, entre vinos y pinchos, como si tal cosa. Hasta que llegó el bombazo que le costó la vida al almirante Carrero Blanco en la calle Claudio Coello y todo se aceleró. Los máximos responsables policiales en Madrid se dieron cuenta, de pronto, de que sabían mucho menos de ETA de lo que pensaban. Mucha represión y mucha leche, pero de información pura y dura —lo que se llama en el argot material de inteligencia— nada de nada. Y se impartieron órdenes de seleccionar a alguien para infiltrarlo. Poco tiempo después, los dos policías de la BPS bilbaína le pusieron en manos del SECED, el servicio secreto creado por Carrero Blanco al final del régimen y que entonces empezaba a poner en pie sus bases en Euzkadi. Los dos oficiales de control que se hicieron cargo de él fueron Emiliano S.M., Carlos, y Ángel M., Pedro. Posteriormente aparecería el comandante Manuel de la P., alias Sr. Poso, el jefe de la oficina del SECED en Bilbao, pero fue cuando las cosas ya estaban más avanzadas.
Rememoró los diversos acercamientos a la organización clandestina —a través de algunos conocidos de su pueblo— y los primeros contactos con José Ignacio Zuloaga Echeveste, Smith, el liberado que le bautizó con el nombre de guerra de Gorka y le dio luz verde para ingresar en ETA. Después vino todo de carrerilla. Sus viajes al santuario de Iparralde, las misiones de enlace, de transporte de armas, la ekintza (acción) de Eibar y la caída posterior de todo el comando, montada por los servicios secretos de punta cabo para proporcionarle una excusa al exilio. Su vida como refugiado en la retaguardia etarra del sur de Francia, donde radicaliza el discurso hasta que le seleccionan para formar parte de los comandos berezis, comandados por Ignacio Pérez Beotegui, Wilson, y le mandan con un grupo numeroso a un caserío en Bidache, que servía como base de entrenamiento clandestina. Posteriormente, desde la cúpula de ETA, vino la propuesta para responsabilizarse de la infraestructura de los comandos ilegales que se disponían a operar en Barcelona y Madrid.
Tenía frescos en la memoria los sudores que había pasado para hacer llegar las notas informativas que, periódicamente, mandaba a sus oficiales de control en el SECED. Las triquiñuelas de las que se valía para comunicarse, las reuniones en caminos recónditos y los buzones secretos que utilizaban en la estación de Hendaya. Aquella vez que, como integrante de un «comando roba coches», le birló la documentación al mismísimo Enrique Múgica que había ido a pasar un fin de semana a Biarritz. O la ocasión en que vivió en directo un atentado con bomba a la cooperativa Sokoa por parte de los comandos parapoliciales —el Batallón Vasco Español, antecesor directo del GAL— cuando se encontraba reunido dentro de ella con un grupo de militantes de la organización. «Aquello era francamente de locos», decía, «Por un lado me tenían a mí allí dentro, espiando a destajo y por otro les ponían bombas en la puerta. Un poco más y me chamuscan las cejas. De locos, de locos».
Pero también describió el momento que le tocó pasar la muga clandestinamente como integrante de un comando armado, la estructura de apoyo a los poli-mili en Barcelona, su instalación en un piso franco situado en pleno barrio del puterío de alto standing y todas las reuniones preparatorias en Madrid, previas a la Operación Pontxo, un primer proyecto de fuga masiva de presos etarras recluidos en la cárcel de Segovia que, con sus informaciones, acabó frustrado.
Una primera operación policial contra los comandos de ETA en el mes de julio de 1975 por poco le cuesta la piel en plena Castellana. Las ráfagas de los grises no distinguían entre militantes vascos e infiltrados del SECED. La orden de «acabad con todos» lanzada desde un despacho ministerial estuvo a punto de que se lo llevaran por delante. Semanas después, una filtración en la BBC de Londres despierta las sospechas de la dirección etarra que le somete a una especie de juicio sumarísimo como sospechoso de realizar el doble juego. Su sangre fría y su capacidad para el teatro le salvan una vez más la vida. Pero a partir de ese momento, sabe que se encuentra en un periodo de cuenta atrás.
Tiene que dar la gran dentellada. O pronto le van a dejar sin dientes para morder. Logra atraer de Francia a los pesos pesados de la dirección de ETA y a la flor y nata de los comandos especiales. Estaba prevista una gran ofensiva de secuestros y atentados, pero el Lobo les fue llevando a una emboscada previamente preparada. Cuando los equipos de seguimiento de los servicios secretos les tuvieron perfectamente localizados, en pocas horas, todos los etarras acabaron esposados. José Ramón Martínez Antia, Montxo, y Antonio Campillo Alcorta, Andoni, murieron durante la acción. La versión oficial fue que se resistieron o se suicidaron cuando iban a detenerles, pero eso nadie se lo creyó nunca. Para las estadísticas policiales, la Operación Lobo concluyó con un total de 158 detenidos, entre los que se encontraban Juan Paredes Manot, Txiki, y Félix Eguia Inchaurraga, Papi. El mayor descalabro que ETA haya sufrido jamás en su historia.
Cirugía por decreto
A partir de ahí, le pusieron fuera de circulación manu militari y le cambiaron la cara con cirugía estética por decreto. Pero no le mandaron de vacaciones a Hawai como le habían dicho en algún momento los gerifaltes del SECED. Ni lo aparcaron en el paro. Nadie lo imaginaba, pero lo volvieron a poner en circulación rápidamente. Una identidad nueva —provisional, como siempre— y a espiar a troche y moche. Lejarza sabe que es «la soledad del agente de campo», que no se ha quitado de encima desde entonces.
Durante estos últimos años he seguido sus vicisitudes de cerca. Sin publicar una línea. Pero tomando buena nota de todo. Acumulando folios. Me he reunido con él en momentos de todo tipo. En momentos de euforia y en momentos tristes. Le he visto en muchas situaciones diferentes. Pero recuerdo especialmente una. En una cafetería del Paseo de Gracia.
«Digan lo que digan, sé perfectamente que, en el momento de terminar la Operación Lobo, hubo oficiales del SECED que opinaron que había que liquidarme también a mí. Ni topo, ni puñetas. Aparecería como otro terrorista muerto más y problema solucionado. Pero al final no hubo unanimidad y todavía sigo vivo y coleando. Aunque, muchas veces he pensado que quizá aquella solución hubiera sido lo mejor para todos. Al menos todo hubiera acabado allí y me hubiera evitado el calvario posterior. No le deseo a nadie la vida que yo he llevado. Ni a mi peor enemigo. A estas alturas, yo realmente sé una sola cosa: mis enemigos de entonces hacen una vida normal y yo no puedo hacerla. Ni la podré hacer nunca».
Intenté animarle. Recordarle que el tiempo lo cura todo. Pero no creo que me hiciera mucho caso. O sí. Sólo sé que, en un momento determinado, se puso serio, muy serio, se le humedecieron los ojos y dijo:
—«Quizá. Pero créelo Xavier, muchas veces, me he planteado si no me equivoqué de bando».
Algún tiempo después ponía en solfa mis notas, ordenaba las transcripciones de las conversaciones y empezaba a teclear en mi ordenador las páginas que, poco a poco, se convertirían en un libro. En las memorias de el Lobo.
A veces sueño que este trabajo de periodista podría servir para algo más que transmitir buenas o malas nuevas: para comprender un periodo muy difícil de nuestra historia reciente; tal vez, para poner un granito de arena en la esperanza de que nunca vuelvan a ser necesarios en nuestro país ni topos, ni lobos.
Dicen los cínicos que un estado no es nada más que una mafia que ha tenido mucho éxito. Si esto es verdad entonces está claro que el Lobo sirvió a la mafia que tenía más posibilidades de ganar, la mafia dirigida desde El Pardo. Como soldato de la mafia española el Lobo era evidentemente un peón que el Padrino de turno podía sacrificar. Así que este hombre tenía que ser muy iluso si se creyó que le iban a tratar como un príncipe. Supongo que además si era un poco listo se dio cuenta enseguida de que era responsable del asesinato de Txiki. Es lo que tiene ser un soldato del Leviatán.
Publicado por: Señor Negro | 04/29/2017 en 11:57 a.m.
Roma no paga traidores.
Madrid les paga con calderilla, sobretodo si son un poco tontos. A juaristi, el listo, le llenan el bolsillo
Publicado por: Takolo3 | 04/29/2017 en 03:06 p.m.
“Los que conocemos a fondo el tema sabemos perfectamente que el conflicto vasco [sic] no tiene una solución policial”
¡Que águila!
Publicado por: Iñakitroll | 04/29/2017 en 06:09 p.m.
El enfermo moral y Lobo comparten ADN
Publicado por: CAUSTICO | 04/30/2017 en 08:01 a.m.
Es curioso "El Lobo", es un tipo que luchó contra ETA..., pero contra la ETA que luchaba contra Franco... (luego luchó contra ETA pero apoyó al fascismo...), luchó además contra la ETA o ETA´s de Juaristy, Uriarte, Azurmendi, Onaindía, Pagazartundúa, etc., contra la ETA que el Savater que luego escribió en Egin decía en aquella época que "pasarían a la historia como los héroes que tomaron la Bastilla en la revolución francesa" (hablando de bocazas y águilas...), contra la ETA que según Sabina fuera de Euskadi eran los "luchadores por la libertad" (incluso fuera de España), ese es el período del que hablamos... y no otros....
Publicado por: Sony | 04/30/2017 en 12:09 p.m.
El olvido de esta persona por España, me recuerda al olvido de otras como ha pasado con la propia UPyD, miembros y asociaciones cercanas, muchos de ellos olvidados (por gobierno y sociedad española) tras los servicios prestados, pero claro, una en esta vida tiene que saber con quien se asocia.
Publicado por: Sony | 04/30/2017 en 12:13 p.m.
Escuché a antiguos miembros de ETA decir que la historia de "El Lobo" (y no me refiero al famoso turrón...), era la de un militante de ETA al uso, que no se trataba de ningún traidor a ETA....
Pero que cuando fue arrestado por la policía española, fue cuando cambió de bando o se hizo doble agente..., bien por las torturas a las que fue sometido (o para evitar mas torturas...), o a cambio de dinero (o promesas de dinero, parece que luego no muy cumplidas...), o por que le convencieron (esta también puede ser, pero es la menos creíble...), o una mezcla de todas las anteriores (mezcla de el palo y la zanahoria...).
Esto es muy posible que haya ocurrido, en situaciones similares, otras veces con otros miembros de la banda, no lo sabemos pero no es algo descartable, es algo perfectamente posible.
Quizás algún día se sepa con este caso y otros..., en algunos puede que incluso nos sorprenderíamos.
Publicado por: Sony | 04/30/2017 en 04:56 p.m.
Sony, la historia de Gorka delatando a grupo en el piso franco, saliendo el poco antes de que entrara la policía franquista es verdada
Publicado por: Takolo3 | 05/01/2017 en 12:18 p.m.