Sagasta ordena la salida del embajador Woodford como paso previo al conflicto
El Primer Paso. Estados Unidos exige a España que renuncie a su autoridad en Cuba, pero Sagasta acepta el ultimátum como una excusa para declarar la guerra y, como primer paso, decide expulsar a la delegación diplomática estadounidense. La «bravuconada» se ajusta a las expectativas de la prensa.
El Departamento de Estado norteamericano remite un telegrama a Woodford, su representante en Madrid, para que exija a España que renuncie inmediatamente a su autoridad y gobierno en la isla de Cuba. Es un lenguaje duro, una proposición que no deja salidas: si a la hora del mediodía del sábado próximo, 23 de abril, no ha sido comunicada a este Gobierno por el de España una completa y satisfactoria respuesta a la resolución, en tales términos que la paz de Cuba quede asegurada, el presidente procederá sin ulterior aviso a usar del poder y la autorización ordenados y conferidos a él, tan extensamente como sea necesario.
El diplomático estadounidense recibe la misiva de madrugada y, dado lo intempestivo de la hora, pese a la trascendencia de su contenido, considera inapropiado despertar a Sagasta. En el Ministerio de Estado español, un funcionario consigue interceptar, sin embargo, el mensaje, y el Gobierno de Madrid, reunido en sesión de crisis, decide adelantarse a la jugada. Consciente de que con la exigencia se aboca a España al enfrentamiento armado, el presidente ordena la inmediata salida del plenipotenciario estadounidense. Para futuros analistas, en la falta de una declaración formal de guerra, la decisión del Gabinete liberal supone su materialización.
Bajo tal óptica, España es la agresora. Woodford, representante de la nación agredida, sale esa misma tarde de la estación madrileña del Norte, desde París. Lo acompaña toda su delegación. La responsabilidad de los intereses norteamericanos queda confiada al embajador de Inglaterra.
Respecto a la terminante actuación española, el juicio de la Historia dictará, sin duda, valoraciones enfrentadas. La del historiador Hugh Thomas es digna de tenerse en cuenta: «El Gobierno español merece alguna simpatía, e incluso admiración, por su digna manera de llevar la crisis. El Gobierno español había hecho todo lo que estaba en sus manos para evitar la guerra; pero prefirió la guerra a un golpe de Estado de la derecha, que probablemente habría seguido a cualquier concesión más amplia».
El Gobierno español, diga lo que diga Hugh Thomas, merece conmiseración. Sagasta y Moret, sus miembros más conspicuos, no querían la guerra (es esta rara coincidencia de los historiadores del periodo). Pero esta partida la ha ganado el triunfalismo estúpido apoyado por el ambiente favorable creado por una prensa disparatado, inculta y chulesca, acostumbrada a suplantar impunemente la voz del pueblo. Triste destino el del presidente del Gobierno, desde aquellos balbuceos políticos de modos revolucionarios cuando era capaz de hacer frente a las bravuconadas de un O'Donnell vestido de uniforme.
Triste destino el de Moret, quizá uno de los primeros políticos de entre los integrados en el sistema de la Restauración que apostó por el autogobierno de Cuba cuando quizá no era demasiado tarde. Triste el de la Regente, aquella dama a quien gustaban la opera y los valses de Austria, su país natal.
AQUÍ ESTOY YO, SEÑORA
Interrumpida la música del vals por el estruendo de la ruptura de las relaciones con Estados Unidos, María Cristina inicia hoy mismo una ronda urgente de consultas con las personalidades destacadas del monarquismo. La Reina verá a Silvela, a Pidal, a Gamazo, a Montero Ríos, al marqués de la Vega de Armijo, a Martínez Campos, a Elduayen, a Azcarraga, a Romero Robledo, al almirante Chacón, a López Domínguez, a Weyler y a Polavieja.
Salvo Romero Robledo y Weyler, partidarios de un Gobierno conservador que, por su confesa radicalidad, les habrían dado quizá acogida, ninguno considera oportuna una crisis que los liberales hubieran aceptado, deseosos de soltar la patata caliente que abrasa sus manos. Sólo en la contemplación de la errática conducta de algunos compañeros, dijo Martínez Campos a la Regente: «Si falta hiciese, aquí estoy yo, Señora».
JAVIER FIGUERO/CARLOS GARCÍA SANTA CECILIA
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