Las pausadas tardes de domingo me llevan a releer «El Danubio», de Claudio Magris, una obra magnífica entre las magníficas. Ensimismado en placentera lectura, uno no sabe si sorprenderse más por la seductora narración del autor o por su increíble y vasta erudición. El libro es un maravilloso viaje en el tiempo y el espacio a través de la historia de la civilización de Europa Central, surgida a orillas del Danubio, desde la Selva Negra hasta el mar Negro. Está publicado tres años antes de la caída del muro de Berlín (1989) y el contexto vivencial descrito por Magris no se corresponde con la actualidad. Realidades que hace una década parecían inamovibles, como Checoslovaquia y Yugoslavia, prácticamente han dejado de existir.
En el capítulo dedicado a Bratislaba, Claudio Magris se extiende sobre las vicisitudes nacionales de los pequeños pueblos eslavos y recuerda que quienes se sienten demasiado fascinados por el «gran mundo» de la política son propensos muchas veces a olvidar que también el grande ha sido pequeño, que a cada cual le llega la hora del ascenso y de la caída, y que hasta al más menudo le llega el momento de levantar la cabeza. El prestigioso germanista parecía ya intuir en 1986 grandes cambios en un futuro inmediato y, con referencia a Eslovaquia, a la sazón dominada por los checos, dice textualmente: «Quien ha estado largo tiempo confinado en el papel de menor y ha tenido que dedicar todos sus esfuerzos a la determinación y a la defensa de su propia identidad, tiende a prolongar esta actitud incluso cuando ya no es necesaria. Al mirarse a sí mismo, absorto en la afirmación de su propia identidad y cuidando que los demás le rindan el debido reconocimiento, corre el peligro de dedicar todas sus energías a esta defensa y de empobrecer el horizonte de su existencia, de carecer de señorío en sus relaciones con el mundo». Doce años más tarde Eslovaquia llama a las puertas de la Unión.
Todo esto suena muy cercano, como muy familiar, como si algo parecido nos estuviera también pasando a los vascos, empeñados día tras día en una reafirmación continua, llevados por una rutina de años a prolongar una actitud que quizá ya no es necesaria. Es más, incluso podría estar ocurriendo que fueran intereses contrarios al progreso de Vasconia los que estarían tratando de perpetuar entre nosotros esa actitud de constante afirmación y autodefensa, a fin de evitar que dedicáramos nuestras energías a horizontes de mayor enjundia y porvenir.
No seré yo quien diga que el Estatuto está muerto. Yo y otros muchos como yo pertenecemos precisamente a la generación de Estatuto, luchamos por él, lo defendimos a diestro y siniestro contra quienes a babor y a estribor lo rechazaron por demasiado poco o demasiado mucho, tuvimos la suerte histórica de participar en no pocos proyectos realmente creativos y hoy, como en 1979, sabemos que, por encima de las proclamas de uno u otro sentido, este país tiene que gestionar diariamente su propia autonomía de la forma más justa, eficaz y sugerente posible.
Pero, dicho esto, no parece nada aventurado sugerir a las nuevas generaciones que, más allá del Estatuto, se abren con la Unión Europea unas expectativas cada vez menos insospechadas que es preciso contemplar y atender. Para ello será preciso, por de pronto, hacer oídos sordos a ese ruido ambiental que no sólo absorbe excesivo protagonismo y distorsiona la realidad, sino que, lo que es más grave, confunde objetivos y no deja avanzar. Es hora de escapar de la dinámica de ETA, de la kale borroka, de los mayores orejas, de los rapaces tertulianos y todo eso que se entiende por «Madrid». No se trata de negar su existencia, sino de decidir que el progreso de Euzkadi no pasa por ahí. Esa es su dinámica de ellos, pero no tiene porqué ser la estrategia de la sociedad vasca.
A estas alturas no es una utopía imaginar un País Vasco con autonomía fiscal en una Europa sin fronteras y con unidad de Ejército y moneda. Al contrario, negar esta evidencia es cerrar los ojos ante un futuro que está ya a la vuelta de la esquina. Tampoco se trata de plantearse soluciones traumáticas de corte decimonónico, que ni facilitan el camino ni van a ser necesarios en la nueva dimensión del tercer milenio. Simplemente se trata de avanzar como ciudadanos europeos en libertad, solidaridad y progreso. Se trata de apostar por ser una más de las naciones prósperas de la nueva Europa, con una identidad propia y un rumbo de actuación que mire directamente al norte. Nuestro tren de alta velocidad ya existe. Tiene estación en Hendaya y apunta a Bruselas y Estrasburgo.
Es, sin duda, un proyecto interesante, una aventura histórica para toda una generación preparada como ninguna otra anterior y necesitada de nuevos desafíos. Algunos pagaríamos por tener veinte años menos y poder participar en el empeño. La historia empieza ahora.
Amatiño
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