En Francia se publicó un fascinante libro titulado «Diccionario de Intelectuales Franceses», lleno de información no sólo sobre los individuos, sino también sobre lo que los editores (Jacques Julliard y Michel Winock) llaman «los momentos» y «los lugares» fundamentales de la vida intelectual francesa desde el siglo XIX.
Muchas veces se piensa que no hay intelectuales ni en los Estados Unidos ni en Inglaterra. Entre nosotros, el término se emplea casi siempre con un cierto embarazo, como si pretender ser un intelectual fuera algo levemente decadente, o no-americano o impropio de un hombre (algo de lo que parecerían estar excluidas las intelectuales, aunque no es así). Sin embargo, la palabra aparece en inglés en el año 1652, con el significado de «persona dotada de una potencia intelectual superior».
Uno podría pensar que la palabra «intelectual» tiene el mismo significado en Francia. No es así. Se utilizó por primera vez en la época del asunto Dreyfus, cuando Emile Zola y otras destacadas figuras empleaban el peso de su reputación para protestar contra la injusta condena (por un supuesto delito de espionaje) del capitán judío Dreyfus, que había sido desterrado a la Isla del Diablo.
Como dice la definición que aparece en este diccionario, el intelectual es un artista o un escritor o un académico que participa en el debate público «llevando consigo, como una especie de valor añadido, la reputación que ha adquirido en otro dominio».
La idea de una autoridad intelectual transferible deriva de la suposición de que los artistas y los pensadores son en algún sentido los guardianes de la civilización y de la integridad espiritual y moral francesas.
En los Estados Unidos, sólo las estrellas de Hollywood pueden transferir la celebridad «adquirida en otro dominio» a la arena política. Clinton estaba orgulloso de los actores galardonados con el Oscar que asistieron a su fiesta de cumpleaños y a la convención del Partido Demócrata, y no hay duda de que les pide su opinión sobre la defensa de los derechos intelectuales de la nación. También les invita frecuentemente a la Casa Blanca.
Dudo mucho que en su fiesta de cumpleaños o en la convención demócrata hubiera alguien de la Academia Americana o del Instituto de Artes y Letras. También dudo que Clinton (o Dole, si hubiera sido el caso) hubiera sido capaz de reconocerlos si hubieran estado allí. Ello dice mucho sobre los Estados Unidos, y también sobre Francia.
El artista o el escritor norteamericano o británico puede firmar muchas peticiones y organizar todos los comités que quiera, pero ninguna figura destacada de la vida pública le prestará la más mínima atención. Sólo los otros escritores y artistas leen las listas de firmas para saber quién está y quién no.
A mediados de la era Thatcher, Harold Pinter y otros artistas, escritores y periodistas británicos formaron un comité para denunciar el «thatcherismo» y planear un futuro mejor para Gran Bretaña. Sólo consiguieron convertirse en el blanco de las burlas de la prensa por imitar los pretenciosos hábitos extranjeros, mientras la opinión pública permanecía indiferente.
La definición del diccionario Julliard-Winock explica por qué los ingleses y los norteamericanos desconfían con tanta frecuencia del debate intelectual francés, como si no fuera algo del todo serio. Los norteamericanos sufrimos todavía las consecuencias de la laboriosidad académica alemana que heredamos a finales del siglo XIX. Los ingleses sienten una ancestral desconfianza frente a los «demasiado listos» que no comparten ni los irlandeses ni los escoceses, y que explica por qué éstos últimos se llevan mejor con los franceses que los ingleses o los norteamericanos.
Para los norteamericanos, la objeción más obvia que puede hacerse a esta definición del intelectual -y al papel en la vida pública que a éste se le concede en Francia- es que, cualquiera que sea su nacionalidad o el peso de los logros que haya obtenido en su propio campo, no por ello está dotado de competencia política. Los intelectuales de la universidad norteamericana en Washington desde el Nuevo Acuerdo hasta la Administración Kennedy ofrecen buenos ejemplos de esto.
«Los mejores y más brillantes» de Kennedy, por ejemplo, llevaron al país a la Guerra del Vietnam. Y lo hicieron porque creían tanto en el poder y en la importancia del marxismo y del maoísmo como Je-an-Paul Sartre o Simone de Beauvoir. La diferencia es que estaban en su contra, y creían que podían salvar al mundo de estos peligros desafiando al Viet Kong.
Una parte importante de la clase intelectual francesa aceptó las doctrinas del comunismo soviético y maoísta hasta principios de los años 70, en parte por la autoridad que concedían a Sartre y a otros escritores politizados que insistían en que «no podía haber enemigos a la izquierda».
El novelista y, durante algún tiempo, revolucionario italiano Ignazio Silone expresó muy bien esta idea poco después del final de la Segunda Guerra Mundial cuando declaró en un congreso de escritores celebrado en 1947 que «los escritores, los artistas y los intelectuales en general no tenían ningún derecho a vanagloriarse del papel que habían desempeñado durante los tristes años del pasado».
«Es ciertamente peligroso y difícil hablar de la vida moral de un país», continuaba, «pero aún es más arriesgado sugerir que pueda identificarse con su vida intelectual».
No hace falta decir que esto es tan verdad hoy en día como lo ha sido siempre.
WilliamPfaff
© 1996, Los Angeles Times Syndicate.
(Deia, 22/Octubre/1996)
y fernandez savater ? hahahahahaha !
Publicado por: takolo3 | 08/14/2017 en 06:21 p.m.
Otra intelectual españolade cuyo nombre no me acuerdo ni me importa ha sacado un libro llamado algo así como IMPERIOFOBIA y LEYENDA NEGRA en el cual dice perlas como que
España no ha sido nuca nacionalista, ha tenido vocación imperial.El nacionalismo queda para los catetos.
Los intelectlaes nacionalistas españolesmiltantes hacen muy bien lo de negar su nacionalismo enfermizo y su catetismo congénito.
Publicado por: CAUSTICO | 08/15/2017 en 05:53 p.m.